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C.42 - intro

C.42 - Caso Ayamonte

«El acusado, Juan José C.M., mayor de edad, se encontraba el día 19 de junio del año 2000 en las dependencias del Juzgado de instrucción núm. 3 de Ayamonte, a las que había sido conducido a fin de participar en una diligencia de instrucción acordada por dicho Juzgado. Finalizada su práctica, solicitó ser recibido por la Juez de dicho órgano, doña Yolanda B.R. Situado en su despacho y sentado frente a ella, separados ambos únicamente por una mesa, el acusado pidió que se le retiraran las esposas que le sujetaban las manos. Accedió a ello la Juez y, una vez liberado el acusado, sacó su cartera del bolsillo trasero del pantalón y extrajo de ella una cuchilla de afeitar. A continuación, rodeando la mesa, se acercó hasta la Juez y la sujetó fuertemente haciéndole presa en el cuello con uno de sus brazos y causándole cortes con la cuchilla en dicha parte de su cuerpo, al mismo tiempo que gritaba las palabras “la mato”. Los dos Agentes de la Guardia Civil que se hallaban encargados de la custodia del detenido, hoy acusado, eran don Daniel Fernando J.L. y doña Araceli Z.R. Se encontraba igualmente en el despacho el oficial del Juzgado don Luis N.M. […] Casi simultáneamente, el agente de la Guardia Civil señor J. L., con el propósito de reducir al acusado y de forzarle a que cesara en su acción agresiva contra la Juez, sacó su arma reglamentaria, que se hallaba sin cargador y sin bala en la recámara (es decir completamente descargada) y apuntó con la misma al acusado, acercándole el cañón hasta la cara. Y en ese momento, Juan José C.M. pudo coger o sujetar el arma con la que le apuntaban y retorció la mano del agente, que no tuvo más remedio que soltarla, quedando ésta en poder de aquél. Una vez Juan José C.M. tuvo el arma en su poder la dirigió contra el cuerpo del agente e intentó accionar el mecanismo de disparo, al mismo tiempo que repetía la frase “os voy a matar”. Como quiera la pistola carecía de cargador y de munición, no se produjo ningún disparo ni llegó a percutir el mecanismo, a pesar de lo cual el mismo acusado dirigió el arma contra la otra agente de la Guardia Civil e intentó accionar el gatillo apuntándole al pecho. La circunstancia de que el arma estaba descargada no era conocida por el acusado, si bien lo estaba durante todo el momento de la conducción, ya que se trata de una consigna general adoptada por razones de seguridad. Una vez que el acusado pudo comprobar que su propósito de disparar el arma no obtenía el resultado querido, se quedó abatido y se sentó en el suelo siendo finalmente reducido y detenido […] El agente señor J. conocía que su propia arma carecía de munición y empleó dicha arma en el modo indicado, con el propósito de que el detenido, desconociendo tal hecho, desistiera voluntariamente de su actitud. […]. Por su parte la agente señora Z. R., no dedicada habitualmente a este tipo de traslados y servicios, quedó sorprendida por lo inesperado de la situación, y en el momento en que le apuntaban con el arma de fuego tuvo la creencia cierta de que podía morir, sufriendo por ello un grave impacto emocional que degeneró en una neurosis postraumática, que precisó de tratamiento médico para su curación, requiriendo un total de 188 días hasta alcanzar la total sanidad y durante los cuales quedó impedida para el desempeño de sus ocupaciones habituales […]»

STS 20 de enero de 2003; pte. Móner Muñoz; RJ 2003, 890. Cfr. Sola Reche, «Caso de los disparos sin bala», en Casos que hicieron doctrina en Derecho penal, Madrid, 2011, pp. 731-746.

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¿Mata quien dispara con una pistola sin balas?

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I. Siendo estos los hechos, solo nos referiremos ahora a la responsabilidad penal de J.J., y dejamos al margen la del agente de la autoridad, que no parece presentar problemas. En el relato de hechos probados es preciso distinguir dos estadios: primero, los cortes con la cuchilla causados a la Juez, a). Y después el suceso de la pistola, desde que es arrebatada por J.J. hasta que este es detenido, b). Conviene separar ambos, y en cada uno de ellos proceder cuidadosamente a analizar la responsabilidad de J.J. En concreto, sin variar en nada los hechos, cabe expresar lo siguiente.

II.

II.1. A lo largo de todo el relato de hechos probados, no se perciben factores que afecten a lo que se considera acción humana. En la fase b), respecto al uso de la pistola a continuación, tampoco hay nada que permita negar la presencia de autocontrol y por tanto de acción humana
II.2. Respecto a la tipicidad en la fase a) del suceso, es claro que aplicar una cuchilla sobre el cuello de una persona constituye un riesgo típicamente relevante cuando menos de amenazas (art. 169.1), además de lesiones con medio peligroso (art. 148), e incluso de muerte si es que los cortes afectan a partes vitales y son profundos (art. 138). Sabemos que la cuchilla fue aplicada cortando sobre el cuello a una persona a la que se mantenía agarrada, pero no se dice que fueran tan profundos que afectaran a una parte vital como la yugular, por ejemplo, por lo que hay que descartar que constituya un riesgo típicamente relevante de homicidio. El primero de estos dos riesgos se da, pues es idóneo y suficiente para condicionar la libertad de decisión, lo cual es el efecto o resultado (art. 169.1). El segundo de esos riesgos exige un efecto separado espacio-temporalmente, porque es delito de resultado. Parece a todas luces que el resultado de lesiones es expresión precisamente de ese riesgo, pues nada media entre la acción de aplicar la cuchilla y el corte: nadie –ni la víctima, ni terceros– interpuso un factor de riesgo adicional. Por tanto, el corte es expresión de ese y solo ese riesgo. Podemos afirmar entonces que se cumple el aspecto objetivo del tipo de lesiones con medio peligroso (art. 148).

Aparte, la posible responsabilidad por delito de atentado (art. 550), que no consideramos ahora.

En cuanto a la tipicidad subjetiva, es posible afirmar lo siguiente: J.J. conoce la capacidad cortante de la navaja (la guardaba dentro de una cartera, entre otras cosas, por ser peligrosa); conoce también que tiene delante a una persona a la que aplicar una cuchilla provoca miedo y tensión, por lo que sabe que ese instrumento es peligroso; conoce también que es sumamente peligrosa aplicada sobre el cuello, porque cuenta con este dato para provocar miedo y mantener alejados a las demás personas presentes. Luego, si sabe todo esto, ha de saber que está causando un mal a una persona; un mal que incluso pasa a cortar en el cuello. Se cumple el aspecto subjetivo de los tipos en cuestión, tanto amenazas (art. 169.1), como lesiones (art. 148). J.J. obra con dolo. Por lo tanto, en lo que se refiere a este primer suceso hay que afirmar que J.J. realiza las conductas típicas de los arts. 169.1. y 148.
En cuanto a la tipicidad de la fase b) de la conducta, en el aspecto objetivo (prescindiendo ahora de la posible tipicidad del acto de desarmar a un agente de la autoridad) emplear una pistola para hacer que otras personas actúen de determinada manera es un factor que condiciona el actuar de estas; es más, se trata de un factor que haría actuar a cualquier persona como desea quien esgrime el arma, por temor fundado a males graves. Su conducta se ve condicionada efectivamente por el uso del arma por parte de J.J. Tenían motivo para temer por su vida a juzgar por las voces («os voy a matar»), sobre todo por parte de quien percibiera que J.J. «iba en serio», pues portaba un arma real (la pistola de un agente de la Guardia Civil). Es cierto que el guardia J.L. sabía que la pistola se hallaba descargada (era la suya), por lo que cabe entender que a él no le produce el mismo efecto que a los demás; en concreto, a Z., que desconocía que estaba descargada el arma, el apretar el disparador frente a ella transmite un sentido inequívoco de causar inmediatamente un mal cierto, lo cual, en cambio, no puede afirmarse igual para J.L., como hemos dicho. Pero aunque solo sea por el efecto sobre la agente Z., la conducta de J.J. despliega un riesgo suficientemente relevante como para condicionar la conducta de otro. Dicho proceder, por estos motivos, despliega un riesgo en el sentido del tipo de las amenazas (arts. 169 ss.), delito de mera actividad, que no exige la producción de un resultado separado de la conducta; por lo que podemos afirmar la tipicidad objetiva de esa conducta como amenazas. Pero despliega además otros riesgos: en concreto, la acción de apretar el disparador puede afectar a la salud psíquica de las personas que consideren que el arma va a producir el efecto para el que ha sido fabricada, hasta el punto de producir un menoscabo relevante en la salud; por este motivo, la misma conducta despliega un riesgo en el sentido del tipo de lesiones (de carácter psíquico: arts. 147-148). Puesto que nada se dice de un posible riesgo introducido por otros sujetos, hay que estar a que el resultado de efectivo menoscabo en la salud se debe al riesgo real creado por J.J. Es decir, que le es imputable objetivamente el resultado de lesiones. En cuanto al riesgo de matar por disparo de arma de fuego, hay que reconocer que un disparo sobre una persona viva constituye un riesgo que difícilmente puede evitarle la muerte. Sabemos, sin embargo que la pistola se hallaba descargada, por lo que el riesgo de lesiones y homicidio no se plasmó en el resultado de muerte. Habrá que afirmar la tipicidad incompleta –es decir, tentativa– de un delito de homicidio. En definitiva, su conducta constituye una tentativa de homicidio, un delito consumado de lesiones y un delito de amenazas consumadas.
En el aspecto subjetivo, es posible afirmar la imputación subjetiva, el dolo, tanto de dicha tentativa y de las lesiones, como de las amenazas. En efecto, si sabe que porta un arma (se la ha tenido que arrebatar al agente J.L.), si sabe que, ante ella, cualquier persona teme (todos se atemorizan), si anuncia además un mal («os voy a matar»), y efectivamente aprieta el disparador, hay que afirmar que conoce el riesgo propio de los tipos en cuestión (que condiciona la conducta ajena, que causa una impresión de matar y que –según él se representa, y cualquier persona también– puede llegar a matar). Luego su conducta es dolosa en los tres delitos.
Llegados a este punto, conviene plantearse la naturaleza de esa tentativa (arts. 16.1 y 62). Quien emplea para amenazar y disparar una pistola desprovista de cargador no puede nunca, por mucho que apriete el disparador reiteradamente, matar a nadie de un disparo (no hablamos ahora de muerte por el susto). Se trata de una conducta incapaz de provocar el efecto deseado. Sin embargo, la representación del sujeto (J.J.) era la de que estaba efectivamente matando («la circunstancia de que el arma estaba descargada no era conocida por el acusado»): puede decirse que el acusado yerra sobre algo, sobre la capacidad lesiva de la pistola, a la que considera capaz de matar cuando no puede lograrlo en esas circunstancias. Su representación va más allá del efecto producido y cree que puede llegar a producir lo que en cambio es imposible. Esto es algo propio de la tentativa en términos estructurales: divergencia por exceso entre la representación y el efecto producido.
Pero más allá de este problema estructural, hay que preguntarse si en términos valorativos constituye tentativa de un delito (por tanto, en principio algo merecedor de pena) una conducta que carece de capacidad para producir el resultado lesivo: disparar con una pistola descargada. Es el problema de la relevancia de las tentativas consideradas inidóneas. Obviamente una pistola descargada es instrumento idóneo para amenazar e incluso producir lesiones psíquicas, porque la virtualidad lesiva para la salud psíquica no procede del uso del arma de fuego como medio para disparar, sino como medio de comunicación (con otras palabras: con un arma solo aparente se puede asaltar un banco a punta de pistola, sin disparar, pero no producir daños con disparos). Pero producir la muerte por disparo con un arma que no puede disparar parece algo imposible, bajo todo punto de vista, por lo que hay que afirmar la incapacidad absoluta del medio. Dicha tentativa merecerá un reproche penal si está revestida del carácter de peligrosa contemplada por un espectador objetivo situado ex ante que cuente con los conocimientos del autor. Dicho espectador objetivo no es la persona a la que le arrebataron la pistola (el único quizá en ese contexto que sabe que no puede matar disparando, haga lo que haga), sino cualquier persona que en ese momento (ex ante, y no diez segundos después cuando J.J. se siente frustrado y abatido por no haber logrado su propósito) se ponga en el lugar del autor. Con estos condicionamientos, el baremo de peligrosidad de la conducta no es uno meramente físico o científico, sino uno que recoja la impresión que la acción del sujeto causa en el medio social en el que se produce, dentro de cierta racionalidad intersubjetiva. Es decir, que si en el contexto social, en el tiempo y lugar en que acaece, una persona espectador objetivo presencia aquella acción, y extrae la indubitada consecuencia de que se está matando a alguien, esa tentativa constituye una conducta valorada negativamente, y merecería sanción penal. No merecería –claro está– la sanción de una tentativa acabada peligrosa, pero para eso el art. 62 permite distinguir en la pena aplicable, la peligrosidad del intento. Podría pensarse que la redacción del art. 16.1 impide considerar como tentativas punibles sucesos como este, pues excluye aquellas en las que objetivamente no se puede producir el resultado («actos que objetivamente deberían producir el resultado»). Eso sería correcto, sin embargo, si atendemos solo a una perspectiva ex post, de manera que lo objetivo sería lo que a la vista de lo realizado ha sucedido; pero si adoptamos la perspectiva propia del Derecho penal, la de las conductas en el momento en el que el agente las va a realizar, es decir, ex ante, que es cuando se pueden evitar y cuando hay que atender a las condiciones del sujeto, el «objetivamente» puede entenderse como lo percibido en un contexto social intersubjetivo dentro de cierta racionalidad. Esto trae consigo que la percepción social del peligro propio de la acción es esencial: lo que en un contexto social concreto, en una época y lugar precisos, se entiende como peligroso es lo que será también peligroso para prohibirlo a efectos del Derecho penal, siempre dentro de cierta racionalidad (es decir, hoy en día en España es racional pensar que una pistola aparente puede matar, pero no que puede matar una maldición lanzada por un echadora de cartas o un visionario del horóscopo, por mencionar solo unos ejemplos). Que ex post se compruebe que la conducta ni produjo el mal que cabía esperar (matar), ni tampoco iba a poder producirlo de ninguna manera (estaba descargada), es un dato a tener en cuenta para la sancionabilidad de la conducta: ese menor peligro –o incluso la ausencia de peligro– ex post aconseja una menor punición de la conducta. Pero obsérvese que la conducta en sí fue ex ante considerada como peligrosa, y lo que disminuye es solo la sancionabilidad, por ser menos necesario castigarla con pena mayor. Por tanto, su conducta de homicidio intentado merecería sanción penal atenuada, dentro de los márgenes de la tentativa (art. 62).
II.3. Nada hay en los hechos relatados que permita afirmar la justificación de esa conducta. Ni tampoco se menciona nada que afecte a la culpabilidad de su agente. Además de lo argumentado para la tentativa, no hay factores que afecten a la punibilidad, aunque debería plantearse la cuestión de si apreciar todos los delitos sería desproporcionado, en cuyo caso podría evitarse entendiendo que las amenazas quedarían sancionadas con la pena de las lesiones y/o la tentativa de homicidio –concurso de leyes.

III. En definitiva, y como conclusión, J.J. ha de responder por delitos de amenazas, lesiones y homicidio en tentativa.

Cfr. C.72.

A diferencia del caso anterior, en C.43 se ofrece un supuesto en el que la peligrosidad parece descartada desde todo punto de vista. ¿Desde todo punto de vista? –No, pues el autor cree estar desplegando un riesgo, pero él es el único que así lo aprecia. No en cambio el espectador en el contexto social (intersubjetivo). Veamos ahora qué relevancia tiene entonces que solo el autor sea quien atribuya a su conducta un riesgo que nadie más apreciaría.