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"Las palabras arrojan la luz del entendimiento sobre nosotros mismos"

Ana Marta González, investigadora del ICS y profesora de Filosofía, analiza en su nuevo libro la relación entre subjetividad, identidad y socialidad

23 | 04 | 2021

Ana Marta González es investigadora principal del grupo Cultura emocional e identidad’ del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra y profesora del Departamento de Filosofía. Acaba de presentar nuevo libro, en el que profundiza en la relación entre subjetividad, identidad y socialidad para reflexionar de forma amplia sobre qué es el ser humano. Recorre cuestiones de gran calado como el peso del lenguaje en la subjetividad, el dinamismo de la identidad personal, la importancia del autoconocimiento… 

En esta entrevista desvela algunas claves del volumen Descubrir el nombre. Subjetividad, identidad, socialidad (Comares), que presenta con ánimo de clarificar estos conceptos, muy presentes en todo el ámbito de la investigación en ciencias humanas y sociales.

¿Por qué es pertinente reflexionar sobre subjetividad, identidad y socialidad en el contexto de la cultura actual?

Vivimos en un entorno cultural marcado por la crisis de una visión del hombre fraguada en la época moderna. El pensamiento moderno se caracterizó por un giro hacia el sujeto. Una de las principales críticas que se le ha hecho a lo largo del siglo XX es, precisamente, que consideraba al ser humano de una forma un tanto ingenua, subrayando su condición de ser racional, autónomo, independiente, ahistórico, completamente desvinculado. 

Frente a esta visión, una de las marcas distintivas de las sociedades tardomodernas es el gran peso que ha adquirido la cultura, la sociedad… como factores sin los que no se entiende la existencia concreta. Pero a veces, parece que hemos ido al extremo opuesto, como si fuéramos puras criaturas de la sociedad en la que nos ha tocado vivir.

En este sentido, hay que articular bien ambas dimensiones, reflexionar sobre qué nos hace únicos dentro de la sociedad en la que vivimos, considerando también las deudas que tenemos con ella

Vivimos en sociedades muy fragmentadas y muy individualizadas. ¿Qué impacto tiene esto en la formación de la identidad y de la subjetividad?

Efectivamente, nuestras sociedades se encuentran muy fragmentadas e individualizadas; la individualización es también un rasgo de las sociedades modernas -las sociedades tradicionales eran más comunitarias-, asociado a desarrollos de muy diversa naturaleza, que no hay que confundir con el individualismo, tal y como se usa la palabra comúnmente: con el  mostrarse reacio a todo lo que signifique una vinculación estable, por considerar que amenaza nuestra libertad individual.  

Lo curioso es que esa individualización coexiste con una interdependencia social evidente, no solo desde un punto de vista funcional -por ejemplo, tu trabajo depende del mío y viceversa-, sino también en el sentido psicológico: la dependencia que mostramos respecto de las opiniones ajenas -los likes, los dislikes-, especialmente allí donde existen vínculos sociales poco sólidos. Da la sensación de que existe un desequilibrio en la manera de forjar la subjetividad.

Nuestra vida personal y social es dinámica. ¿La identidad también lo es? 

En el título de este libro hablo de “nombre” como un modo de simbolizar la identidad personal, algo que, en el fondo, permanece un enigma. A diferencia de lo que ocurre con un concepto, que designa una clase, mediante el nombre designamos individuos.  Referido a personas, el nombre propio designa a un individuo con una historia personal; un individuo que solo parcialmente se conoce a sí mismo, y  al que los demás tampoco conocen completamente; un individuo que tampoco se puede reducir a la suma de lo que él y los otros saben sobre su persona. El nombre solo adquiere sentido en contextos de interpelación, en lo cual va implícita una dimensión relacional.

En este sentido, la identidad personal, que es lo que me interesa en este libro, es dinámica, abierta. No me interesan los descriptores identitarios. Estos son conceptos generales que empleamos en contextos prácticos muy determinados; por oportunos que resulten para propósitos concretos, ninguno de ellos hace justicia a la riqueza, el dinamismo y la subjetividad humanas.

Uno de los rasgos de nuestra subjetividad es la dimensión temporal: cambiamos mucho a lo largo de la vida, y lo hacemos en el curso de las relaciones que entablamos, las palabras que pronunciamos, las acciones que realizamos… Por eso estamos parcialmente en construcción.

El hombre ha estado llamado a conocerse a sí mismo a lo largo de toda la historia. Lo vemos desde el conocido aforismo griego hasta los actuales libros y cursos de autoayuda. ¿Cómo podemos recorrer ese camino para conseguir un autoconocimiento auténtico?

El conocimiento de sí es una tarea que acompaña al ser humano a lo largo de toda la vida, si bien puede ponerse de relieve en determinados momentos. Normalmente, las épocas de crisis -sociales o personales- propician que reflexionemos y hagamos balance, que nos replanteemos las certezas y cuestiones que previamente dábamos por sentadas.

Se puede recorrer ese camino de muchas maneras, pero en todas ellas hay un momento de reflexividad. Margaret Archer considera que el hilo conductor de ese autoconocimiento es lo que llama “la conversación interior”, una idea que ella toma de George Herbert Mead. Esa conversación interior se alimenta a menudo de reacciones emocionales, porque estas son indicio de lo que nos preocupa: reacciones emocionales de muy diverso tipo:  reacciones que se producen en el contexto de las interacciones personales,  al observar nuestras falta de destreza en asuntos técnicos o las mismas limitaciones que impone nuestra condición física…

En todo caso, esa conversación manifiesta hasta qué punto nuestro conocimiento propio va de la mano del conocimiento del mundo y del conocimiento de los demás. De hecho, ya es significativo que para hablar de “autoconocimiento” utilicemos la metáfora de la “conversación interior”: también ahí tenemos un indicio de que la conversación con los demás no es un asunto menor para conocerse a uno mismo.

¿Las ciencias particulares pueden orientarnos en ese autoconocimiento?

La metáfora de la “conversación interior” permite poner de relieve que el autoconocimiento no es mera introspección; no es comparable a la mirada que un científico proyecta sobre su objeto de estudio, con el fin de categorizar lo que ve. El conocimiento propio no discurre así.  Los conceptos científicos, mediante los cuales categorizamos la experiencia, nos ayudan a dominar la naturaleza y controlar procesos, pero llegan siempre después de nuestra experiencia vivida y, considerados en sí mismos, no constituyen los elementos determinantes de nuestra subjetividad, ni le otorgan su sentido primigenio. 

Los conceptos típicos, -por ejemplo, los que vemos en tests de personalidad- nos pueden ayudar a comprender algunos aspectos de la experiencia cotidiana, pero van detrás de esta. La ciencia está siempre refinando sus conceptos, para ajustarse lo mejor posible a una experiencia que la precede; pero el conocimiento objetivo de la ciencia obviamente no es el más idóneo para captar lo que nos constituye en sujetos… 

Algunas situaciones nos ponen contra las cuerdas y nos descubrimos a nosotros mismos reaccionando de una manera sorprendente. Ese tipo de situaciones puede resultar más reveladoras de nuestra identidad personal que cualquier concepto científico, porque los conceptos son siempre universales y nosotros somos singulares. En la medida en que la nuestra es una subjetividad abierta y dinámica, nos conocemos de manera singular a través de las palabras y las obras que realizamos. Por esa razón, las artes y las humanidades trabajan con las expresiones de la subjetividad...  El de expresión es un concepto clave, porque nunca existe un ajuste completo entre conciencia y subjetividad.

En ese sentido, ¿pueden las narrativas ayudar a descubrirnos?

Constituyen una herramienta muy valiosa porque favorece la reflexividad sobre uno mismo. Cuando vemos otras subjetividades expresadas, se nos revela todo un universo de significado. En la medida en que somos sociales, las palabras y los hechos de otros sirven para descifrarnos también a nosotros mismos. Tienen un poder revelador. Lo que le ocurre a un personaje no siempre coincide exactamente con lo que nos pasa a  nosotros, pero tiene un poder revelador. La representación de las acciones humanas es, precisamente, la fuerza de la poética.   

En el libro me detengo en el recurso a la escritura como fuente de autoconocimiento; menciono distintos casos, en los que se ponen de relieve también las posibles trampas del arte. En todo caso, tiene importancia el hecho de que nos sirvamos de palabras para poner en claro nuestra experiencia. Las palabras arrojan la luz del entendimiento sobre nosotros mismos; hasta que no encontramos las adecuadas, no sabemos qué ha pasado.

Entonces, ¿nuestra subjetividad es lingüística?

Sí. Nuestro pensamiento no está completamente conformado hasta que no se verbaliza interna o externamente. Justamente por eso las experiencias que se resisten a la verbalización nos desconciertan. Por eso también hay silencios, algunos traumáticos. 

También hay dimensiones inefables, como les ocurre a los místicos, que continuamente se pelean con las palabras. Santa Teresa, por ejemplo, se ayudaba de las metáforas para contar algo que se sustraía a la verbalización fácil. También los filósofos peleamos con las palabras… esta entrevista es un ejemplo… 

¿El lenguaje es un  mediador entre el yo y la sociedad?

Además de las dimensiones cognitiva y expresiva, a las que de algún modo me he referido, el lenguaje presenta otra dimensión que podemos llamar institucional, convencional: acuña puntos de encuentro y significados compartidos, en los que va implícito un poder civilizador. David Hume dice que el esfuerzo por buscar palabras que el otro pueda comprender nos lleva de algún modo a rebajar el pistón emocional de ciertas experiencias. Si quiero vivir en sociedad, tengo que hacerlas digeribles para otros. De eso también se puede extraer una lección interesante: si vivimos en sociedad tenemos que usar un lenguaje compartido.

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