25/09/2025
Publicado en
The Conversation
Pablo Castrillo Maortua |
Profesor del Departamento de Cultura y Comunicación Audiovisual
La película Los tres días del cóndor, que cumple 50 años, fue una de las siete colaboraciones entre el director Sydney Pollack y el recientemente fallecido Robert Redford. Este filme transportó el tropo hitchcockiano del inocente incriminado –Sabotaje (1942), Con la muerte en los talones (1959)– a un nuevo ethos: el de los atribulados y liberales setenta.
Su protagonista, el empollón y desmañado Joe Turner (claro que cualquiera querría ser desmañado con esos mechones rubios y esa mirada de cristal azul), forjó un nuevo tipo de héroe contemporáneo: el intelectual o analista convertido en agente que después veríamos en las innumerables adaptaciones de Jack Ryan (novelas de Tom Clancy), El informe pelícano (1993), Conspiración (1997) o la más reciente y muy estimable Amateur (2025).
Un héroe improbable
Ya hace medio siglo, Cóndor se asomaba al abismo de la ansiedad tecnológica. Su primera secuencia se recrea en un conjunto de aparatos dedicados al escaneo y recopilación de información, cuyo zumbido electromecánico más tarde amortiguará los disparos de los asesinos a sueldo que asaltan la oficina clandestina de la CIA.
Turner se salva precisamente por ser un friki: es el tipo que aparca su ciclomotor en el ángulo exacto en que la cámara de seguridad le permite tenerlo vigilado, el que resuelve acertijos que desconciertan a toda la oficina (de analistas de inteligencia) y la clase de persona que sabe a qué hora exactamente va a llover. Por eso sale a recoger la comida por la puerta trasera –“se ahorra una manzana”, explica la secretaria al frustrado guardia de seguridad– y evita así acabar acribillado.
Desde ese momento, este protagonista gafoso y comelibros debe ir ascendiendo la empinada pendiente del heroísmo, hasta desenmascarar y desafiar las estructuras de poder más secretas y temibles del Estado. Turner adquiere así la condición del ciudadano convertido en blanco móvil, para quien la amenaza está en todas partes: “que estés paranoico no significa que no te estén persiguiendo”.
Confiar o no confiar
Precisamente, uno de los problemas existenciales que explora la película es si, en un mundo regido por “el negocio de la sospecha”, aún existe la posibilidad de confiar. Al inicio, Turner protesta contra los requerimientos de confidencialidad de su trabajo, porque “resulta que confío en algunas personas”. Pero cerca del final, cuando apenas ha salvado la vida por una afortunada confluencia de intereses, el sicario profesional Joubert (Max von Sydow) le ofrece un augurio:
“Sucederá así. Puede que vayas caminando. Quizá el primer día soleado de la primavera. Un coche se detendrá a tu lado, y una puerta se abrirá, y alguien a quien conoces, tal vez incluso en quien confíes, saldrá del coche. Y sonreirá, una sonrisa que te hará sentir bien. Pero dejará abierta la puerta del coche y se ofrecerá a llevarte”.
La profecía no se cumple en su literalidad, pero casi.
Política de casualidad
Sin embargo, el comentario político de Los tres días del cóndor fue circunstancial e incluso fortuito.
Por una parte, la recepción de la película se vio envuelta en cierta controversia, porque coincidió en el tiempo con el escándalo de “Las Joyas de la Familia”, una serie de documentos internos de la CIA que revelaban operaciones de vigilancia ilegales a lo largo de los años. Algunos de ellos –el conjunto no se desclasificaría hasta 2007– llegaron a la portada de The New York Times en diciembre de 1974, con el filme todavía en producción .
Pollack trató de desactivar las acusaciones de haber hecho propaganda anti-establishment: “la intención era hacer [una película] fiel al género del thriller y, en ese marco, explorar algunas ideas sobre la sospecha, la confianza, incluso la moralidad”. Era algo así –añadía– como una parábola preventiva, que tomaba a la CIA “como una metáfora” y extraía “conclusiones de la América post-Watergate”.
Además, la película se enmarcó involuntariamente en el imaginario traumatizado del siglo XXI gracias a su auténtica devoción visual por las Torres Gemelas, inauguradas apenas dos años antes. Que la película ubicase las oficinas neoyorquinas de la CIA en el complejo tal vez fuera pura ficción, pero su relectura posterior a 2001 es punzante, si no amargamente irónica. Además, resultó que la Agencia sí tenía una oficina secreta en el World Trade Center, pero en el edificio n.º 7 y no en una de las Torres, como la película da a entender.
Todos los hombres… contra la CIA
El caso Watergate es una clave de lectura indispensable para Los tres días del cóndor y, probablemente, para gran parte de la carrera de Redford.
En aquel escándalo de la Administración Nixon, se demostró que exoperativos de la CIA prestaron servicios ilegales a la Casa Blanca. Así lo documentó ejemplarmente The Washington Post y dramatizó –también ejemplarmente– Todos los hombres del presidente, de nuevo con Robert Redford, mano a mano con otro icono de los setenta, Dustin Hoffman. Este thriller periodístico de Alan J. Pakula llegó a los cines sólo siete meses después de Cóndor, en abril del 76.
La concurrencia de su estrella protagonista y un retrato también ensombrecido de la CIA debieron de hacer inevitable la lectura concertada de ambas películas. Y ese diálogo no se expresa en ningún sitio mejor que en sus respectivos planos finales.
En Cóndor, Turner ha confiado el relato de los crímenes cometidos por la Agencia al The New York Times, pero el villanesco agente de la CIA parece implicar que sus tentáculos también se extienden por la redacción: “¿cómo sabes que lo publicarán?”. Después de hacer una confesión de fe –“Lo publicarán”– Pollack congela el fotograma de Redford perdiéndose entre el bullicio navideño de Manhattan. Mientras la pregunta aún resuena en nuestra mente, a Turner no le queda más remedio que perderse en el anonimato con la esperanza de que no se cumpla la profecía del sicario.
En cambio, el plano final de Todos los hombres del presidente responde en sentido opuesto: los periodistas Woodward y Berstein –Redford y Hoffman– teclean con disciplina de soldados al fondo de la redacción medio vacía del Washington Post. Mientras, en primer plano, la televisión se queda el protagonismo informativo de la inauguración presidencial de Nixon, ajena al efecto que pronto tendrá el trabajo de los dos reporteros: confesiones, sentencias judiciales… y la dimisión del presidente.
Un clásico de medio siglo
Es difícil calibrar el impacto de Los tres días del cóndor en la historia no ya del suspense o incluso del cine, sino de la cultura popular en su conjunto.
Pasado el exitoso ciclo de thrillers de conspiración de los setenta, la tecno-paranoica Enemigo público (Tony Scott, 1998) se volvió tristemente profética de lo que vendría tras el 11-S. El propio Sydney Pollack juzgó oportuno actualizarse en ese nuevo contexto de terror y trauma. La intérprete (2005), igualmente paranoica y ambientada en las calles de Manhattan, alteraba la trama del inocente incriminado, encuadrando el descubrimiento accidental de un magnicidio en la noción de venganza, y alegorizando así el ánimo de una nación todavía malherida y renqueante.
Poco después, las series de televisión Rubicon (2010) y, más obviamente, Cóndor (2018-2020) tomaban el arquetipo del analista rebelde y la conspiración gubernamental para actualizar sus motivos y su contexto tecnológico, amplificados en órdenes de magnitud.
Pero quizá el impacto más duradero fue el del propio Robert Redford, quien no sólo encarnó a Bob Woodward, sino que persistió en un cine políticamente comprometido, especialmente en sus últimas décadas, dirigiendo películas como Leones por corderos (2007), La conspiración (2010) y Pacto de silencio (2012), títulos que de forma más literal o alegórica escrutaban el corazón de los EE. UU. a la luz de su historia política.
Ahora, en medio de pugnas interesadas entre la Casa Blanca y los medios, hemos despedido a Robert Redford. Los tres días del cóndor y su filmografía política son sólo una pequeña parte de su colosal contribución a la historia del cine, a la que dio forma junto con toda una generación de estrellas –Paul Newman, Jane Fonda, Sidney Poitier, Warren Beatty– que no solo eran inimitablemente carismáticas sino políticamente conscientes, y que se implicaron en historias que reflejaban o cuestionaban el espíritu de su tiempo, demostrando que el cine de Hollywood podía ser a la vez popular, respetuoso y desafiante para la audiencia.