21/08/2025
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Expansión
Liuba González Cid |
Directora de escena y dramaturga. Profesora en la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) y profesora invitada en la Universidad de Navarra
Profesores de la Facultad de Filosofía y Letras publican a lo largo del verano en la serie "Líderes en la ficción", del periódico Expansión. Semanalmente, nos acercan las virtudes de distintos personajes de la literatura.
La última ópera de Verdi tiene una partitura sofisticada, vertiginosa y burlona.
Última ópera de Verdi y comedia con fondo filosófico, Falstaff nos deja algo más que una carcajada. Bajo la máscara del bufón, se esconde un retrato lúcido —y sorprendentemente actual— del oportunismo, la vanidad y las estrategias de poder que también circulan por el mundo empresarial.
En el vasto universo de la ópera, los personajes no solo encarnan emociones intensas y conflictos atemporales; también proyectan arquetipos que, pese a su origen histórico, dialogan con inquietante lucidez con las realidades del presente. Desde la ambición desmedida de Macbeth hasta la determinación indomable de Carmen, estas figuras sirven de espejo a la condición humana, reflejando virtudes, flaquezas y contradicciones que resuenan más allá del escenario. En particular, algunos de estos personajes encuentran hoy un eco inesperado en el mundo empresarial, donde los dilemas éticos, el juego de apariencias y la lucha por el poder siguen marcando la agenda.
Falstaff, inspirada en Las alegres comadres de Windsor y fragmentos de Enrique IV, fue escrita cuando Giuseppe Verdi rozaba los ochenta. Tal vez, de forma intuitiva o con la lúcida conciencia de quien se despide en plenitud, el compositor decidió —con deliberada intención artística— que su última palabra no sería un réquiem, sino una carcajada. Con la complicidad del libretista Arrigo Boito, Verdi rompió esquemas y desafió a quienes, como Rossini, dudaban de su capacidad para la comedia. El resultado fue una partitura sofisticada, vertiginosa y burlona, rematada con una fuga coral que declara, sin anestesia, que “todo en el mundo es una broma”, una frase que bien podría figurar, enmarcada, en el despacho de algún alto ejecutivo.
La criatura escénica que nos ocupa, Sir John Falstaff, es un caballero entrado en años, hedonista, fanfarrón y brillante manipulador; es mucho más que un bufón decadente. A través de su figura se construye una sátira incisiva sobre las dinámicas del poder, la ambición desbordada y la obsesión por el beneficio personal, temas que, lejos de pertenecer al pasado, siguen presentes en múltiples formas en el mundo corporativo actual.
Falstaff no persigue conquistas por amor o ideales nobles. Su motor es más bien pragmático: conseguir recursos y comodidades a través del engaño, el disfraz y la simulación. Actúa más como un pequeño empresario del engaño que como un seductor romántico: diseña un plan para cortejar a dos mujeres casadas con fines claramente lucrativos, no por pasión, sino por sus fortunas, delega en sus fieles compinches las tareas más incómodas, convirtiéndolos en colaboradores que ejecutan el trabajo sucio mientras él conserva la apariencia de caballero ingenioso. Y al final, en el acto tercero, tras haber sido humillado, insiste en el mismo esquema con tenacidad improductiva, fiel a una lógica de beneficio inmediato disfrazada de teatralidad.
Su conducta, aunque caricaturesca, retrata con agudeza a ciertos perfiles que también circulan en las altas esferas del poder: personajes que cultivan una retórica hábil, dominan el arte de la persuasión y saben adaptarse al entorno, siempre que ello suponga una ventaja personal. En Falstaff, el artificio se convierte en método de supervivencia, pero también en símbolo de una cultura donde la apariencia importa más que la autenticidad.
Su interés real no es el afecto, sino el acceso: a la casa, a la mesa, al bolsillo. Falstaff no quiere amor, quiere liquidez.
El desenlace de la ópera —en el que el protagonista es burlado y expuesto públicamente— encierra una lección que no pierde vigencia: las máscaras, por brillantes que sean, acaban cayendo. La escena final, marcada por la risa general y el célebre coro Todo en el mundo es una broma, no solo clausura la trama con humor, sino que ofrece una reflexión punzante: cuando el ego y la codicia prevalecen sobre la honestidad, el desenlace difícilmente puede ser virtuoso.
Sin embargo, sería un error reducir a Falstaff a un simple villano o a un bufón condenado al escarnio. Su complejidad reside precisamente en su ambigüedad. Falstaff no es cruel ni vengativo; es, ante todo, un superviviente ingenioso, dueño de una vitalidad desbordante y de una agudeza que le permite reírse incluso de sí mismo. Su célebre frase final —que da cierre a la ópera— encierra una filosofía profunda, aunque expresada en tono de farsa: La vida entera es un juego de apariencias; todos somos objeto y sujeto de esa gran comedia humana.
En ese sentido, podríamos decir que Falstaff también encarna una forma de liderazgo alternativo, más caótico, sí, pero también más libre y menos encorsetado. Es esa capacidad de desestabilizar lo que convierte a Falstaff en una figura inesperadamente inspiradora. Aunque sus métodos no sean éticamente ejemplares, sus cualidades —la resiliencia, la inventiva, la capacidad de improvisar y de relativizar lo establecido— son, en muchos casos, las mismas que contemplamos hoy en el perfil de líderes disruptivos e innovadores. En su desobediencia hay creatividad; en su descaro, una invitación a repensar los límites de lo permitido. En un mundo donde las máscaras abundan y donde la eficacia a menudo se antepone a la ética, Falstaff sigue recordándonos que, tarde o temprano, toda farsa se revela. Y que, en esa revelación, aunque envuelta en carcajadas, se juegan también la dignidad y el futuro del liderazgo.