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Rememorando a san Bernardo y al Císter en Navarra

20/08/2025

Published in

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro Universidad de Navarra

El Císter tuvo sus orígenes en el monje Roberto que, con varios compañeros a fines del siglo XI, se retiró a Citeaux, lugar apartado en Borgoña, para poner en práctica los ideales de la regla benedictina de trabajo y oración. Su fama atrajo a Esteban Harding, que se encargó de resumir el ideario de aquellos monjes reformadores, inquietos y ansiosos de participar en una empresa auténticamente espiritual. El verdadero impulso se desarrolló a partir de 1112, tras la llegada de Bernardo de Claraval (1190-1153) junto a varios nobles borgoñones y con la aprobación pontificia de la Carta Caritatis, en 1119. Bernardo, provisto de gran formación intelectual y dotado de enorme atractivo personal, empatía y gran poder de convicción, supo atraer a muchos jóvenes de su época. Fue canonizado en 1174, proclamado doctor de la Iglesia en 1830 y su fiesta se celebra el 20 de agosto.

Con él se inició una rápida expansión del Císter, con unos patrones de austeridad y prohibición de todo tipo de lujo en la vivienda, el vestido y la alimentación. A la vez, recomendaba la alabanza a Dios, a través de la lectio divina y el trabajo, evitando la ociosidad (Trabaja en algo, para que el diablo te encuentre siempre ocupado) y, por ende, las tentaciones de las que afirmaba: “la carne tienta con dulzuras, el mundo con vanidades, el demonio con amarguras”. Asimismo, desarrolló ampliamente en sus escritos los ideales de trabajo, pobreza, conocimiento y seguimiento de Cristo, así como el amor a la Virgen.

Su personalidad nos presenta una curiosa mezcla de suavidad y pasión, de acción y contemplación y de mansedumbre y militancia, contradicciones todas que resolvió en Dios, dando como resultado un encanto especial. Bernardo fue todo lo opuesto a alguien mediocre y escribió sobre el saber en estos términos: “Saber por saber: vulgar curiosidad; saber por darse a conocer: tonta vanidad; saber para vender su ciencia, enriquecerse o recibir honores: negocio vergonzoso; saber para edificar: eso es amor; saber para propia edificación: eso es prudencia”.

En 1133, se contabilizaban 69 fundaciones. Veinte años después, coincidiendo con su muerte, en 1153, el número se elevaba a 343. Al finalizar la Edad Media, los monasterios masculinos eran 742 y los de monjas pasaban de setecientos. Las nuevas comunidades mantuvieron siempre una estrecha relación de dependencia con su casa madre y los Capítulos Generales velaban para que no existieran excepciones que rompiesen la uniformidad de la orden.

Navarra cuenta con las dos primeras fundaciones cistercienses en la Península Ibérica: Fitero para los monjes (1140) y Tulebras para las monjas (1147). Junto a las abadías de La Oliva, Iranzu, Marcilla y Leire, que pasó a depender del Císter en 1269, conforman un especial legado de historia, arte, cultura y espiritualidad. Las comunidades femeninas de Nuestra Señora la Blanca de Marcilla y de Nuestra Señora de Salas en Estella desaparecieron a comienzos del siglo XV, las abadías masculinas se extinguieron con la Desamortización de Mendizábal y en pleno siglo XX, se restauró la vida conventual en La Oliva (1927) y se fundó un monasterio femenino en Alloz.

La arquitectura de sus monasterios constituye un elenco extraordinario del arte medieval navarro. Se trata de conjuntos organizados para el carisma de la orden, erigidos con la austeridad decorativa, severidad y funcionalidad, siempre alejados del lujo y la ostentación, en sintonía con los escritos del santo y determinaciones del Capítulo General. Las abadías cistercienses, diseminadas por Occidente, llaman la atención por su sobria belleza, escueta elegancia, despojo de lo sensorial y su luz nacarada, que penetra por sus vitrales o alabastros monócromos.

 

Su imagen condensadora de valores

Junto a la arquitectura, las imágenes de san Bernardo, incluso sus ciclos iconográficos, cobraron una especial significación. Su relación con el culto mariano y sus escritos repletos de vitalidad, hicieron que sus representaciones se difundiesen, promovidas por sus monasterios, prohombres e instituciones. Navarra no fue ninguna excepción en la recepción y multiplicación de sus imágenes. Su figura estuvo presente, de modo singular, en las abadías cistercienses y benedictinas y sus áreas de influencia.

Su tipo iconográfico como figura aislada lo presenta, invariablemente, con la amplia cogulla blanca cisterciense. Se acompaña del báculo abacial, el libro en referencia a sus numerosos escritos y la mitra o mitras a sus pies, en alusión a los obispados que no quiso aceptar. Sus monasterios y los de los benedictinos cuentan con excelentes representaciones, como las de su colateral en el monasterio de Fitero (1614), o del retablo mayor del monasterio de Irache, hoy en Dicastillo, contratado en 1617 por Juan Imberto III. Otras esculturas encontramos en Corella, Tafalla, Roncal, Sesma, Tafalla, Uztegui y Cascante. Entre las versiones pictóricas, hay que destacar la tabla del ático del retablo del monasterio de La Oliva, hoy en San Pedro de Tafalla, obra de Rolan Mois y Paolo Schepers (1571-1582), en donde aparece arrodillado, en actitud orante, con un libro abierto en cuyas páginas lee la estrofa Monstra te ese matrem del himno Ave maris Stella.

En algunos casos, como en el ático del retablo mayor de San Miguel de Corella (1718-1722) o el retablo de La Oliva, el santo se encuentra en un contexto asuncionista, algo que no nos extraña, por haber compuesto un rico sermón para la fiesta del 15 de agosto. Escenas de su vida figuran en sus retablos de Fitero y Leire. En este último es patente la copia en sus escenas por el escultor Juan de Berroeta (a. 1630) de los grabados de la Vita et miracula divi Bernardi, editada en Roma en el año 1587 con el patrocinio de la Congregación de Castilla. En ambos casos, Fitero y Leire, encontramos los dos grandes mensajes del santo. Por una parte, la máxima de “conocer a Jesús y a Jesús crucificado” y, por otra, su extraordinario amor a la Virgen, que le hacía repetir: “Mariae nunquam satis” (De María, nunca suficiente). La iconografía no podía permanecer ajena a ambas directrices. No faltan lienzos barrocos con estos temas.