08/09/2025
Publicado en
Diario de Navarra
Ricardo Fernández Gracia |
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Entre las advocaciones de la Virgen en la Pamplona de los siglos pasados, ha ocupado un lugar muy destacado la Virgen de las Maravillas, venerada en la iglesia de las Agustinas Recoletas. Los orígenes de todo un “boom” devocional hay que ponerlo en relación con un suceso de carácter maravilloso, cuyo protagonista fue el hermano carmelita descalzo Juan de Jesús San Joaquín entre 1655 y 1656. Una síntesis de lo ocurrido nos sitúa entre dos momentos concretos: el día 14 de septiembre de 1655 y el 17 de marzo de 1656. La primera fecha corresponde a la de la visión que tuvo el hermano desde la azotea de su convento de los Carmelitas Descalzos, al contemplar a la Virgen sobre la cúpula de la iglesia de Recoletas, a la que rogó que no muriese la priora, que estaba muy enferma. La segunda nos presenta la llegada de la imagen al convento, tras haberla hallado el mencionado religioso, en una casa junto a su convento de los Descalzos. Los sucesos finalizarían a fines de 1657 o comienzos de 1658, cuando la escultura llegó desde Madrid, a donde se llevó para retocar y policromar. El hermano Juan se encontró en el momento de desembalar la caja en la que llegaba la escultura y comprobó y afirmó que la nueva peana con su nube coincidía, en su forma y color, con la de su primera visión, del día 14 de septiembre de 1655. Nos detendremos en esta ocasión, coincidiendo con su fiesta, en su imagen.
Una sobresaliente escultura renacentista con epidermis barroca
La escultura de la Virgen de las Maravillas ha sido clasificada, con la base del dato de su llegada al convento, en 1656, recogiendo siempre la noticia de su paso por Madrid, después de que se hubiesen arreglado y encarnado sus desperfectos en Pamplona. Para tratar de fijar su cronología hay que atender, de un lado, al relato exacto de la llegada a Recoletas y, de otro, a las características, no sólo de su policromía, que queda bastante bien fijada en el tiempo, sino de la propia escultura de madera, que queda totalmente desfigurada por la epidermis de oro y color.
2 Los textos del siglo XVII hablan de cómo la imagen, a su llegada al convento, estaba con “desaliño” y “ultrajada”, así como del empeño de las piadosas religiosas de arreglar aquel escarnio, que incluso tenía telas de araña y estiércol. La encarnación a la que se sometió en Pamplona no fue del gusto de las religiosas, por lo que la escultura se envió a Madrid, para “dorar y pintar el rostro y ropaje”, es decir a policromarla y encarnarla completamente. De estos detalles se infiere que la talla tenía sus años de antigüedad, los suficientes como para que su peana estuviese muy dañada por la humedad u otras causas. Sin embargo, la policromía aplicada en Madrid, la nueva peana, el retoque de la cabeza del Niño Jesús aportan a la escultura lo que se pedía a mediados del siglo XVII, en pleno triunfo del Barroco, de las imágenes marianas que ya no era lo que décadas atrás se exigía de las mismas. La dificultad para saber leer los tiempos de la imagen y su clasificación deriva precisamente de que la escultura es un arte híbrido. Además, en este caso, la policromía está muy alejada de los de la estética del propio bulto redondo. Si observamos su rostro, con rasgos menudos, boca pequeña, pese a los repintes de cejas y pestañas, especialmente contemplando la escultura de perfil, nos encontramos ante una obra renacentista, anterior a la llegada del Romanismo pleno, algo que también pone de manifiesto el complicado y clásico tocado con telas en el que se encaja su cara. El plegado de túnica y manto son ajenos, tanto al estilo romanista con amplias disposiciones de las telas, como al realismo de la primera mitad del siglo XVII, cuando se impusieron los plegados acartonados de ascendencia vallisoletana. La túnica, en su parte superior, se dispone en abanico propio del tercer cuarto del siglo XVI y se mezcla con el cuello potente de un incipiente miguelangelismo. Todo nos conduce a un buen escultor, con un refinamiento y exquisitez, que se enmascara por la policromía claramente barroca. Las dimensiones, sin peana -mide un metro de altura- también parecen indicar la posible procedencia de un oratorio o casa, nunca de una titular de un retablo de una gran capilla o iglesia. El esquema del Niño Jesús, pese a su encarnación y reforma de la nariz y pelo, es claramente de inspiración miguelangelesca, aunque no de factura romanista. Su pierna, en movimiento de balanceo, procede de dibujos del gran maestro florentino. Por todo ello, la escultura propiamente dicha, se talló hacia 1570 por un escultor navarro. Por lo que respecta a la peana, la cara del Niño y toda su cabeza, hay que reconocerlas como partes barrocas de la talla, la primera por los angelitos y la media luna y la segunda por el realismo que es paralelo al de las imágenes exentas del Divino Infante en el segundo tercio del siglo XVII. Las Recoletas tenían experiencia del goce de una
3 escultura madrileña, llegada hacía no mucho al convento, en 1649, la Inmaculada de la sala capitular, obra de dos grandes artistas establecidos en la corte: Manuel Pereira (1588-1683) con policromía de Francisco Camilo (1615-1673), maestros en los que posiblemente recayó la intervención en la talla de la Virgen de las Maravillas, si bien a Pereira le policromaron otras esculturas Jusepe Leonardo, Luis Fernández o Felipe Sánchez. La policromía del natural, aplicada tras haber sido retocada y puesta al día en Madrid, a fines de 1657 o comienzos de 1658 constituye, junto a la peana con ángeles, postizos y ajuar, el verdadero acabado barroco de la pieza. Las labores estofadas se concentran en las prendas de la indumentaria sobre su colores canónicos y fondos rajados. El vestido rojo está salpicado de flores esgrafiadas perfiladas y retocadas, en tanto que el manto azul muestra rameados. Tanto el tocado de la Virgen como el paño de pureza del Niño, ambos de color blanco, están esgrafiados con retículas romboidales.