01/09/2024
Publicado en
La Antorcha
Pablo Blanco |
Profesor de la Universidad de Navarra
El 11 de septiembre de 2001 dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas, destruyéndolas en su totalidad. Las imágenes recorrieron el mundo y causó escalofríos en todo el planeta. El atentado, inspirado supuestamente en el fanatismo religioso, causó muerte a cerca de tres mil personas, dejando a otras seis mil heridas. Iglesias, sinagogas y mezquitas se llenaron y esta vez no para clamar venganza. Quedó también destruido todo el entorno del World Trade Center en Nueva York, hoy restaurado como un memorial. ¿Bastaba con un monumento de hormigón para revertir el desastre? Mal empezaba el milenio y en nuestros días las cosas no van mejor en Gaza. Tampoco aquí la inspiración religiosa resulta clara, pero dejan una reflexión para ese comienzo de milenio. ¿De verdad que nos encontramos ante una guerra de religión al comienzo del siglo XXI?
Habermas y Ratzinger entran en escena
Treinta y tres días después del atentado del 11-S, Jürgen Habermas recibía en la Pauluskirche de Fráncfort el premio nacional de los libreros, con el utópico motivo de la paz. En contra de las voces dominantes que hablaban de nuevas guerras de religión, el filósofo ilustrado y neomarxista (“con escaso oído musical para la religión”, como él mismo decía) afirmaba que el atentado “había hecho vibrar una cuerda religiosa en lo más íntima de la sociedad secular”. Es más, aseguraba que el fundamentalismo era un fenómeno moderno, que debía más a las ideologías que a los principios religiosos (en esto coincidía con Ratzinger, quien pensaba que el fundamentalismo islámico debía más al marxismo que al islam, más a El Capital que al Corán). El filósofo de la Escuela de Fráncfort sostenía además que los fundamentos éticos del Estado liberal eran de origen religioso, si bien secularizados y expresados en un sentido racional.
Dos años y medio después del atentado contra las Torres gemelas, en enero de 2004, tuvo lugar el famoso encuentro entre Habermas y Ratzinger, el filósofo ilustrado y el cardenal bávaro, que dio lugar al llamado Munich Paper. Se cumplen ahora veinte años de ese debate. En primer lugar, el título de la intervención resulta significativo: “Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal”. No estábamos hablando pues de política, sino de “prepolítica”, de fundamentos éticos del sistema político. Además, se aceptaba una sociedad liberal (es decir, lo que solemos llamar una sociedad democrática y pluralista) como posible espacio de convivencia. No se pensaba pues en un Estado confesional, en una identificación entre la Iglesia y el Estado, como todavía ocurre en algunos lugares. De esta forma, se constata que la máxima de “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21) no resulta fácil de cumplir. Tampoco en la actualidad. Las guerras en las que vemos una cruel connivencia entre trono y altar nos confirman en este sentido.
En segundo lugar, como decíamos, hablaban de “fundamentos morales prepolíticos”: no se refería a la política o a una determinada orientación ideológica, sino a la ética y la fundamentación previa al juego político, según los principios emanados a partir del pensamiento cristiano, sugería Ratzinger. Buscaban un terreno común en el que dialogar, y en esto existía una sintonía inicial entre ambos interlocutores, a pesar de proceder de distintas regiones del espectro religioso: un filósofo posmarxista, aunque con cierta sensibilidad hacia los valores religiosos, frente a uno de los teólogos más importantes cuyo pensamiento ha surgido entre dos milenios. También Ratzinger ha mostrado cierta sensibilidad hacia el agnosticismo y hacia aquellos anónimos buscadores de Dios entre la niebla. Dos mundos se ponían el uno frente al otro, el creyente y el agnóstico. El encuentro presentaba así un cierto marchamo de prestigio y profecía.
Lejos de la pregunta escéptica y despreciativa de Pilatos (“¿qué es la verdad?”: Jn 18, 37), pronunciada displicentemente mientras se lavaba las manos, Ratzinger y Habermas se planteaban ambos en serio esta cuestión, partiendo desde concepciones distintas. A pesar de ser Habermas un pensador post-ideológico, pues supo transcender los estrechos márgenes de este sistema cerrado de no-pensamiento, y pretendió tender un puente con el pensamiento religioso y, por tanto, metafísico. En este sentido, el futuro papa alemán apelaba al “proyecto de una ética mundial” (Project Weltethos), por el que había abogado Hans Küng, dándole sin embargo un contenido nuevo. Pero el punto de encuentro ahora, según Ratzinger, no eran las religiones sino la razón. Pues solo en esta había acuerdo previo. Así, ¿era posible una ética mundial que podría ser compartida por todos, creyentes y no creyentes, todos ellos sin embargo pensantes? ¿Fundamentar los valores en el simple consenso o, por el contrario, se requería una instancia superior de la que la razón es su principal aliada?
La cuestión de la verdad
Ratzinger acudía allí, en la Academia católica de Baviera, más a la razón y a la ciencia que a una fe cristiana, no siempre compartida por todos. Como había dicho Chesterton: el problema actual no es tanto la falta de fe, sino la falta de razón… No renunciaba a la verdad, aunque tampoco la imponía. La verdad se propone, pero no se impone, si bien solo “la verdad hace libres” (Jn 8, 32). El cardenal bávaro apelaba además al derecho, que ha de estar por encima de los intereses individuales y de “la ley del más fuerte”. En su propia biografía, Ratzinger y Habermas habían visto cómo los nazis intentaron suprimir el derecho, al procurar someter a los jueces. La ley dejaba de ser igual para todos. Esta ley había de conjugarse además con la libertad: en ella ha de realizarse de modo pleno, pues el derecho no es un instrumento del poder, sino “expresión del común interés de todos”.
No dejaba de ser curioso que un teólogo estuviera hablando de la necesidad del derecho. Tal vez sea la instancia jurídica sea un corolario de la misma existencia de la verdad. El derecho no puede coartar ni limitar mi libertad, sino darle alas, ayudarla a crecer, dirigirla hacia un buen destino, en que seguir creciendo en libertad. Aparte del criterio de la mayoría, hacía falta una referencia común a todos, un refugio en el que se puedan cobijarse todos. Eso es lo que llamamos verdad, naturaleza, dignidad humana o lo que Habermas denomina ‒con cierta audacia por su parte‒ imago dei, imagen de Dios. Así, tampoco el consenso resultaba suficiente fundamento para los derechos humanos, tal como se aprecia también en la actualidad. Sería, por tanto, necesario superar la crisis de la ley o del derecho natural, también por la cuenta que nos trae.
Sí, el teólogo protestante Johann Baptist Metz consideró que ese Habermas no podía ser considerado sin más un filósofo “posmetafísico”, mientras mencionaba la piedra de escándalo: la cuestión de la verdad. La diferencia entre ambos ‒Habermas y Ratzinger‒ era por tanto clara: mientras para el filósofo la verdad es fruto del diálogo, para el teólogo, el diálogo es fruto de la verdad. Mientras Habermas entendía la verdad tan solo como consenso, para Ratzinger es la verdad que nos precede, en la que estamos arraigados y a la que podemos acceder por la razón. En las circunstancias actuales de califatos expansionistas y atentados contra civiles en una y otra dirección, la cuestión no estaba fuera de lugar. La pregunta pendiente era si, en medio de ese ambiente posmoderno y postsecular, tenía cabida la religión.
El siglo XXI será metafísico, religioso, o no será, se repite de un modo un tanto enfático. En esta línea, Ratzinger y Habermas convinieron en que razón y religión podrían curarse de sus respectivas “patologías”. Sí, la razón puede curar a la religión para no caer en el fanatismo o el fundamentalismo, coartadas perfectas para matar en nombre de Dios. Pero también la religión puede evitar que la razón cometa errores como Auschwitz, Hiroshima o Chernóbil. “El sueño de la razón producen monstruos”, pintó Goya. También la razón sin religión resulta peligrosa. Deben ayudarse mutuamente. Bastaría de momento con que tuvieran espacio en la esfera pública también la verdad, la razón, la conciencia, la justicia y un concepto amplio de naturaleza, que no se quede tan solo en lo ambiental. El acuerdo alcanzado desde la diferencia por Habermas y Ratzinger veinte diez años atrás podría aportar algunas luces al momento actual.