Ramiro Pellitero Iglesias, Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
La “personalidad” de la Iglesia
En tiempos de tormentas –como son los actuales para la Iglesia y los cristianos– conviene considerar y fortalecer la propia personalidad.
Tres veces recoge el Catecismo de la Iglesia Católica la expresión “persona mística” referida a la Iglesia en su unión con Cristo. La primera, al exponer la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, con expresión tomada de Santo Tomás de Aquino para explicar la relación entre Cristo y la Iglesia: “La Cabeza y los miembros, como si fueran una persona mística” (cf. n. 795). La segunda al hablar de los sacramentos y su celebración en la Iglesia, que forma con Cristo-Cabeza “como una única persona mística”, como recoge Pío XII (cf. n. 1119) en su encíclica Mystici corporis de 1943. Finalmente, a propósito de la “comunión de los santos” y el intercambio de bienes espirituales que existe entre los cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, tal como señala Pablo VI (cf. n. 1475).
1. En efecto, la Iglesia puede compararse con una persona, a la vez que es una “comunión de personas” con Dios y entre sí, en forma de sociedad visible y estructurada al servicio de esa comunión (cf. const. ap. Lumen gentium, n. 8).
Según la tradición teológica cristiana, la Iglesia es, con Cristo, como una persona mistica. Así Iglesia anuncia y proclama, al enseñar la fe, el misterio “completo” de Cristo. Su vida (la vida cristiana) es el misterio de Cristo “celebrado” en la liturgia –cuyo centro es la Eucaristía– y “vivido” por los cristianos a raíz de su contemplación de Cristo y su unión con Él. Y de ahí también que la oración de los cristianos, a través de la liturgia de la Iglesia, se apoye en la oración de Cristo que intercede por nosotros ante Dios Padre (cf. Const. Fidei depositum para la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 3).
2. Para profundizar qué es la Iglesia como persona puede ser útil mostrar lo que no es. El adjetivo “místico” no significa que la persona de la Iglesia sea algo oculto o esotérico. Por otra parte, la “personalidad corporativa” de la Iglesia no se reduce a una “personalidad moral” o jurídica como la tienen el Estado u otras instituciones. Tampoco ha de tomarse en un sentido “biologista”, pues no formamos los cristianos en la Iglesia un gran “animal”, un ser vivo en sentido físico-biológico; sino una realidad viva y orgánica en sentido espiritual, y no una mera idea o una metáfora. Asimismo habría que excluir un sentido “panteísta”: la Iglesia no es Dios ni parte de Dios, sino una comunión de personas que participan de la naturaleza divina por su unión a Jesús.
3. Por lo demás, la comparación entre la Iglesia y una persona es útil para comprender diversos aspectos tanto de la Iglesia como de la vida cristiana.
Como las personas, la Iglesia tiene un “rostro”, como también lo tiene un pueblo y una familia, un rostro o una imagen corporativa. Es decir, una imagen humana reconocible, un itinerario histórico (de ahí la conveniencia de considerar a la Iglesia como “sujeto histórico”) entre los pueblos y un destino. También la Iglesia, dice san Agustín, tiene como un “alma”, un principio de unidad y de vida, que en su caso es el Espíritu Santo. El rostro de la Iglesia tiene un aspecto institucional, en el sentido de vivir entre otras instituciones humanas, si bien ella es una “institución de salvación”.
Durante toda su historia hasta el final de los siglos, también la Iglesia tiene una “voz” y unas manifestaciones, no solo oficiales e institucionales a nivel universal o local (como los Concilios ecuménicos o los sínodos diocesanos), sino también testimoniales (la vida de los cristianos que procuran ser fieles a Cristo), ordinarias o extraordinarias (los mártires), personal y corporativamente.
4. También como las personas humanas, la Iglesia es imagen de Dios y más concretamente de Dios en su Unidad y Trinidad. En efecto, la Iglesia, siendo “una” (a partir de la unidad del género humano y del mismo vínculo del Espíritu Santo en orden al único propósito del plan divino de la salvación), abarca una multitud de personas y asume todo lo verdadero y bueno de los pueblos y las culturas.
Sobre la base de su dignidad –en cuanto imagen de Dios, e independiente de que se manifiesten o no todas sus características o cualidades– la persona y los grupos humanos poseen conciencia y subjetividad. Todo ello implica capacidad intelectual, voluntad y libertad, afectividad y apertura a los demás y a Dios. También la Iglesia posee esas características, las manifiesta y las ejerce, y procura hacerlo cada vez de manera mejor y más consciente.
De modo parecido a las personas singulares o las personalidades corporativas, la Iglesia tiene una cohesión, una identidad y una memoria de sí. Y también como ellas, es capaz de desarrollar y actualizar sus potencialidades, en relación y en diálogo con lo que durante su existencia histórica –en este caso, desde Cristo hasta el fin del mundo– le sale al encuentro.
Además de poseer una conciencia –que se desarrolla y madura en el tiempo, con la asistencia del Espíritu Santo–, la Iglesia es capaz, como toda persona, de renovación, pues de otro modo no subsistiría, si bien la Iglesia a nivel universal tiene garantizada su existencia hasta el fin del mundo (cf. Mt 16, 18 y 28, 20). Como las personas, su renovación debe darse no como una ruptura respecto de su identidad o sus raíces, sino en continuidad con lo que es y con lo que sabe que es. Se trata, por tanto, de una renovación o reforma en la continuidad (cf. Benedicto XVI, Discurso a la curia romana, 22-XII-2005).
Como acontece con la persona, en la Iglesia todo “discernimiento” –mirar la realidad desde la perspectiva de la fe, valorarla y tomar decisiones en orden a la acción–, es un aspecto de esta renovación. Y, tanto en la persona individual como en la Iglesia-persona mística, el análisis de este discernimiento permite conocer mejor la persona y la estructura de su obrar; en este caso, la Iglesia y su misión.
La Iglesia realiza ese discernimiento y ese juicio prudencial a muy diversos niveles: familiar, parroquial, diocesano o local, universal, etc. Toda comunidad cristiana o grupo de cristianos necesitan realizar ese discernimiento, para poder responder a la llamada que Dios les dirige en el contexto de la misión salvífica de la Iglesia en favor del mundo.
El diálogo que la Iglesia lleva a cabo con los hombres es un diálogo salvífico (sobre la conciencia, la renovación y este diálogo en la Iglesia, cf. la encíclica programática de Pablo VI, Ecclesiam suam, de 1964). Y como todo diálogo, a partir de la convicción de la propia identidad, requiere escuchar al otro con la esperanza de abrir un aspecto inédito de la verdad.
De modo parecido a una persona, la Iglesia tiene dentro de sí la capacidad de mantener indemne todo lo sustancial (el “depósito de la fe”) en la doctrina, la liturgia y la moral y, a la vez, de renovarse y actualizarse con el paso del tiempo y el surgir de nuevas necesidades o circunstancias. Su fidelidad solo puede ser una fidelidad dinámica o creativa. Esto no quiere decir que no haya cristianos singulares o grupos eclesiales que no puedan retroceder o equivocarse, como puede sucederle a toda persona o grupo de personas.
5. Entre las diversas “imágenes eclesiológicas” –ya nos hemos referido a la Iglesia como Pueblo de Dios y Cuerpo místico de Cristo– es igualmente enriquecedor considerar la analogía de la Iglesia como persona mística en relación con el ser la Iglesia “templo del Espiritu Santo”. Es decir, edificio espiritual, construido sobre la piedra angular que es Cristo. Unidos a Él –explica san Pedro– los cristianos son “piedras vivas” que edifican este templo con sus vidas en la medida en que las transforman en ofrenda y servicio a Dios y al prójimo, convirtiendo sus obras en “sacrificio espirituales” (cf. 1 P, 2, 1-5), con los presupuestos del rechazo al pecado y la adhesión a la Palabra de Dios.
Esto no significa que la vida ordinaria de los cristianos (sus actividades y relaciones familiares, profesionales y sociales, etc.) pase a ser algo oficialmente “eclesiástico”; sino que todas sus obras pueden ser santificadas y convertidas en medios de santificación propia y ajena por su unión a la obra redentora de Cristo. Esto es posible porque todos los cristianos poseen desde el Bautismo una participación del sacerdocio de Cristo que llamamos sacerdocio común de los fieles, al servicio del cual se sitúa el sacerdocio ministerial, propio de los Obispos y de los presbíteros.
Como se ve, el análisis de la Iglesia como persona, comporta mostrar cómo las personas –los cristianos– contribuyen a la “edificación” y a la misión de la Iglesia. Es decir, la participación de los fieles en la acción de la Iglesia (que no es exclusiva de eclesiásticos, sino propia de todos los fieles cristianos, cada uno según su propia condición y vocación), como puesta en acto de su misión evangelizadora.
En definitiva, como una persona, la Iglesia madura y crece en la dirección a la verdad y al amor. Esto sucede en la medida en que desde su propia identidad, la Iglesia, en cada época y lugar, se abre a las personas y a los pueblos, las religiones y culturas, a todo lo verdadero y bueno. Y lo hace para comunicarles el Evangelio (“buena noticia”), para educarles y servirles, para ayudarles a purificar y curar lo que obstaculiza una vida plenamente humana.
Esta capacidad de crecer hacia la plenitud de la verdad y del amor depende de la relación íntima de la Iglesia con Dios en Jesucristo, que es su propio Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6), por medio del Espíritu Santo, su principio de unidad, de vida y de acción.
La relación íntima de la Iglesia con Cristo le ayuda a “ver con los ojos de Cristo” y a trabajar eficazmente por la salvación de los hombres con los sentimientos del corazón de Cristo. Fe (Credo), sacramentos y caridad constituyen así la esencia o naturaleza de la Iglesia y la manifiestan en su misión evangelizadora (cf. Enc. Deus caritas est, n. 25). De todo ello participa cada cristiano según su propia condición, vocación y carisma. Y todo lo que la Iglesia es, también “como persona”, está anticipado y cumplido plenamente en María, Madre y figura de la Iglesia.