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Rafael Domingo, Profesor de Derecho Canónico

Dios y el ordenamiento jurídico

mié, 26 oct 2011 10:31:00 +0000 Publicado en El Mundo

En las últimas décadas, el reciente resurgimiento de un  constitucionalismo teocrático, especialmente en el mundo islámico, que  sitúa la religión en el corazón de la esfera pública y del debate  político, ha coincidido con el desarrollo de un secularismo liberal  beligerante que mira con escepticismo cualquier aproximación a una  realidad trascendente y trata de relegar la religión al terreno de lo  privado.

Para los constitucionalistas teocráticos, toda comunidad política tiene  el derecho de abrazar una religión concreta, hasta el punto de  considerarla incluso fuente legal de su propio ordenamiento jurídico. La  comunidad política sería así una extensión de la comunidad religiosa, y  el mismo derecho una destilación de la religión. De acuerdo con esta  posición, el famoso muro jeffersoniano de separación entre la Iglesia y  el Estado no pasaría de ser una ligera cortina de un vestuario de playa.

Para los secularistas liberales, la religión como tal no tiene, no debe  tener, sustantividad propia, y el derecho a la libertad religiosa se  trata más bien de una mera concreción de un derecho más general a la  autonomía individual en cuestiones éticas. La religión como fenómeno  cultural o social no es, en modo alguno, generador de valor público por  lo que debe quedar totalmente aislada del debate político. Como afirma  Thomas Nagel en su último libro, la religión es una "cuestión  temperamental". La religión puede ser "tu" problema, pero nunca  "nuestro" problema. La libertad religiosa, entonces, en un estado  tolerante secular de estas características, implicaría tan sólo el  derecho a tener ese temperamento y el consiguiente deber, para los  demás, de soportarlo como se soporta un mal olor de una habitación poco  ventilada.

Los ecos de la reciente visita de Benedicto XVI a España y la presencia  en nuestro país del famoso jurista judío Joseph Weiler, con ocasión de  la recepción del doctorado honoris causa en la Universidad de Navarra,  constituyen un buen acicate para abordar el tema de la libertad  religiosa, sin miedos ni tapujos. Y hablar de libertad religiosa es  hablar de religión. Es hora, en mi opinión, de fijar un paradigma global  de libertad religiosa, basado en la dignidad de la persona humana,  compatible con los diversos modelos constitucionales y sobre la base de  un desacuerdo generalizado en cuestiones religiosas, como es el que  realmente existe en nuestro planeta.

Porque, de la misma manera que no  hay un ordenamiento jurídico ideal, tampoco existe un modelo  constitucional perfecto para proteger la libertad religiosa. Cada  modelo, como cada ordenamiento jurídico, es producto de la historia, la  cultura, la tradición, el consenso público y tantas veces la propia  religión. Pero si bien cada ordenamiento debe proteger la libertad  religiosa de acuerdo con su propia identidad, no cabe duda de que existe  un quid común a todos ellos, que justifica la abstracción.

El paradigma que voy a ofrecer sólo rechaza aquellos modelos  constitucionales que promueven o toleran cualquier clase de fanatismo  religioso o que desprecian la propia libertad religiosa, olvidando que  se trata de una de las grandes aportaciones de Occidente a la Humanidad.  En este sentido, es más abierto que el elaborado por el padre de la  libertad religiosa, John Locke, que excluyó a los ateos por desconfianza  y a los católicos por una cuestión de doble jurisdicción, o del  recientemente propuesto por el filósofo estadounidense Ronald Dworkin,  que ningunea la tradición monoteísta. 

El modelo que ofrezco considera la libertad religiosa un patrimonio  irrenunciable de toda comunidad pluralista y democrática, compuesta por  creyentes y no creyentes. Pero parte de la idea, a diferencia del modelo  de Dworkin, de que la religión como tal tiene una justificación  intrínseca, es decir, se trata de un valor en sí mismo, de gran  relevancia social. Esto es precisamente lo que permite que exista un  derecho específico a la libertad religiosa. En efecto, de la misma  manera que no se puede regular adecuadamente el derecho a la vida  partiendo de la base, aunque a veces sea cierta, de que vivir es la  mayor fuente de males y desgracias sin mezcla de felicidad alguna, o el  derecho al trabajo desde el presupuesto de que trabajar es el mejor modo  de contribuir a la expansión del mal en el mundo, así tampoco se puede  proteger ni regular la libertad religiosa partiendo de la presunción de  que la religión es un producto obsoleto de sociedades ancestrales y  cavernícolas o un fruto maligno de la superstición. Quienes piensen así,  también han de tener cobijo bajo este derecho humano básico, pero esta  aproximación conceptual no puede agotar el contenido mismo del derecho  de libertad religiosa.

El paradigma que ofrezco está basado en tres argumentos, que son como  tres reglas de juego. El primero se centra en la misma idea de religión;  el segundo, en la idea de libertad; el tercero, en la idea de derecho.  Los voy a formular en términos negativos porque el aspecto positivo de  la libertad religiosa (búsqueda libérrima del sentido de lo  transcendente) debe sustentarse sobre una base negativa (inmunidad de  coacción).

Los tres argumentos son los siguientes: Primero, ningún sistema jurídico  o modelo constitucional democrático puede proteger el derecho de  libertad religiosa sin estar de alguna manera abierto a la  transcendencia, reconociendo, al menos implícitamente, la posibilidad de  la existencia de Dios, en el sentido abrahámico del término. No me  estoy refiriendo aquí, por supuesto, a que Dios deba tener un estatus  jurídico propio, ni a que las constituciones deban contener mención  alguna a Dios (¡que decida el Pueblo si procede o no!), sino más bien al  hecho de que el ordenamiento reconozca de alguna forma las  consecuencias jurídicas implícitas en el hecho de que los ciudadanos  sujetos a dicho ordenamiento puedan creer en Dios y puedan vivir, en  privado o en comunidad, su propia religión. Así, la existencia de Dios  vendría a ser un presupuesto social, y por tanto un presupuesto legal.  Desde este presupuesto nació el mismo derecho a la libertad religiosa, y  pienso que sigue siendo irrenunciable. En otras palabras, en una  sociedad construida sobre la idea de que Dios no existe no cabe, en mi  opinión, un pleno respeto a la libertad religiosa.

Utilizando terminología cristiana diré que para poder "dar al César lo  que es del César y a Dios lo que es de Dios", es necesario que el César  reconozca al menos implícitamente la posibilidad de la existencia de  Dios. Y hablo de Dios y no de dioses porque desde el punto de vista  jurídico la identificabilidad de un Dios como fuente y fundamento de  moralidad tiene mucha mayor relevancia que el reconocimiento de muchos  dioses de difícil identificación, o el no reconocimiento de dios alguno.  Por lo demás, me estoy refiriendo a un Dios, el de las religiones  reveladas monoteístas, en el que cree más de la mitad de la población de  la tierra.

El segundo argumento defiende que ningún ordenamiento jurídico o modelo  constitucional puede proteger adecuadamente la libertad religiosa sin la  existencia de una estructura dualista que garantice la autonomía  necesaria tanto de la comunidad política como de las comunidades  religiosas. Esta estructura se basa en la idea de que las comunidades  políticas, en razón de sus fines, pueden ser cuasicompletas (Navarra,  Galicia, por ejemplo), completas (España, Alemania) –de esto hablaremos  otro día- o incompletas (la Unión Europea o la comunidad global), pero  las comunidades religiosas, al menos desde la perspectiva política, son  siempre incompletas. La razón es que el fin de una comunidad religiosa  no es la satisfacción de todas las necesidades humanas (o al menos de la  mayor parte de ellas), sino tan solo aquellas de tipo espiritual o  religioso. Este argumento limita sustancialmente la posibilidad de la  existencia de las llamadas teocracias, pero no las excluye  completamente, siempre y cuando se constituyan conforme a criterios y  procedimientos democráticos y garanticen la libertad religiosa de los  todos los ciudadanos. 

El tercer argumento es una consecuencia del anterior: ningún  ordenamiento jurídico o modelo constitucional puede proteger  adecuadamente la libertad religiosa sin el necesario poder para regular  aquellas materias religiosas que afectan al orden público, o a los  derechos de los ciudadanos, creyentes o no creyentes. Este argumento  permite la colaboración entre la comunidades políticas y religiosas y  protege a los ciudadanos de una comunidad pluralista de posibles  contaminaciones religiosas en la esfera pública (la denominada freedom  from religion).

Sin el reconocimiento teórico y práctico del derecho a la libertad  religiosa, el Estado, cualquier Estado, por democrático que sea, se  totaliza. La historia nos muestra experiencias muy amargas. El problema  es complejo. Pero tiene solución. Mejor dicho, soluciones. Todas ellas  confluyen en la misma idea: En la tierra, debe haber sitio para todos.  También para Dios.