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Teología y piedad

13/01/2023

Publicado en

La Vanguardia

Josep Ignasi Saranyana |

Profesor emérito de la Universidad de Navarra

Conocí personalmente al Prof. Joseph Ratzinger el 28 de enero de 1980, aunque ya nos habíamos escrito unas cuantas veces desde finales de 1970, por cuestiones puntuales de mi tesis doctoral. Me citó en su casa de Regensburg, donde se había retirado unos días para descansar. Ya era entonces arzobispo de Múnich y cardenal. Estuvimos unas dos horas hablando de cuestiones de teología, porque Ratzinger fue siempre un gran conversador, con muy fino sentido del humor. Antes de ir a su encuentro, pedí a algunos colegas alemanes que me describieran el carácter del nuevo cardenal. Recuerdo que uno de ellos me dijo, sin más: “Es un teólogo piadoso, que predica todos los domingos”. Este comentario, dicho como de pasada, revela muchas cosas.

En efecto, desde finales de 1969, ya en Regensburg como profesor ordinario, salían de casa él y su hermana María cada día, bastante temprano, en dirección a una iglesia donde  celebraba la misa. Esto sorprendía a los profesores de la Universidad, porque no era frecuente que un teólogo académico celebrase la misa cotidianamente, sin tener encargo pastoral en la diócesis. Además, que predicase cada domingo una homilía, era todavía más admirable.

El comentario de mi colega enlaza con otro suceso, esta vez en Pamplona, cuando vino para ser investido doctor honoris causa. La ceremonia tuvo lugar el sábado 31 de enero de 1998. Ratzinger alargó su estancia hasta el martes 3 de febrero, en que voló a primera hora a Hamburgo, donde le esperaba una jornada muy intensa. Previendo que no podría celebrar en Alemania, pidió poder adelantar la misa del martes al lunes, después de la hora canónica de vísperas, es decir, poco antes de la cena. Ese día, pude concelebrar con él y con su secretario Mons. Josef Clemens, en el Colegio Mayor Belagua.

Ratzinger fue verdaderamente un teólogo piadoso, un académico de fina especulación, que advirtió, que teología y piedad tienen que andar de la mano, so pena de construir un “sistema” vacío, yermo y sin alma. La teología es un saber del Dios vivo y su revelación. Exige, por tanto, una coherencia de vida, que no se pide a un filósofo, físico o matemático, aunque sería de desear.

Por eso, Ratzinger ha sido un teólogo tan libre, según aquella conocida máxima de san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”; con una libertad que le ha permitido ir contra corriente, muchas veces, y evolucionar en sus propias conclusiones. Un caso emblemático, que ilustra lo dicho, es su conocido manual titulado Escatología, el único que escribió, que ha tenido más de seis ediciones en alemán, desde la primera en 1977 a la última, de 2006, en que abiertamente corrige y aclara afirmaciones anteriores.

Otro rasgo ha sido su amor a la tradición, y su terror, así, con todas las letras, a romper con los orígenes históricos de la Iglesia. Repitió a toda hora la continuidad esencial entre Jesús de Nazaret y el Cristo de nuestra fe, o sea, que “Cristo es el Hijo de Dios vivo”, con las palabras de la confesión de Pedro y de Marta.  Con esta misma convicción, advirtió acerca de la importancia de conjugar la discontinuidad con la continuidad, al referirse a la recepción del Concilio Vaticano II. En su famoso discurso a la curia romana, de 22 de diciembre de 2005, rechazó la “hermenéutica de la discontinuidad” y propuso la “hermenéutica de la reforma”. Algunos han considerado este discurso como su contribución más destacada al magisterio de la Iglesia y, por lo mismo, la regla de oro de la ciencia teológica de nuestro tiempo. Yo me atrevería a añadir otros cuatro discursos: sus lecciones en la Universidad de Ratisbona (2006) y en La Sapienza (2008, aunque frustrada), y los discursos en Westminster Hall (2010) y en el Reichstag (2011).

Descanse en paz, en la Casa del Padre, tan gran teólogo y Pontífice Romano.