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Jorge Latorre Izquierdo, Profesor del Departamento de Cultura y Comunicación Audiovisual de la Universidad de Navarra

Batalla propagandística de la balcanización de Ucrania

El autor señala que Ucrania no puede competir con la enorme fuerza cultural de Rusia, por lo que la primera víctima del conflicto es la verdad

sáb, 08 mar 2014 16:46:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

Los Juegos de invierno en Sochi son sólo el último episodio de la construcción ficticia del nuevo liderazgo de Rusia en el mundo que Putin necesitaba para impedir que ocurra en la Plaza Roja lo mismo que ocurrió en la Maidan de Kiev. De hecho, esta propaganda interna tiene antecedentes en los últimos diez años, que han permitido a Putin hacerse con el control de los medios de comunicación y las estructuras cinematográficas.


Desde 2005 ya no se conmemora en Rusia el día de la Revolución, que ha sido sustituido por el 4 de noviembre como fiesta de la Unidad Nacional. La película 1612 (Vladimir Khotinenko, 2007) recuerda a los propios rusos en qué consiste su nueva fiesta nacional, que celebra el día en que los polacos fueron expulsados de Moscú en ese año del título. Simboliza el final de los años turbulentos y el comienzo de la dinastía Romanov y por tanto del Imperialismo ruso. Se trata de un determinado tipo de cine realizado según los parámetros más comerciales de Hollywood que busca reescribir la historia de Rusia (no olvidemos que el cine histórico habla sobre todo del presente) desde la nostalgia por los viejos modos imperiales, para los que es importante siempre un enemigo que una a todas las identidades diferentes (en un país de enormes diferencias raciales, culturales y religiosas). Antes eran los Nazis, después, en la Guerra Fría, los americanos y ahora son los polacos.


Es evidente que el desarrollo creciente de Polonia y de otros países de reciente incorporación a la UE seduce a las repúblicas de la antigua URSS, y Rusia no puede permitirse perder su liderazgo económico y político en ellas, Ucrania en especial. Estas dos ideas poderosas que llegan a los ruso-hablantes de Ucrania, la ortodoxia y la vinculación con Moscú -y no con Varsovia, o Bruselas-, quedan muy claras también en otra gran superproducción histórica reciente realizada en Rusia. Se trata de la última versión de Taras Bulba (Vladimir Bortko, 2009), un héroe nacional ucraniano reapropiado para la identidad rusa, una producción que ha contado con el presupuesto más caro de la historia del cine ruso-soviético. En esta película, la católica Polonia es el enemigo del pueblo ucraniano, por supuesto; una tentación a la que hay que resistir para no perder la identidad ruso-ortodoxa. El mensaje llega con especial fuerza a la Ucrania del Oeste, pero va dirigido contra la otra Ucrania, predominantemente greco-católica (llamada despectivamente Uniata), la de los Cárpatos y la Galizia de Lviv, cuna del nacionalismo ucraniano más beligerantemente anti-ruso, a los que Putin demoniza especialmente en su propaganda televisiva actual (mostrados como antisemitas y asesinos de rusos en Maidan, cuando el problema era que los que disparaban a la gente eran soldados rusos al servicio de Yanúkovich, o al menos así lo afirma el nuevo parlamento ucraniano).

En el terreno político e imagológico-identitario, Kiev no puede competir con esta enorme fuerza cultural de Rusia, que influye en casi la mitad de la población de Ucrania, ruso-parlante en primera instancia. Por eso el partido de Yanukovich hizo del ruso lengua cooficial con el ucraniano; su partido no controlaba los medios y confiaba en que la propaganda de Moscú afianzara en Ucrania su posición rusófila. El siguiente paso que dio Yanúkovich fue, emulando a Putin, intentar hacerse también con el control de los medios de comunicación ucranianos, lo que no pudo conseguir. De hecho, la caída de Yanúkovich fue en buena parte precipitada por estos mismos medios de comunicación, que han dado a conocer a todo el mundo tanto sus métodos mafiosos como su vida de oligarca al estilo más burdamente asiático.


Pero la deposición del títere ha provocado las iras de su padrino, que ha decidido entrar en acción, aprovechando los momentos de incertidumbre en la Rada de Kiev y los apoyos que siempre ha tenido el imperio ruso-soviético en las zonas de Crimea. Es fácil tomar posiciones militares pero no será tan fácil impedir un levantamiento generalizado de la población. Ucrania, a diferencia de la vieja Europa, cuenta con mucha gente joven sin nada que perder y dispuesta a comenzar una resistencia, primero, y continuar después una cadena de venganzas que nunca se sabe cómo puede acabar. El riesgo de que Ucrania se convierta en Yugoslavia es muy posible.


De momento ya es difícil conocer qué está pasando realmente en Ucrania, y de todos es conocido que la primera víctima en cualquier guerra es la verdad. La batalla propagandística recuerda mucho a lo que ocurrió en Yugoslavia, cuando las primeras imágenes de violencia y muerte eran usadas en todos los canales autonómicos de TV de Bosnia, Croacia y Serbia, cambiando sólo el bando de las víctimas según los intereses de la audiencia, para azuzar a la venganza. La guerra civil era así tan inevitable como terriblemente cruel.


Esperemos que Rusia sea más prudente ahora que lo fue en la guerra de los Balcanes, apoyando incondicionalmente el imperialismo de Serbia, con las graves consecuencias de todos conocidas. De lo contrario, en vez de mantener esos lazos culturales que dice tratar de proteger, levantará profundos odios generacionales, y contribuirá a crear nuevos países enemigos en sus fronteras. Putin podrá quedarse con Crimea y otras zonas de Ucrania, pero quedará aislado de una Europa a la que le interesa pertenecer, por el bien de su propio pueblo, y por su propia supervivencia como líder.