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Un cuadro singular por su contenido, con dos escenas de la vida de los copatronos de Navarra

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Recientemente, en una subasta madrileña, la Parroquia de San Lorenzo de Pamplona se adjudicó el lienzo, gracias a la diligencia de su párroco don Javier Leoz, que captó el interés de la obra y aprovechó las inmejorables condiciones para su adquisición.

La excepcionalidad de la composición radica en que, en una misma tela, se representan dos escenas, las más elocuentes de las vidas de los copatronos navarros. No se trata de dos imágenes aisladas de ambos, sino de sendos pasajes de su periplo vital, en un contexto en el que ya se había superado el enfrentamiento entre javieristas y ferministas del segundo cuarto del siglo XVII. A día de hoy constituye el primer ejemplo conocido, aunque posiblemente no será el único.

Un proyecto visual para conciliar dos modelos de santidad

A partir de 1657, cuando el Breve Papal de 1657, declaró a san Fermín y a san Francisco Javier aeque patroni principales del Reino, las imágenes de ambos convivieron en retablos, procesiones, pinturas y grabados, siempre con la preferencia de san Fermín, por su condición de mártir. Este lienzo supone un paso adelante en lo que a imagen visual se refiere, con la conciliación de dos modelos de santidad, uno más legendario y martirial y otro mucho más histórico y acorde con el tipo postridentino, fundamentado con el papel de las obras y las misiones.

Para la plasmación del martirio, representado a la izquierda del espectador, o lado del Evangelio de un templo, el pintor contaba con relatos de las hagiografías de 1609 y 1693, en donde se resaltaba la negativa del santo a sacrificar a los dioses paganos, así como su serenidad y paz de corazón al aceptar el martirio en aquel “teatro de la ciudad de Amiens”. Como auténtica escenografía teatral se representa la escena con el fondo, no de una cárcel, sino de un gran espacio urbano de evocaciones clásicas, en el que tienen cabida un templo marmóreo, la escultura de una divinidad pagana, soldados y caballos. En el caso de Javier, biografías, sermones y gozos habían popularizado los millares de bautizos administrados por el santo, en un pasaje que el padre Schurhammer denominó como “la gran cosecha”.

Para la lectura de ambas escenas

Ni que decir tiene que el cuadro no se ciñe sólo a la forma con rico colorido, luces contrastadas y dinámicas composiciones, sino que hay una serie de elementos de fondo, destinados a enseñar y sensibilizar. Al respecto, el suegro de Velázquez, Francisco Pacheco, escribió: Procure el pintor que sus figuras muevan los ánimos, algunas turbándolos, otras alegrándolos, otras inclinándolos a piedad, otras al desprecio, según la calidad de las historias. Y faltando esto, piense no haber hecho nada”. Los artistas, así como distintos tratadistas, fueron conscientes de que había que esmerarse en buscar los gestos que correspondían a cada actitud, las expresiones de los rostros y manos. El cuadro que nos ocupa da buena cuenta de todo ello en sus diferentes personajes.

En el martirio del obispo llama la atención el par de jinetes, uno con lanza y el otro sosteniendo la gran bandera con la inscripción S.P.Q.R., así como la figura de la deidad pagana junto a sus adeptos. Su identificación no resulta fácil, por acompañarse de atributos como el jarro y un recipiente o estuche que, en principio, no llevan a una conclusión clara, aunque pudiera tratarse de Pandora, de cuya jarra -luego caja- se liberaron todo tipo de desgracias para la humanidad. Entre quienes contemplan la ejecución, un niño y otro personaje con gesto elocuente parecen horrorizarse del hecho.

En el caso de Javier, junto a los variados personajes: príncipe oriental, indios con carcaj y arco y gentiles que acuden a ser bautizados, encontramos a una madre amamantando a su criatura, que evoca no sólo a la caridad, sino por su mirada a la esperanza. Ambas, junto la fe, significada en el Crucifijo del santo, nos sitúan ante las virtudes teologales. No falta una pobre viuda con rostro cansado e implorante, por la reiterada protección de Javier a las mujeres.

Si a Fermín le premia el cielo con la corona y la palma del martirio, a Javier lo hace con unas lenguas de fuego, elemento que se recoge en los textos desde el siglo XVI a nuestros días, en alusión a la ayuda divina por su celo apostólico.

Un elemento común en las dos escenas es el rompimiento de gloria con el emblema heráldico del Reino de Navarra, de rico diseño, sostenido por angelotes de abolengo rubeniano. Su forma recuerda al de un cuadro de los copatronos navarros, realizada por el pintor Ignacio Abarca y Valdés, de 1696.

El mismo esquema del martirio, tomado posiblemente como préstamo iconográfico de la ejecución de otro santo, figura en un lienzo del Ayuntamiento de Pamplona bastante más tardío, realizado con colorido mucho más frío y, posiblemente, obra de Miguel Sanz Benito.

La escena del bautismo es deudora de estampas muy difundidas y copiadas por distintos autores. En Navarra, los lienzos de Vicente Berdusán de Mélida (1682) y Caparroso (1691) no andan lejos del mismo modelo, incluso hay detalles como la manera de coger el Crucifijo por parte del jesuita, que resaltan la existencia de la referencia común.

¿Boceto o modelino para una obra de mayor envergadura?

La restauración y reentelado del lienzo de hace cinco o seis décadas dificultan el análisis estilístico del cuadro. Sin embargo, hay datos, como la factura rápida y los detalles esbozados que nos hacen sospechar de que se pueda tratar de una composición para una obra de mayor envergadura, o bien de una reducción para la satisfacción de algún devoto. Los arrepentimientos del pintor, presentes en las zonas superiores, junto a los escudos y otros detalles, nos inclinan a pensar que se trata de un modelino o pequeño proyecto que hizo el artista para presentar a su comitente.

La última procedencia de Madrid nos lleva a pensar en alguno de los destacados miembros de la Real Congregación de San Fermín de los Navarros, como su poseedor a fines del siglo XVII o comienzos de la siguiente centuria. Fueron momentos importantes en la difusión de su culto, con la publicación de la hagiografía de Juan Joaquín de Berdún en 1693 y la construcción de la capilla en Pamplona, entre 1696 y 1717, con donativos de personas de la tierra y muchas foráneas residentes en España y América. De su autoría, estamos realizando un estudio para aproximarnos, a través de un análisis pormenorizado, sin descartar a Vicente Berdusán o su hijo Carlos u otro autor de la corte madrileña. Respecto al primero, bueno será recordar que en Madrid existe obra de su última etapa (1691) y que trabajó para los duques de Villahermosa en 1693, lo que pudo facilitar un posible encargo del lienzo que nos ocupa en la villa y corte.

Con esta pintura, la Parroquia de San Lorenzo cuenta con otra representación del martirio de san Fermín, para añadir al delicado medallón de la portada de la capilla del santo (1805), el óvalo de la peana argéntea (1736) y la vidriera (1886). Obras todas ellas para contemplar con atención, como sugería Roger de Piles en su Cours de peinture par principes (1708), cuando escribía: “La pintura debe llamar al espectador… y el sorprendido espectador debe acudir a ella, como para trabar conversación”. Para quienes quieran rememorar la epopeya del santo, la contemplación del lienzo no deja de ser una oportunidad para reflexionar sobre historia, historia del arte, iconografía, uso y función de las artes y el diálogo, siempre necesario en este tipo de piezas, entre cultura y fe.