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50 años de la elección de Álvaro del Portillo

Hace cincuenta años, en Roma, el Opus Dei vivió uno de los momentos más decisivos de su historia: la elección de quien sucedería a su fundador, Josemaría Escrivá. El elegido fue Álvaro del Portillo, un ingeniero madrileño que durante décadas había sido el colaborador más fiel de Escrivá.

15 | 09 | 2025

El 15 de septiembre de 1975, casi tres meses después del fallecimiento de Josemaría Escrivá, se celebró en Roma el primer Congreso electivo del Opus Dei. Ahí se perfiló un nombre como su sucesor natural: Álvaro del Portillo. Durante décadas, había sido el colaborador más cercano del fundador, apoyándole en momentos decisivos con una lealtad que Escrivá definía como «fuerte, humilde y siempre al servicio de la Iglesia». Ya desde 1939, el fundador había comenzado a llamarlo saxum —roca, en latín—. 

Ese sobrenombre, que evocaba solidez, parecía adelantarse al papel que le correspondería años después. En 1975 todos verían en él la roca sobre la que apoyar la continuidad de la Obra. La elección fue unánime. Don Álvaro respondió con unas palabras que marcaron el tono de todo su gobierno:

«Habéis querido (...) poner el peso de la Obra sobre los hombros de este pobre hombre: sé bien que no valgo nada, que no puedo nada, que no soy nada. Lo habéis hecho porque conocíais que llevaba más tiempo que nadie al lado de nuestro Padre y buscabais la continuidad. No habéis votado a Álvaro del Portillo, sino que habéis elegido a nuestro Padre».

Después, se dirigió a la tumba de san Josemaría, besó la losa y pidió a todos que rezaran para que el verdadero guía de la Obra siguiera siendo él, desde el Cielo. 

 

Fidelidad y continuidad

Al asumir el gobierno del Opus Dei había varios asuntos abiertos y no pocas dificultades. Desde luego, Del Portillo no se limitó a ser un gestor. Conocía bien la complejidad de la curia romana y había participado activamente en tareas de envergadura, algunas durante el Concilio Vaticano II. Su experiencia, sumada a una fe sólida y a un profundo deseo de servir, lo convirtió en un hombre de gobierno sereno y sobrenatural, capaz de afrontar problemas sin perder de vista el horizonte más amplio: el servicio a la Iglesia y al mundo entero.

Durante sus años como presidente general y luego como primer prelado del Opus Dei, culminó proyectos que san Josemaría había iniciado, como la configuración jurídica de la Obra. Al mismo tiempo, insistió en que la herencia espiritual del fundador no podía conservarse como una reliquia, sino que debía fructificar. «Sería un error enterrarla por miedo —escribió en una de sus primeras cartas pastorales—. Hemos de vivir el espíritu en toda su pureza y, al mismo tiempo, hacerlo rendir».

Con esa convicción recorrió los cinco continentes e impulsó la expansión del Opus Dei en veinte nuevos países: Bolivia, Camerún, Polonia, Nueva Zelanda, Nicaragua, Israel... En cada lugar alentaba iniciativas educativas, sociales o asistenciales para intentar resolver necesidades concretas: escuelas, residencias universitarias, proyectos de promoción social. Uno de sus grandes sueños fue China. No llegó a verlo realizado, pero impulsó los trabajos apostólicos en Hong Kong, Macao y Taiwán, convencido de que el tiempo y la providencia completarían la siembra.

Su tarea de pastor se reflejó también en la abundancia de su magisterio: ciento setenta y seis cartas pastorales dirigidas a los miembros del Opus Dei, en las que ofreció doctrina y consejos espirituales.

 

Amor a la Iglesia universal

Su servicio no se limitó al gobierno interno del Opus Dei. Continuó colaborando como consultor de diversos organismos de la Santa Sede —desde la Congregación para la Doctrina de la Fe hasta el Consejo para las Comunicaciones Sociales— y fue consejero de muchas realidades eclesiales que acudían a él en busca de apoyo. Les ofrecía consejo, cercanía y sobre todo, oración, sin invadir nunca su gobierno. Sentía especial interés por las comunidades contemplativas, a las que pedía oraciones y consideraba una fuerza silenciosa que sostenía a toda la Iglesia.

Su visión era amplia y abierta: amó la pluralidad de carismas y se alegraba del bien que hacían otras instituciones. En su trato con papas, cardenales, obispos y fundadores, transmitía siempre la convicción de que todos servían a la misma causa: anunciar el Evangelio.

 

Medio siglo después

En la intimidad, confesaba a sus hijos espirituales: «No vivo más que pensando en nuestro Padre y en cómo ayudaros a ser santos». Esa combinación de memoria agradecida y mirada al futuro fue el sello de su vida.

Cincuenta años después de aquella elección, su figura aparece como la de un puente: entre el carisma del fundador y las generaciones que lo recibieron; entre la fidelidad al espíritu recibido y la audacia de hacerlo crecer.

Su estilo discreto, sin estridencias, se resumía en una oración breve que repetía en cada aniversario, en cada celebración importante: «¡Gracias, perdón, ayúdame más!». Tres palabras que condensan todo un programa de vida cristiana y que, medio siglo después, siguen siendo un eco luminoso de su corazón de pastor.

 

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