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Las Agustinas Recoletas en Viana y su efímera presencia entre 1676 y 1682


FotoFototeca del Archivo General de Navarra/Dibujo del plano de la casa real de Viana en 1593, con sus torreones, jardín, patio y algunos aposentos.

Es bien conocido el panorama fundacional de conventos en Navarra durante el siglo XVII, incluso el de algunos casos como el de las Concepcionistas, que no se llegó a materializar en Corella. Hay un caso, el de las Agustinas Recoletas en la ciudad de Viana que es mucho menos conocido por haber quedado su crónica en unas pocas páginas del tomo segundo del Esclarecido solar de las Recoletas, obra del padre Alonso de Villerino (Madrid, Bernardo de Villa-Diego, 1691). En su texto y en las diligencias judiciales de unos procesos litigados en los tribunales navarros nos basamos para reconstruir los escasos años en que las hijas de san Agustín permanecieron en Viana, entre 1676 y 1682.

El origen de aquella fundación estuvo en tierras lejanas, concretamente en el legado del caballero extremeño, Fernando de Loaysa, que fue a parar a las Agustinas de Monterrey en Salamanca. Noticioso el antiguo obispo de aquella ciudad, don Gabriel Esparza, que ocupó la mitra de Calahorra entre 1670 y 1686, pidió a las religiosas que la fundación se llevase a cabo en Viana, ciudad navarra perteneciente a su obispado. Las monjas salmantinas aceptaron y comenzó el proceso para la obtención de las licencias preceptivas del ayuntamiento y del Real Consejo de Navarra. En la aceptación de las Agustinas había pesado el argumento del mencionado Gabriel Esparza, según el cual “aunque en Navarra toda moneda era oro y plata, pasa el vellón en Viana, y que con menos podrían sustentar más”. La aceptación municipal no tardó y fue positiva, cediendo el castillo para convento, pero con ciertos gravámenes como el no poder enterrar en la iglesia, que sería de la advocación de la Magdalena, patrona de la ciudad. Entre los caballeros que se distinguieron por su apoyo al proyecto figuró don Alonso de Lebrija.

Mayores problemas se suscitaron en el seno del Real Consejo, ya que algunos de sus miembros vieron corta la renta y desventajosas las condiciones del ayuntamiento. Ante la situación, las monjas de Salamanca pidieron ayuda a sus hermanas de Pamplona. Éstas fueron moviendo los ánimos, pero el miembro más antiguo del Consejo tenía a dos hijas en el convento de Concepcionistas de Tafalla, recién fundado desde Ágreda, y temió “que pasando en Viana el vellón, se atrasaría el convento en que estaban sus hijas, entrando en el Reino de no menor austeridad y de mayor conveniencia por el ahorro de gastos”. El padre Villerino, con la frescura y conocimiento de haber sido testigo muy directo de los hechos afirma que “siguieron su dictamen los señores oidores de Navarra, pero los señores oidores castellanos, que estaban bien desunidos, se unieron en aquella ocasión y se hallaron en aquel encuentro de opiniones tres a tres, por estar unos enfermos y ausentes otros. De los tres navarros se llamó uno don Fermín Marichalar, varón de gran sabiduría, sutileza de ingenio y extremada maña, sumamente afecto a nuestra Religión, el cual, deseando la fundación, sin quedar mal con el que se oponía, nos dijo que el Consejo le tenía mandado que saliese a una vista de ojos fuera de Pamplona, de la cual dependía un pleito que se estaba litigando, y que pues los señores castellanos estaban a favor de las religiosas, él se iría luego, y así que volviese la espada, se acudiese a por la licencia al Consejo. Así se ejecutó la traza, con que se hallaron en el Consejo dos señores navarros y tres castellanos y el fiscal castellano también, a quien tocaba de oficio oponerse, si no le hubiera movido la piedad, con que callando ayudó al buen despacho. Los tres señores castellanos fueron el Regente del Consejo don Alonso Escudero, don Sebastián Montero de Espinosa y don Bernardo de Medina Obregón”. Este último fue de los que más se implicó en el proyecto y la concesión del permiso porque había tenido una tía agustina recoleta en el convento de Valladolid. Los tres oidores castellanos eran naturales de esta última ciudad, en tanto que el fiscal, don Francisco Zárate Ladrón de Guevara era natural de Burgos.

Con las licencias concedidas salieron como fundadoras desde el convento de Salamanca, el día 8 de febrero de 1676, la madre Ana de San Nicolás, como priora, María Bernarda de las Llagas, como supriora, Manuela Francisca de la Presentación, como maestra de novicias y sacristana y una tornera. En Viana, las Recoletas de Pamplona les habían preparado una casa que poseían en la plaza, que resultó poco adecuada por los ruidos, gritos de la juventud y la práctica de la pelota. Allí se estableció la clausura el día 25 de marzo de 1676. Al poco tiempo se trasladaron a otra casa menos capaz dentro del casco urbano de Viana, propiedad también de las monjas de Pamplona. Con ello “lo que aseguraron de quietud, perdieron de comodidad, porque, aunque no era pequeña la casa, no estaba en disposición de poderse las religiosas servir de ella por estar la ciudad por aquella parte en forma de piña, con que se entraba por una calle a pie llano en un cuarto que le correspondía, y de cuarto en cuarto se iba bajando hasta otra calle baja bien distante, de modo que nos parecía cuando íbamos bajando que nos íbamos sepultando. Las paredes, como la casa había estado habitada por labradores, estaban tristes y denegridas por humo…”. En algunos momentos la comunidad llegó a barajar la vuelta a Salamanca.


Proyecto de palacio en el solar del castillo o casa real de Viana en 1593. Fototeca del Archivo General de Navarra

Entre septiembre y octubre de aquel año de 1676, las monjas intentaron adquirir unas casas y solares en aras a la ampliación del convento propiamente dicho y para levantar una iglesia, pero todo quedó en un proyecto fallido.

En Viana ingresaron algunas novicias, entre ellas también hijas de la ciudad, dos que llegaron desde Pamplona y una señora principal de Logroño. Sin embargo, los problemas llegaron de parte de la población y, sobre todo, del clero regular y los cabildos de ambas parroquias. El padre Villerino habla de odio mortal y de un solo sacerdote de la ciudad que las apoyó, un tal don Martín, que por su actitud tuvo que hacer frente al desprecio de los miembros del cabildo, así como insultos y oprobios, tratándolo públicamente de traidor a su estado. A todo aquel conjunto de eclesiásticos denomina el cronista agustino de “leopardos que se querían comer a cuantos mostraron a las religiosas afecto”. En aquella inquina no hay que olvidar motivaciones económicas por el temor a perder ingresos por diferentes conceptos.

Para solucionar el problema de la casa y el traslado a las dependencias de la fortificación, intervino, de nuevo, la priora de Pamplona, la madre Teresa de los Ángeles (Azpíroz Zunzarren), hermana de don José de Azpíroz, que estaba al servicio del cardenal don Pascual de Aragón en Nápoles y luego fue canónigo de la catedral de Toledo. La religiosa ingresó en 1637, falleció en 1692 y ocupó la prelacía entre 1665 y 1691. Mantuvo unas excelentes relaciones en la Pamplona de la segunda mitad del Seiscientos. Por esto último, se acudió a ella desde las monjas de Viana, ya que “en todo hacía oficio de madre con ellas en lo que las sucedía”. La priora pamplonesa envió a persona que no se identifica en la crónica para convencer a las autoridades municipales para la cesión del castillo sin gravámenes, algo que se logró, consiguiendo lo que parecía imposible, incluso varios caballeros se comprometieron a mover a distintos ciudadanos para que diesen la madera necesaria para las obras de adecuación.

Desde Viana se hizo una información para la cesión de aquel edificio y declararon varios testigos, afirmando que aquellas fábricas mostraban haber tenido función defensiva tiempos atrás, pero que ya no servían para tal fin, señalando que era casa llana y les vendría bien a las religiosas que vivían en lugar harto desacomodado, escasamente capaz, sin cementerio ni pozo y sin ventilación alguna.

Pese a todo, la oposición férrea del clero secular de la ciudad fue en aumento, algunas religiosas fallecieron y se envió un refuerzo desde el convento de Ágreda. Entre tanto, llegó la oferta de traslado del convento a la localidad burgalesa de Miranda de Ebro, oferta que aceptaron las religiosas. Pero, en este momento, vino la oposición desde la ciudad navarra que acudió al Real Consejo para impedirlo. El virrey de Navarra era en aquel momento Íñigo de Velandia, marqués de Tejada y gran prior de San Juan en Castilla, natural de Miranda de Ebro que favoreció el traslado. El padre Villerino al narrar estos hechos afirma: “El enemigo se portó en esta salida, como en la muerte de Cristo, valiéndose de la mujer de Pilatos para estorbarla, pues todo lo que había quitado de caridad de los corazones de Viana para que no hiciese pie la Recolección, les entró de vanidad puntosa para que no la dejasen salir a hacer el fruto a que el Señor la dirigía y se resistieron al orden del Consejo. Apenas llegó la noticia de su inobediencia a Pamplona, cuando de allá despacharon ministro que hiciese el paso franco a las religiosas. Llegó a Viana y la misma noche que entró le maltrataron gravemente, de que se siguieron grandes gastos y en especial a un caballero que había favorecido entrañablemente a la Recolección desde que entró aquí”.

El relato sigue con la entrada en Miranda de Ebro con numerosas noticias y termina loando de nuevo a la priora de Pamplona como gran protectora de la comunidad, reseñándose algunos regalos no sólo destinados a esta fundación sino a otros conventos como Eibar o Murcia. El convento de Miranda de Ebro se encuentra hoy en la pedanía de Orón de la mencionada ciudad burgalesa, a donde se trasladó en 1997, tras estar ubicado desde 1940 en una sede provisional a donde había ido la comunidad tras el incendio del antiguo monasterio en la Guerra Civil.

Un par de procesos conservados en la sección de Tribunales Reales del Archivo General de Navarra dan cuenta del embargo “con fuerza y violencia” de cuatro fardos con hábitos, sábanas, escapularios, basquiñas y otros enseres que se les hizo a las religiosas en el verano de 1682. Para entonces, el obispo de Calahorra, don Gabriel Esparza, ya había autorizado el 8 de abril de aquel año el traslado del convento a Miranda de Ebro a petición de la priora que le había solicitado su licencia, “representando el peligro en que está de caerse de el castillo donde están las religiosas y convento, según los maestros que han visto dicho castillo, y deseando salir de él, la villa de Miranda de Ebro ha ofrecido hospicio e iglesia donde pueden fabricar habitación”.

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