28 de agosto de 2023
Publicado en
The Conversation
Mónica Chinchilla Adell |
Profesora de Derecho Internacional
La última superproducción de Christopher Nolan, Oppenheimer, nos ha recordado el potencial destructivo de las armas nucleares, pero también las implicaciones éticas y morales que se pueden derivar del desarrollo científico y tecnológico.
El “padre de la bomba atómica”, como es conocido Robert Oppenheimer, lideró el Proyecto Manhattan en Estados Unidos, que resultó en la prueba Trinity, la primera bomba nuclear de la historia, detonada en la madrugada del 16 de julio de 1945 en el desierto Jornada del Muerto, en el estado estadounidense de Nuevo México.
Desde entonces, los estados nucleares de iure –China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia– y de facto –Corea del Norte, la India, Israel y Pakistán– han puesto a prueba su capacidad armamentística, y han llevado a cabo numerosos ensayos nucleares como muestra de su potencial militar.
Como máximos exponentes, destacan los Estados Unidos con más de 1000 bombas nucleares detonadas en distintas localizaciones desde Trinity y hasta 1992, y la extinta Unión Soviética, que superó las 700 pruebas nucleares entre 1949 y 1990.
Lo cierto es que, tras el periodo de la Guerra Fría, los Estados apenas han llevado a cabo ensayos nucleares. Sin embargo, todavía no existe un instrumento jurídico internacional que los prohíba por completo, y las consecuencias de dichos ensayos siguen afectando a la salud de las personas y al medio ambiente.
Unas consecuencias catastróficas
Las consecuencias de la utilización de un arma nuclear son devastadoras, tal y como se pudo comprobar tras el lanzamiento de las bombas nucleares estadounidenses Little Boy y Fat Man sobre Hiroshima y Nagasaki, respectivamente, en agosto de 1945.
Los ensayos nucleares no producen víctimas directas, pues se realizan, habitualmente, en zonas más o menos alejadas de los focos de población, como en islas remotas o extensos desiertos. Sin embargo, es tal el impacto de una bomba nuclear que los efectos de la radiación y la contaminación pueden experimentarse a kilómetros de distancia.
Como ejemplos ilustrativos, basta con apuntar dos referencias. La primera se recoge en las páginas de Hiroshima (1946). Ahí, John Hersey relata con crudeza la historia de seis supervivientes, o hibakusha (en japonés “personas afectadas por una explosión”), que sufrieron secuelas duraderas derivadas de la radiación de las bombas nucleares estadounidenses, entre las que destacan debilidad crónica, mareos, problemas digestivos e incluso la discriminación por parte de la propia población japonesa.
La segunda, más reciente y menos conocida por el gran público, son los denominados downwinders, es decir, los habitantes de las poblaciones estadounidenses de Arizona, Nevada, Nuevo México y Utah. Allí, la contaminación radiactiva resultante de los ensayos nucleares ha expuesto a la población a enfermedades, especialmente cánceres de diverso tipo y consideración, así como malformaciones congénitas, transmitidas de generación en generación.
La respuesta de la comunidad internacional
Los esfuerzos de la comunidad internacional por prohibir los ensayos nucleares han sido parcialmente fructíferos y reflejan las luces y las sombras propias de las políticas nacionales en materia de seguridad y defensa.
En 1963 entró en vigor el Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares, que prohíbe los ensayos en la atmósfera, bajo el agua y en el espacio. Sin embargo, contó con dos importantes limitaciones: no prohibió las pruebas nucleares subterráneas; ni China ni Francia firmaron el Tratado y continuaron realizando pruebas nucleares atmosféricas hasta 1980 y 1974, respectivamente.
La aprobación del Tratado de 1963, no obstante, evidenció la necesidad de ralentizar la carrera armamentística, y contribuyó al posterior desarrollo del Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (CTBT, por sus siglas en inglés), creado en 1996 para prohibir la realización de cualquier ensayo nuclear en y por los países firmantes.
De nuevo, la repercusión de este acuerdo ha sido muy limitada. Dada la ausencia de algunos Estados nucleares de iure –Estados Unidos y China– y todos los Estados nucleares de facto, el Tratado de 1996 no ha llegado a entrar en vigor.
Ante este panorama poco halagüeño y con el objetivo de visibilizar la cruda realidad de los ensayos nucleares, el 2 de diciembre de 2009 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó por unanimidad la resolución 64/35, en la que los Estados acordaron declarar el 29 de agosto como el Día Internacional contra los Ensayos Nucleares.
Las Islas Marshall: un ejemplo frente al mundo
A la espera de la entrada en vigor del CTBT, algunas de las poblaciones afectadas por los ensayos nucleares no han dudado en recurrir a la justicia para hacer valer sus derechos, como el diminuto archipiélago de las Islas Marshall, que se ha enfrentado a las grandes potencias nucleares.
Mientras que las demandas impuestas por las Islas Marshall contra la India, Pakistán y Reino Unido frente a la Corte Internacional de Justicia no han prosperado, las peticiones de los afectados frente a la justicia estadounidense sí han resultado en compensaciones económicas por los daños sufridos. Sin embargo, los daños humanos y medio ambientales son, en buena medida, irreversibles, e islas como el atolón de Bikini son todavía inhabitables debido a la contaminación nuclear.
Lejos de cesar, la carrera armamentística se ha visto avivada por el rápido desarrollo tecnológico y por un escenario geopolítico en tensión. A modo de ejemplo, desde 2006, Corea del Norte ha llevado a cabo sucesivas pruebas nucleares como muestra del desarrollo de su capacidad militar.
La gran victoria de las Islas Marshall es la visibilización de una realidad que todavía sufren miles de personas en el mundo como consecuencia de los ensayos nucleares. Por desgracia, la entrada en vigor del CTBT no parece una realidad cercana. En consecuencia, la sociedad civil tiene el compromiso primordial de alzar la voz cada 29 de agosto e impulsar una conciencia social –ya creciente– que apueste por acelerar, o más bien reiniciar, el desarme nuclear y fomentar el desarrollo científico con fines pacíficos.