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Libros y gestión (IX): El coraje de la gente sencilla

28/08/2023

Publicado en

Expansión

Julia Urabayen |

Profesora de Filosofía y coordinadora del Grado en Filosofía, Política y Economía (PPE)

El 4 de enero de 1960 fallecía en un accidente de tráfico Albert Camus. En un maletín encontrado junto al árbol contra el que colisionó su automóvil había, entre otros objetos, un manuscrito en estado embrionario. Esas páginas se convirtieron en ese preciso momento en la última obra del ganador del premio Nobel de Literatura de 1957. El relato no vio la luz hasta 1995, año en el que Catherine entregó al editor la historia de su padre, la última que escribió, pero la primera que vivió: la que pretendía contar quién era Albert Camus.

El primer hombre es una novela autobiográfica atípica, pues está protagonizada por un personaje que no lleva el nombre del autor y está escrita en tercera persona. Puede que narrar esa historia requiriese no solo la distancia que aporta el tiempo, sino también la del espacio que separa a París de Argelia y especialmente la del clima creado por un estilo literario que dibuja una línea divisoria entre el “yo” y el “él”. Sea como sea, estas son las páginas más personales de un niño que no conoció a su padre. La obra comienza precisamente así: “A ti, que nunca podrás leer este libro”. Son palabras que resuenan entre las líneas de una autobiografía escrita para no ser leída por su destinatario, que permanece en cierto modo indeterminado: el padre muerto en la Gran Guerra, la madre analfabeta o tal vez el hijo-padre que dejó a sus hijos una narración vital interrumpida.

Este es un relato lleno de humanidad que se vertebra en torno a la historia de una familia pobre de la que no quedan huellas en los libros de Historia, pero sí un poso imborrable en el corazón y la pluma del escritor que nunca olvidó la felicidad del niño que creció bajo el sol de Argelia. Jacques Cormery/ Albert Camus es parte de una estirpe marcada por la emigración debida a motivos económicos y por la tragedia de perder al esposo-padre a una edad muy temprana. Es, además, ese tipo de ser humano que, tras vivir fuera, retorna a su origen en un doble viaje de reconocimiento/ reencuentro: a ese periplo recorrido por su padre francés alsaciano y su madre argelina de procedencia española hacia un territorio desolado del país africano en la que nació el hijo y a esa peregrinación en la que el hijo ya adulto visita la tumba del padre en Saint-Brieu, Francia, donde tiene lugar el descubrimiento que probablemente origina el anhelo de escribir su historia: “Fue en ese momento cuando leyó sobre la lápida la fecha de nacimiento de su padre, percatándose entonces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas, ‘1885-1914’, e hizo maquinalmente el cálculo: veintinueve años. De pronto, le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. Él tenía cuarenta. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él”.

Esa conmoción existencial sentida por el adulto-niño que se ha criado sin un padre le conduce a verbalizar lo que ha encubierto entre las palabras usadas para narrar las vidas de otras personas: “Necesito a mi padre”. De ahí que decida volver a los suburbios de Argel, donde creció en un hogar dominado por la intimidante figura de su abuela y la silenciosa presencia-ausencia de su madre. África, el retorno a casa, hace que lata su corazón ante la expectativa de la luz, de la curación y de “la cálida pobreza” que le había empujado desde niño a vencer todos los obstáculos para llegar a ser quien era. Pero ese retorno también le obliga a confesar que en ese camino se alejó de su madre, a la que interroga para saber más sobre su padre. Sin embargo, esa mujer casi sorda es incapaz de recordar con precisión a su marido: la memoria de los pobres es una “memoria en sombras” gastada por la pena y el trabajo. A ese retorno está igualmente unido el agradecimiento a su maestro de primaria, el señor Bernard, quien hizo posible la ruta que le llevó al saber, a los libros, a la universidad, a Francia; en definitiva, a lo que está en la otra orilla del Mediterráneo.

Jacques/ Albert, el protagonista de este relato interrumpido abruptamente por su propia muerte, es un símbolo de las personas que, tras haber dejado atrás su hogar en busca de un futuro, uno sueño o una identidad, viran de pronto sus rostros hacia ese primer hombre que han tenido que imaginar-inventar. Al hacer ese gesto, descubren que, en el inicio, en el origen, no está el padre muerto o el hijo que se ha hecho a sí mismo, sino la madre, a quien dedica estas palabras: “Oh, madre, oh tierna, querida niña, más grande que mi tiempo, más grande que la historia que te sometía a ella, más verdadera que todo lo que he amado en este mundo, oh madre, perdona a tu hijo que huyó de la noche de tu verdad”.

Por ello, la cualidad más importante de Jacques es el coraje propio de las personas humildes que, a pesar de la separación (querida u impuesta) de sus raíces, logran encontrar el modo de volver a la infancia o a la calidez de un mundo poblado por personas sencillas que saben en qué consiste humanizar el mundo: esa verdad nocturna de la que la madre es una alegoría.