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Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Los trabajos y los días en el arte navarro (11). ¿Cómo se lee un retablo?

vie, 27 oct 2017 13:22:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

En tiempos pasados, con gran escasez de imágenes, la observación de cuantas mostraban los retablos de iglesias rurales y de grandes poblaciones, fue una oportunidad para contemplar para las miradas, más o menos curiosas, a la vez que constituyeron un medio eficaz para la catequización en tiempos en que los índices de analfabetos rozaban altísimos porcentajes. Los mensajes que transmiten sus relieves y sus pinturas suelen ser claros, especialmente si se saben leer correctamente. La relación con la palabra emanada de los predicadores con todo aquel repertorio icónico generó una auténtica alianza entre  el pincel y las gubias con la palabra.

Nada más cotidiano en tiempos pasados que la observación de los retablos de las iglesias para  un público que podía hacer de su contemplación algo terapéutico o que les inspiraba temor, siempre inducidos por la palabra del predicador hacia la empatía. Al respecto, hay que recordar que la cultura  en siglos pasados se define por su carácter masivo y dirigido. Buena parte de los medios se encaminaban a todos los grupos sociales y con ellos se trataba de controlar su ideología, a través de la exaltación de valores espirituales y de las monarquías, junto al orden social y religioso que defendían las mismas.

En una sociedad, mayoritariamente iletrada, los medios de difusión de la cultura se realizaban mediante fórmulas ligadas a la oratoria y a las imágenes. Las pinturas, esculturas y relieves de los retablos, fueron extraordinariamente eficaces en tiempos de escasez de imágenes, cuando el tiempo para su contemplación era abundante, por lo que quien las miraba podía extraer distintas sensaciones y valoraciones.

 

Origen y desarrollo del retablo

El retablo (del latín retro-tabulum: tabla que se sitúa detrás) remonta su origen a la costumbre litúrgica de colocar reliquias de los santos sobre los altares. Cuando éstas no abundaban o simplemente se agotaron, hubo que contentarse con colocar imágenes en forma de dípticos y trípticos, frecuentemente de marfil. Posteriormente, al encontrarse el ara del altar repleta de los vasos sagrados, candelabros y demás objetos para la celebración de la misa, la figura del santo, de Cristo o de la Virgen se pintó sobre una tabla que se situó delante del altar (frontal o antependium) hasta que, cuando el sacerdote se colocó para celebrar de espaldas al pueblo, no dejando ver el frontal, la imagen se comenzó a ubicar detrás y por encima del altar, con el fin de hacerla plenamente visible. De esta manera surgieron y se desarrollaron los retablos, de modo especial en plena Baja Edad Media.    

El retablo evolucionó hasta convertirse, a finales del Medioevo, en una gigantesca máquina de alabastro, piedra, mármol o madera que albergaba ciclos pintados de la vida de Cristo, de la Virgen y de los santos, llegando a ocupar toda la cabecera de la iglesia. En aquellos momentos el pingüe género del retablo estaba por lo general, en manos de los pintores que se encargaban de sus mazonerías o las subarrendaban.

Esta costumbre continuó durante el siglo XVI, durante el Renacimiento, aunque los retablos escultóricos compitieron con los pictóricos y por tanto los pintores dejaron de ser los protagonistas principales en la contratación de aquellas piezas de exorno litúrgico. Los retablos del momento tipificados por el profesor Martín González se multiplicaron y adoptaron variadas tipologías como escenarios, rosarios, expositores, sepulcros, trípticos o polípticos.

Pero, sin duda, fue en el Barroco, durante los siglos XVII y XVIII, cuando el retablo alcanzó el mayor grado de plenitud y desarrollo. La vibración de sus formas, lo tupido de su decoración y la multiplicidad de sus imágenes confería a los templos españoles de la época, casi siempre de muros rígidos, inertes y cortados en ángulos rectos, una sensación de movilidad y expansión del espacio del que estructuralmente carecían. Los retablos provocaban de ese modo un ilusionismo muy característico del Barroco, en el que la dicotomía entre fondo y figura, entre superficie y realidad, quedaba sólo engañosamente resuelta.

 

Escenografías áureas para las imágenes

Por lo general, contando con unas circunstancias económicas propicias, los retablos se construyeron para adornar adecuadamente el templo,  rendir culto a Dios y aumentar y promover  la devoción y la catequesis, en momentos de controversia sobre el papel de las imágenes y de lo que representaban. Templos antiguos y levantados de nueva fábrica vieron cómo se agregaban a sus cabeceras notables retablos de grandes dimensiones desde el siglo XVI. En el caso de las viejas construcciones, los retablos medievales se juzgaban como pequeños en sus dimensiones, ya que no se adecuaban a las proporciones que por entonces estaban de moda. Además, los amplios programas iconográficos resultaban demasiado complejos para la nueva costumbre impuesta en el siglo XVII, tendente a la unificación y simplificación en torno a un solo cuerpo.

La finalidad primordial de un retablo fue adornar y contribuir a la perfección, lucimiento y hermosura del templo, puesto que era el mueble que cumplía mejor ese cometido. Su misión fue la de servir para adorar a Dios, así como procurar poner en contacto al fiel con el mundo celestial a través de la veneración de las sagradas imágenes. Tapié afirma que “los retablos respondían a una religión de ostentación que quería dar a sus ritos la mayor solemnidad y brillo posibles, y que se complacía en erigir un arco triunfal encima de cada altar”.

Orozco Díaz señaló  que el templo “se concibe con sentido paralelo a la escena por cumplir, a lo divino, la función social que en lo mundano realiza el retablo”, haciendo patente la correspondencia entre los artificios retóricos de la oratoria y sus formas grandilocuentes que procuraban concentrar la atención del creyente y estimular los sentidos, trasladándolos de lo material a lo espiritual. Rodríguez G. de Ceballos afirma que el retablo mayor de la iglesia servía maravillosamente para la función de aprender, contemplando sus iconografías, mientras se escuchaba el sermón, puesto que el predicador casi podía ir señalando con el dedo desde el púlpito las escenas de pintura o relieve para apoyar sus palabras, “a la manera del coplero ciego señalaba con una varita en la calle los dibujos desplegados ante los espectadores que escuchaban embobados su relato”. El retablo, por tanto, no fue un objeto más en el templo destinando únicamente a infundir mayor veneración, sino que tuvo su proyección y vida en el interior del espacio sagrado.

 

Lectura: de izquierda a derecha y de abajo arriba

Estadísticamente está demostrado que el orden predilecto y riguroso de lectura es el que va de izquierda a derecha del espectador y de abajo arriba. Así se cumple en la mayor parte de los retablos navarros. Cuando no es así, en muchas ocasiones, hay que achacarlo a la mala colocación de los relieves o pinturas con motivo de arreglos e intervenciones mal entendidos, al sustituir piezas más desgastadas por el roce o por la luz, por otras que, por su posición, habían sufrido menos. En cualquier caso, hay que hacer notar que también hay retablos sin el más mínimo orden, aunque sean los menos.

En la mayor parte de los casos, la calle central queda más potenciada que las restantes por su mayor significación y vitalidad arquitectónica y albergar en sus cuerpos nada menos que el sagrario, el titular, la imagen de la Virgen y el Calvario. Este último grupo se constituirá en el foco culminante de atracción, como símbolo de la redención, básico para el cristiano. El hecho de que la Asunción o algún tema mariano se sitúe debajo del Calvario indica la gran significación como medianera que se le otorga a la Virgen, pudiendo leerse que al Calvario se llega por el camino de Nuestra Señora. El remate, por encima de la Crucifixión suele corresponder en muchos casos al Padre Eterno, que aparece de busto con los brazos protectores extendidos y con el orbe, símbolo del poder eterno.

El lado del Evangelio -izquierda del espectador- siempre era preferido al de la Epístola, por ello se situaban en aquel a los santos frente a las santas o a los mártires frente a los confesores …etc. Al respecto, tenemos en Navarra un buen ejemplo con la ubicación de los copatronos San Fermín y San Francisco Javier que, a partir de 1657, irían en el lado del Evangelio y la Epístola respectivamente, como se puede ver entre otros ejemplos en el mayor de Larraga o el de Santa Teresa de Fitero en donde además se dan cita los patronos de la iglesia universal (San Pedro en el lado del Evangelio y San Pablo en el de la Epístola) y los titulares de las iglesias o cofradías locales.

Evangelistas, apóstoles, padres y doctores de la iglesia, alegorías de virtudes, vidas de Cristo, la Virgen y de los santos se dan cita en las representaciones pictóricas o escultóricas. El orden también se tiene en cuenta en su colocación. Por ejemplo, al añadir en el retablo de Peralta las alas laterales en 1772, se previno a Diego de Camporredondo que a los apóstoles ya representados se añadirían dos más, “que han de ser las siguientes en grado de las que hoy están en el altar mayor”. A este respecto conviene recordar el denominado Credo apostolorum, o texto del Credo o Símbolo Apostólico que, dividido en doce artículos, se distribuye entre los apóstoles, aunque con alguna variante.

 

Del narrativismo en los ejemplos góticos a la unidad de discurso en los barrocos

En las representaciones medievales, generalmente de pintura, imperan la complejidad y el narrativismo, dependiente en muchas ocasiones de las lecturas de la Leyenda Dorada, fuente iconográfica muy empleada por mentores y artistas y que, como es sabido es una compilación de relatos hagiográficos reunida por el dominico Santiago (o Jacobo) de la Vorágine, arzobispo de Génova, a mediados del siglo XIII. Sirva de ejemplo el retablo de la capilla de los Villaespesa de la catedral de Tudela (Bonanat Zahortiga, 1412) en donde hay nada menos de tres ciclos iconográficos dedicados a la Virgen, San Gil y San Francisco de Asís.

En el siglo XVI trajo consigo el orden en lo arquitectónico que se fue imponiendo poco a poco hasta triunfar lo clásico, y en lo iconográfico, desterrándose todo lo legendario para que los programas obedeciesen a la “propiedad” que se exigía especialmente tras el Concilio de Trento y unos programas más ordenados en torno a los titulares, la Virgen y Cristo. El sagrario iría cobrando protagonismo muy especialmente desde 1585, en que por legislación eclesiástica debía presidir la capilla mayor del templo. Los retablos romanistas son excelentes ejemplos de todo ello. El de la catedral de Pamplona, hoy en San Miguel, realizado en 1597, a expensas del obispo Zapata y estudiado por la prof. García Gainza, cuenta con una exquisita ordenación, pese a que se dan cita la pasión del Señor, los evangelistas, padres y doctores de la iglesia, escenas de la vida de la Virgen, las devociones particulares del obispo y los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia, tan atacados por los protestantes.

Durante el periodo barroco, el retablo asumió un carácter desbordante, destinado a exaltar sensorialmente y mover conductas, contando con lo esencial del estilo en sus formas, ornamento, artificiosidad, luces, fantasía, riqueza, colorido e imágenes. Arropado en el rico ceremonial litúrgico y la polifonía, se convirtió en un espectáculo para todos los sentidos, logrando provocar sensorialmente al individuo, conmoviéndole y enervándole.

Los ejemplos más significativos tendieron a contener una gran escena pintada con los grandes lienzos de altar, como ocurría en el mayor de los Trinitarios de Pamplona que contenía la Fundación de la Orden, obra de Carreño de Miranda (1666), o con el primitivo de los jesuitas de Tudela con la pintura de San Francisco Javier de Vicente Berdusán (1674).

Sin embargo, el retablo barroco también emprendió desde las últimas décadas del siglo XVII un camino hacia lo escenográfico y decorativo en un singular diálogo con la retórica y la teatralidad, como se percibe, de manera muy especial, en las obras del taller tudelano. Los programas, no excesivamente complicados, giraron en torno a los grandes temas de la Eucaristía, las obras de caridad, la Virgen y los santos, en definitiva cuanto había sido atacado por el protestantismo. Sirva de ejemplo el de la Virgen del Camino de Pamplona (1766) con un monumental sagrario-expositor y un programa mariano, contemplando a María en su generación temporal con sus padres y San José; en sus virtudes con cuatro esculturas alegóricas de las cardinales y tres teologales repujadas en plata en su peana y, finalmente, como hija de Dios Padre que se sitúa en el ático, Madre de Dios Hijo, al que tiene en su regazo y esposa del Espíritu Santo que se ubica sobre su hornacina.