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Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

La capilla de Santa Ana de Tudela: Apoteosis barroca para el gozo de celebrar y el placer de sentir

lun, 27 jul 2020 11:49:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

“La capilla nueva erigida a nuestra Patrona Santa Ana, verdadera maravilla que ha admirado a nuestra España y han celebrado por prodigio las naciones extranjeras”. La frase, envuelta en retórica, no deja de traducir el estado de opinión hacia aquel conjunto artístico recién inaugurado. Está escrita cuando apenas habían transcurrido diez años de su finalización. Pertenece a un impreso en el que se critica la actitud del obispo de Tarazona, que deseaba anexionarse la jurisdicción plena del deanato de Tudela, por considerarlo como una “Ginebrilla chica”, o lugar de gran libertinaje. 


Una devoción in crescendo

Los votos que las ciudades hicieron para conmemorar y honrar a los santos protectores, contra todo tipo de calamidades, tuvieron distinto devenir con el paso del tiempo. Algunos, como el de san Saturnino de Pamplona, en 1611, derivaron en el patronato del santo sobre la ciudad y algo parecido ocurrió en Tudela con santa Ana. En 1530, la capital de la Ribera hizo “voto de, a perpetuamente guardar y celebrar la festividad de Señora Santa Ana, en cada un año, a perpetuo, con procesión muy solemne y devota y llevando en la procesión la santa imagen de la Señora Santa Ana con las iluminaciones que parecieren a los señores alcalde y regidores…”. Décadas más tarde el patronato de la santa era un hecho incontestable, convirtiéndose en signo de identidad de la ciudad, que fue in crescendo, integrándose en su celebración todos los elementos propios de la fiesta: música, campanas, gigantes, pólvora, toros y grandes sermones.

Los hitos de aquella devoción creciente se pueden señalar en unas fechas concretas. En 1589, el regimiento encargó el busto de santa Ana Triplex a Juan de Ayuca, según el modelo de Blas de Arbizu. Entre 1590 y 1591 se doró y policromó por Juan de Lumbier. En 1656 llegaba, desde la seo de Zaragoza, la preciada reliquia de la santa, que se recibió con arcos triunfales y todo tipo de festejos. En 1680, el cabildo aprobó la concesión del patronato de la antigua capilla a favor de la ciudad.


Un proyecto ciudadano

No deja de ser significativa la expresión utilizada por el regimiento, en 1712, en los prolegómenos de la construcción, señalando la intención de levantar la “capilla más ostentosa que puede haber en toda la comarca”. El contexto no podía ser más a propósito en una sociedad, en la que unas ciudades emulaban a otras con el culto a sus patronos. Pamplona ya llevaba muy adelantada la capilla de san Fermín (1696-1717) y Estella acababa de hacer lo propio con la de su patrón san Andrés (1699). En ese ambiente, encaja perfectamente el acuerdo de Tudela. Eran tiempos en los que las ciudades competían con sus plazas mayores y las capillas de sus patronos. Hace bien poco lo han venido haciendo con sus estadios de fútbol y centros de arte contemporáneo y, durante la Baja Edad Media, lo habían hecho con sus catedrales.

Hace años que pusimos la autoría del proyecto en relación con fray Bernardo de San José, tracista de los carmelitas descalzos, que emitió un informe sobre la estabilidad de la torre en 1713, al iniciarse las obras de la capilla. Entre los maestros tudelanos que pudieron aconsejar sobre el diseño, no debemos perder de vista a José Ezquerra, uno de los mejores arquitectos de la ciudad que había trabajado en señeros conjuntos de Viana y Pamplona.

La actual capilla se construyó y decoró entre 1712 y 1725, para lo cual se dispusieron varios medios de financiación, desde la recogida de limosnas con una cajeta por las calles, hasta la petición formal a tudelanos ausentes con importantes cargos políticos y eclesiásticos, sin olvidar algunos arbitrios municipales, previa licencia del Real Consejo. Entre los donativos particulares, destacaron los de Juan de Mur y Aguirre, en 1716, y el legado testamentario de la marquesa de San Adrián, en 1723. El primero de ellos, Juan de Mur, caballero de la orden de Santiago, pertenecía a una noble familia y en aquellos momentos ostentaba el puesto de gobernador de San Marcos de Arica, en Nueva España. La contribución de la marquesa de San Adrián llegó en un momento crucial, cuando se estaba concluyendo el conjunto y los fondos no abundaban, por los innumerables gastos ocasionados por la decoración de yeserías polícromas.

La construcción se llevó a cabo en tres etapas: la primera, entre 1712 a 1716, en la que se eligieron el sitio y las trazas y se previnieron los materiales de piedra, yeso y ladrillo; la segunda, entre 1716-1720, en que se construyó propiamente la fábrica y la tercera, entre 1723 y 1725, en que se procedió a decorar con yeserías el conjunto y se colocó el zócalo de piedra y la reja. En todo aquel proceso, los delegados del cabildo colegial y municipal estuvieron al tanto de todos los detalles y contrataciones necesarias para el buen fin de las obras. Años más tarde, en 1737 y 1751, se contrató el retablo-baldaquino con Juan Bautista Eizmendi y José Ortiz respectivamente, dando como resultado uno de los proyectos más interesantes de esa tipología en Navarra, tanto por su planta y alzados, como por la combinación de ricos materiales, jaspes de colores, madera dorada y espectaculares columnas de mármol negro de Calatorao.

Conocemos varios nombres de artistas tudelanos y aragoneses que trabajaron en este conjunto, como Juan de Lezcano, Juan Antonio Marzal, Juan de Estanga, autores del pedestal de piedra, mármol y jaspe y de la albañilería. Respecto a las yeserías, sus autores pudieron haber sido bien Juan de Peralta, uno de los más afamados escultores de las primeras décadas del siglo XVIII, o mejor aún, José de San Juan y Martín, asimismo tudelano y autor del desaparecido diseño decorativo de yeserías de la capilla de San Fermín en Pamplona, en 1708. Para esto último pasó veinticinco días en la capital navarra haciendo el proyecto que evaluó en 3.000 ducados y que, a la postre, se adjudicó a Fermín de Larráinzar, por haber hecho oferta en 2.340 ducados.
 

Un conjunto barroco castizo destinado a cautivar a los sentidos

La capilla de Santa Ana pertenece al denominado barroco castizo, por el papel que juegan en su interior el ornato y el color, que llegan a ser los verdaderos protagonistas, junto a una estudiada luz. Se concibe como un organismo centralizado cubierto por una monumental cúpula sobre tambor cuyas pechinas descansan en gigantescos machones escorzados; esquema que se ha puesto en relación con los sagrarios del Barroco andaluz y que guarda analogías con algunas capillas aragonesas del mismo periodo. Esas estructuras clásicas se barroquizan por una iluminación teatral y, sobre todo, por una fastuosa decoración de yeserías polícromas en la que conviven flores, guirnaldas, florones, niños, angelotes, cortinajes y un amplio programa iconográfico encaminado a ensalzar a santa Ana y a la Virgen, desde los machones y pechinas con los santos Padres y los Evangelistas como verdadero soporte y fundamento de la iglesia, hasta los parientes cercanos -san José y san Joaquín- y los reyes de Judá, miembros de la genealogía de Cristo.

Por lo que respecta al retablo-baldaquino, es preciso señalar su excepcionalidad, tanto por los materiales con que está construido, como por la propia tipología y el artista que lo realizó. El resultado final es un templete, inusual en estas tierras, no totalmente exento, como el de la capilla de San Fermín en Pamplona o el baldaquino berninesco del Cristo de la Guía de Fitero, obra tudelana de filiación aragonesa.

Complemento del conjunto es la reja que, a diferencia de las de hierro, que encontramos en otros lugares, es de azófar y obra del latonero Roque Asín, en 1724. Su dorado y brillos metálicos, junto a los mármoles de colores, hacen del ejemplar tudelano uno de los más ostentosos del momento.

El conjunto de mármoles, yesos y maderas policromadas resultaba óptimo para el Barroco, como expresión de una cultura retórica y de una estética destinada a cautivar a los sentidos, moviendo conductas, en una sociedad, en la que los medios de difusión eran, fundamentalmente, orales y plásticos. 


La capilla vista en pleno siglo XVIII

En torno a 1735, la ciudad de Tudela  patrocinó un memorial en defensa de su jurisdicción decanal frente al obispo de Tarazona, en el que se recogen encendidos párrafos sobre la capilla, equiparándola a un auténtico cielo en la tierra: “Obra digna de un monarca y con las fuerzas solas de este pueblo costeada, y sin haber sido necesarias más Indias que los erarios ocultos de devoción finísima explicados aquí por las cuantiosas cotidianas limosnas que piden más de treinta mil pesos consumidos en esta fábrica. No es de nuestra facultad el dibujar los primores milagrosos. En dos palabras puede decirse, sin exageración que su pavimento y zócalo a un estado de alto es todo piedras preciosísimas y lo restante de oro. Sus estatuas compiten con las de Phidias, sus tallas, follajes, trofeos militares, molduras, esculturas y dorados forman toda aquella hermosa varia hermandad que puede desearse para el cielo, pudiendo figurarnos que, si la gloriosísima Santa Ana no habitase ya en el empíreo, elegiría para paraíso de sus delicias esta celebérrima capilla, que ha sido admiración de las naciones extrañas que han logrado verla y han puesto en sus elogios las lenguas todas de los curiosos de nuestra España. Aquí en la patrona Santa Ana tenemos para arrastrar al mundo ..., más verdadero imán que con más suave fuerza atrae las almas a su adoración obsequiosa”.

Otra enardecida descripción es la que encontramos en la Relación de la visita de la reina viuda de Carlos II, doña Mariana de Neoburgo a Tudela, en 1739. En su texto leemos: “los primores del arte, que apuraron en la fábrica de la capilla, las líneas de Vitrubio, los compases de Viñola y las proporciones de Arfe. Es la concha, que reserva, a la Señora Santa Ana...... en su construcción se ven columnas dóricas y toscanas, en pedestales robustos, rosas partiendo el cimacio, en las jónicas; y en las de orden compuesto, repartidos, filetes, listones, golas, boceles y dentellones. En lo que es cantería, no hay dovela, cimbra, incumba o cerchón, que no sea el ya no más del arte de la arquitectura civil. Y todo lo que es imágenes, balconcillos volantes y florones simétricos, está tan cubierto de oro, que se ve resaltar el oro hasta el cubierto. El suelo horizontal está bruñido; y tanto, que hace deslizar los pies, al que entra incauto”.
 

La opinión de Ventura Rodríguez

Los tiempos cambiaron y a fines del siglo XVIII, visitó Tudela, en 1782, Ventura Rodríguez, el autor del diseño de la fachada de la catedral de Pamplona. Algunos prebendados solicitaron, quizás con segundas intenciones, su opinión respecto a la capilla. Don Ventura contestó, diplomáticamente: “Esta obra es y será un monumento eterno de la piedad y devoción de los tudelanos”. Uno lo de los que habían hecho la pregunta, concretamente, don Joaquín Ruiz de Conejares, añadió por su cuenta en el relato, que la capilla fue suntuosa en su tiempo, pero que entonces ya carecía de mérito, interpretando la respuesta del arquitecto, para concluye “que en ella más brillaba la generosidad que el buen gusto”. No cabe duda de que el doctoral Conejares, con esta última expresión, se identificaba con el arte clásico de corte académico que, en aquellos momentos, triunfaba entre las élites, en sintonía con las directrices impuestas por la Academia de San Fernando.

Corrían tiempos de denostación del barroco tradicional. A punto estaban de publicarse las opiniones, sobre otros conjuntos navarros, del secretario de la Academia, Francisco Ponz, en 1785. Recordemos que fue, en gran parte, responsable de la reforma neoclásica de la capilla de San Fermín de Pamplona y de la guerra contra otras obras, ya que dejó escrito: “siento haber visto en la parroquial de San Lorenzo el monstruoso ornato de la capilla de San Fermín, y el indecible maderaje de los retablos amontonados y extravagantes de San Saturnino. No hay en la iglesia del Carmen cosa razonable a donde volver los ojos, pues empezando de la clásica monstruosidad del retablo mayor, así por la arquitectura, como por la escultura, siguen los otros por el mismo término”.