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Las primeras señales políticas de Biden sobre Oriente Medio

26/02/2021

Publicado en

Hoy Extremadura

Marco Demichelis |

Investigador senior en Estudios Islámicos e Historia de Oriente Medio. Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra

La pacificación de Oriente Medio siempre ha sido un reto para el partido demócrata de EE. UU. No obstante, desde la administración Bill Clinton en adelante, la credibilidad de Washington ha sido muy escasa en ese sentido. Los mandatos de George W. Bush y Donald Trump fueron nefastos para la región y Barack Obama no supo estar a la altura en una fase histórica muy favorable, las primaveras árabes.

En las últimas semanas, la nueva administración Biden ha dado algunas señales sobre sobre sus futuras decisiones políticas acerca de Oriente Medio. Algunas son continuistas con respecto a sus predecesores y otras suponen una ruptura.

Primero cabe hablar de las relaciones con Israel. Durante la campaña electoral de 2020, el candidato afirmó rotundamente que la embajada estadounidense se mantendría en Jerusalén -tal y como decidió Trump- y no se movería a Tel Aviv, algo que fue confirmado en enero de 2021. Además, Benjamín Netanyahu aún no ha recibido una llamada del presidente norteamericano, lo que sorprende teniendo en cuenta la estrecha relación que se venía manteniendo entre ambos países.

Hay que añadir que el primer ministro israelí tampoco ha llamado Biden tras su investidura. Las recientes especulaciones del periódico conservador The Jerusalem Post denotan el miedo de Tel Aviv de enfrentarse con el antiguo vicepresidente de Obama, con el que la administración demócrata alcanzó mínimos de compatibilidad diplomática.

En cuanto al conflicto yemení, Biden ha afirmado que no seguirá apoyando ninguna solución violenta ni la financiación militar de Riad. Dejará de considerar como grupo terrorista a los Hutíes, los zaidì chiita que controlan militarmente la parte norte del país. Es una sabia decisión, considerando que la presencia de esta minoría religiosa en el norte de Yemen se remonta al siglo VIII y que, en todo este tiempo, nadie ha logrado expulsarlos de la región.

Esta actitud se relaciona con la posibilidad de firmar un acuerdo sobre el programa nuclear Iraní, aún no se sabe si el que ya se ratificó durante la presidencia de Obama u otro. Los pequeños pasos que se han dado no revelan las verdaderas intenciones de Washington en esta área geográfica.

Todo está relacionado: Israel, Irán, Yemen y Arabia Saudí. Sin embargo, aún es pronto para ver la dirección que tomarán los acontecimientos. Solo cabe hacer especulaciones.

Si bien es cierto que Biden ya ha tomado una decisión sobre Yemen, se puede hacer una lectura doble: en el conflicto intervienen agentes pobres que utilizan una tecnología militar que procede de países que se aprovechan de la fragmentación histórica de la región para jugar al “Risk”. La Casa Blanca quiere poner freno a esta matanza y a la crisis humanitaria, pero al mismo tiempo, quitar de en medio a una región en el enfrentamiento ideológico entre Riad y Teherán.

La lectura de la capital iraní también puede ser doble. Se puede considerar este paso como el primero para normalizar las relaciones con la nueva administración demócrata, pero también  como un intento de ganar el partido en casa, al perseguir la política de financiación de armas a los Hutíes.

Esto último supondría un problema de más alcance. Los Hutíes han vencido la guerra local, conquistando la capital, Sana‘a, y erigiéndose como interlocutores principales para dividir nuevamente el Estado en dos áreas, un Yemen del Norte, pro-Chiita, y un Yemen del Sur, pro-Sunita. Falta un acuerdo para alcanzar una paz estable.

Del mismo modo, Biden ha sido bastante claro con Teherán: hasta que no se frene la producción de uranio enriquecido no se volverá a hablar sobre el recorte a las sanciones económicas, aunque nos encontramos muy lejos de que Irán pueda construir un dispositivo nuclear. Va a ser muy difícil para Washington llegar a un acuerdo con Teherán sin involucrar a Tel Aviv, que continúa dando protagonismo a su papel en la política interna y extranjera.

Hasta la fecha, después de estas primeras decisiones norteamericanas, el aeropuerto de Erbil ha sido atacado por misiles de procedencia poco clara y los Hutíes han lanzado un ataque militar en dirección de las regiones petrolíferas de Mar’ib en el noreste del país. Dos reacciones que no resultan precisamente alentadoras.

Anthony Blinken, nuevo secretario de Estado; Lloyd Austin, secretario de Defensa; y Rob Malley, enviado especial de Biden a Irán, tienen experiencia y competencia para realizar nuevos intentos para solucionar algunos conflictos en Oriente Medio. Sus principales retos son un acuerdo sobre el programa nuclear iraní; el conflicto israelí-palestino; y la inseguridad en Siria, Irak y Yemen, agravada por el enfrentamiento de las propagandas de Israel, Irán y Arabia Saudí.

Con respecto al primer desafío, es evidente que una apertura diplomática de Washington hacia Irán requiere un acuerdo sobre las sanciones internacionales, además de permitir que Líbano e Irak se liberen de la presencia e intereses de Teherán en su fronteras internas. La propaganda sobre el programa nuclear no tiene credibilidad y no es posible que Teherán pueda producir a corto plazo una bomba para usarla contra Israel.

En cuanto a lo segundo, Israel nunca ha querido considerar que la seguridad que busca solo es posible si hay igualdad y que esto exige buscar soluciones a la ocupación de territorios palestinos -y que se agravará con la pretensión de anexionar otros cercanos al Jordán-. La solución de dos Estados es poco realista.

Por último, la propaganda Wahabita en el mundo Sunita no es capaz de garantizar la seguridad de Arabia Saudí en la frontera con Yemen, independientemente del número de armas que compra Occidente. Su poder, dinero e influencia han sido capaces de preservar la autocracia frente a las primaveras árabes, que aún hoy demuestran su debilidad ideológica y religiosa.

Estos tres desafíos responden a la misma idea: estabilizar una región que persiste en su perenne crisis de identidad.