25/04/2025
Publicado en
El Correo
Carmen José Alejos |
profesora de la Facultad de Teología
Las dos veces que he tenido la suerte de ver al Papa Francisco en el comedor de Santa Marta, su residencia, me han hecho comprender algunos rasgos del primer Papa latinoamericano, rasgos que todos hemos apreciado a lo largo de estos doce años.
La primera fue en 2019. Un antiguo profesor que residía en Domus Santa Marta me invitó a almorzar allí. En el fondo del comedor había una mesa ocupada por las de la limpieza, y descubrí un comensal más, portaba un solideo blanco, era el Papa. Almorzó en poco tiempo, se levantó y se marchó, llevaba la servilleta en la mano. Como pasó delante de mi mesa me levanté para saludarle y darle las gracias por lo que hacía por la Iglesia. Se giró y me miró. En ese momento me vino al pensamiento lo siguiente: “¿Qué tendrá el Papa en el corazón?” Eran meses en que la guerra de Siria se había recrudecido, los cristianos estaban sufriendo lo indecible, el Papa apelaba a la paz constantemente. “Seguro, pensé, que su corazón está con ellos”. Mi larga experiencia de investigación en los Archivos Vaticanos me había mostrado la preocupación y el seguimiento constante de los Papas por las iglesias sufrientes; por ejemplo, los telegramas escritos a presidentes mexicanos y estadounidenses para evitar que condenaran a muerte a obispos sin un juicio previo durante la época de la Revolución mexicana. Todo eso se arremolinó en mi cabeza cuando estreché la mano del Papa. Un Papa doliente, como sus antecesores.
La segunda vez que estuve en Santa Marta fue en enero de 2024. Estaba invitada a un congreso en la Secretaría de Estado y tuve la fortuna de alojarme allí y coincidir a la hora de la cena en una mesa contigua a la del Papa. Él llegaba despacio, apoyado en su “carrito”, le acompañaban sus dos secretarios e invitaban a alguna otra persona. Era un comensal más.
Todos recordamos que Jorge Bergoglio, nada más ser elegido, se presentó como un Papa venido del “fin del mundo” que llegaba para ser obispo de Roma. Sus primeros gestos denotaron cercanía. Su última salida fue ayer, para estar con el pueblo de Dios. Su último aliento fue querer estar con los fieles en la gran fiesta de la Resurrección. Todo un símbolo de su tarea como pastor: dar aliento de esperanza, compartir con todos lo más grande de nuestra fe.
Y es que la Iglesia es Pueblo de Dios en su raíz más profunda, más evangélica. La liturgia de la Palabra de la recién celebrada Vigilia Pascual lo deja patente. Desde el Génesis hasta Ezequiel, pasando por el Éxodo, Isaías, Baruc, Salmos relatan el camino del pueblo de Israel que cumple sus expectativas en quienes acogen la Buena Nueva de la Resurrección de Cristo: el Pueblo de Dios, la naciente Iglesia.
El Papa Francisco, discípulo del teólogo argentino Lucio Gera, había vivido como creyente y luego como sacerdote y obispo esta realidad. Cuando llegó a Roma siguió esta misma estela, haciéndola universal. Los cardenales que lo eligieron conocían, entre otras cualidades, su calidez humana, su empatía con los fieles, su cercanía con todos. Sus gestos y sus enseñanzas tienen el sello indeleble de esta teología del Pueblo, que está en las antípodas de la teología de la liberación de corte marxista.
Cuando pienso en la aportación del primer Papa latinoamericano a la vida eclesial no puedo dejar de considerar este aspecto, que me parece central. El papa Francisco ha seguido la estela de sus magnos antecesores, ha afrontado nuevos retos, ha asumido los errores de los hijos de la Iglesia. Pero, a mi modo de ver, ha mostrado en su día a día, en sus mensajes, en su gobierno algo genuino, propio de su personalidad: la cercanía, la misericordia, la convicción de que es uno más del Pueblo de Dios, de la Iglesia de Cristo.
Acojamos y preservemos este legado.