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Libros y gestión (IV): Resiliencia y gestión de crisis en 'La fiesta del chivo', de Mario Vargas Llosa

24/07/2023

Publicado en

Expansión

Javier de Navascués |

Catedrático de Literatura Hispanoamericana. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Navarra

Mario Vargas Llosa visitó por primera vez la República Dominicana en 1975 para realizar un documental para la radio televisión francesa. Allí se enteró de múltiples historias que sucedieron durante el terrorífico gobierno del general Rafael Leónidas Trujillo, el sujeto que había manejado el país entre 1930 y 1961, año en que un atentado acabó con su vida. Impresionado por unos hechos tan fascinantes que parecían sacados de la ficción, se abocó a la redacción de una novela histórica. Después de tres años de trabajo, dio a luz a “La fiesta del chivo”. El argumento se inspiraba en la biografía del dictador desde sus comienzos políticos hasta su asesinato y los acontecimientos que siguieron inmediatamente después. Los pormenores de su muerte violenta, junto a los avatares de protagonistas o testigos, reales o ficticios, de lo que sucedió en el tiranicidio más famoso de América Latina, es el asunto de esta novela memorable.

“La fiesta del chivo” apareció por primera vez en 1990. A pesar del prestigio que detentaba su autor en aquellas fechas, su nueva novela consiguió sorprender por la calidad extraordinaria de la intriga y la perfección del dibujo de sus personajes. Mediante una estructura de relatos paralelos, marca de la casa, Vargas Llosa desenvolvía una intriga desenfrenada que concluía con un final apoteósico. Todo se encontraba en aquel libro: mediante una documentación históricamente impecable, se entrecruzaban cien destinos marcados por un suspense y una violencia inusitados. También se adivinaba la pasión del autor por la política. Aunque Vargas Llosa venía de fracasar en su proyecto de alcanzar la presidencia de Perú, este libro era, de alguna manera, su reflexión sobre los males del autoritarismo y la necesidad de gobernar desde la inteligencia y la democracia. Solo así se comprendía cómo se fijaba en un individuo tan siniestro como Trujillo y en la galería de estrafalarios personajes que lo acompañan.

Pero hay uno de entre todo ellos que sobresale de modo notable: Joaquín Balaguer, colaborador en la vida real de Trujillo y, tras su muerte, presidente de la República Dominicana en varias ocasiones más. A través de las líneas narrativas que va tejiendo “La fiesta del chivo”, Joaquín Balaguer es, al comienzo, una figura borrosa y casi ridícula. En medio de una corte dividida entre los psicópatas y los enchufados, él pertenece a la segunda clase. Es el más débil, el más inofensivo de todos. Le llaman “el presidente fantoche”, porque actúa de hombre de paja de Trujillo. ¿Quién puede temer algo de ese casto solterón, aficionado a la poesía, metódico y ordenado en sus costumbres? Por eso, cuando se desata el caos después del atentado, nadie repara en aquel hombre silencioso que permanece en un rincón mientras los sicarios y familiares rugen pidiendo venganza. Sin embargo, ese es el momento estelar de Balaguer. Con una habilidad increíble, sortea las sospechas que se ciernen sobre él durante la caza de brujas y, poco a poco, hace valer su autoridad para enfrentarse a los berridos de los militares descerebrados y a la avaricia de los familiares. Vargas Llosa, con mano maestra, empieza a bordar el protagonismo de un personaje en apariencia secundario, que se revela como un auténtico hombre de estado.

Muchas cosas se han dicho de “La fiesta del chivo”. Pero tal vez el mayor acierto de Vargas Llosa en una de sus novelas más completas, si no la mejor, sea la creación de Balaguer, un individuo misterioso, hermético, al que todos menosprecian por su carácter tranquilo, pero acaban respetando por su inteligencia para manipular a unos y otros sin que nadie le ponga la mano encima. Sus intenciones son nobles o, al menos, es lo que el lector quiere creer. Es un individuo tan reservado que hasta los mismos lectores de la novela se preguntan qué es realmente lo que le mueve. Pero no cabe dudar de su valentía ni de su serenidad en las situaciones más difíciles.

Tampoco Balaguer olvida el pragmatismo que imponen las circunstancias: tiene que ignorar las atrocidades que los sicarios de Trujillo cometen a sus espaldas mientras él va hablando con unos y otros para destruir desde dentro el régimen dictatorial. Solo al final, cuando consiga eliminar pacíficamente a todos sus rivales, llegará a condecorar a los supervivientes de la represión. Con prudencia (porque es consciente de su debilidad inicial), Balaguer va desmantelando el aparato represivo creado por Trujillo, recompone las relaciones con la Iglesia católica, se acerca a Estados Unidos y se termina ganando a la opinión pública. Su idea, como repite una y otra vez cuando es dueño de la situación, es llevar al país a la democracia.

Aunque la realidad histórica fue algo más compleja, la novela deja con un final “feliz” al presidente Balaguer, iluminado por los flashes de la prensa internacional. He aquí, pues, la lección con que concluye el devenir peligroso de un político civilizado en un medio hostil. Solo gracias a la firmeza unida a la prudencia, y (cómo no) a una pizca de buena suerte, ese héroe gris que es Joaquín Balaguer consigue vencer a sus enemigos.