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Ana Marta Gonzalez Gonzalez, Directora del Proyecto “Cultura emocional e identidad”. Instituto Cultura y Sociedad.

Emociones, cultura, identidad: un diálogo enriquecedor

Las emociones constituyen indicios de lo que nos atañe y nos preocupa (Frankfurt, 2006); y las cosas nos atañen y preocupan en función de cómo percibimos su relación con nosotros mismos, con algún aspecto de nuestra identidad.

lun, 23 sep 2019 10:53:00 +0000 Publicado en Revista de la Federación Española de Amigos de los Museos

Ciertamente, no toda reacción emocional es igualmente significativa de la identidad de un sujeto. Lo que los estoicos denominaban “primeros movimientos” no revestía para ellos igual importancia que las emociones que, con mayor razón, podríamos llamar “reflexivas”(Sorabji 2000). En ello va implícito un rasgo ya señalado por Platón: el deseo y las pasiones pueden modularse conforme a razones. Por ello, debemos ser cautos a la hora de establecer relaciones excesivamente simples entre emociones e identidad: las emociones pueden conformarse culturalmente. Aunque admitamos que el miedo es algo común a animales y hombres, es indudable que el pánico bursátil es una forma de miedo característicamente humana, a la que son especialmente proclives los adultos del siglo XX y XXI, y que en cambio no afecta a ratones o niños. Comprender por qué el corazón del bróker empieza a palpitar cuando lee determinados valores en la pantalla del parqué requiere comprender muchas cosas, toda una cultura.

La cultura es emocionalmente relevante en tanto que configura nuestra identidad, en tanto nos habla de nosotros mismos. Esto significa que, en principio, solo las representaciones, prácticas, relatos, etc, que entran de algún modo a formar parte de nosotros mismos, con los que real o idealmente nos identificamos, tienen la capacidad de resonar emocionalmente en nosotros, hasta el punto de movilizar nuestro pensamiento y nuestra vida.  

Ahora bien: si ciertas representaciones, prácticas, relatos etc. pueden resonar emocionalmente en nosotros es solo porque nosotros mismos estamos hechos en gran medida de representaciones, prácticas y relatos… que constituyen, por así decirlo, el medio significativo en el que nacemos y crecemos, con el que aprendemos a orientarnos en el mundo, dándolo por supuesto, como algo natural. No es extraño por eso, que de entrada sintonicemos emocionalmente en mayor medida con aquellos a los que nos unen experiencias similares.

Sin embargo, es un hecho que en el curso de nuestra vida nos mostramos receptivos también a representaciones, prácticas y relatos distintos de los que nos han formado; y esto es indicativo de que nuestra propia humanidad no queda circunscrita a nuestro origen, a nuestra casa, a nuestro pueblo. Nos reconocemos también en las representaciones y relatos de los otros en la medida en que vislumbramos en ellos una esquirla de valor y de sentido, porque esto es en el fondo, lo que toca la médula de nuestra humanidad.  Y en ello tenemos también una muestra del modo en que, a partir de un origen siempre particular y local, se va forjando una individualidad.

En efecto:  la estructura de nuestra subjetividad está definida por el deseo de valor y de sentido; nuestro mismo modo de ser y de vivir es, en un sentido muy fundamental, un deseo de adquirir altura y comprender, y en eso consiste tanto el alma de la cultura como la forja de la personalidad individual: si la cultura resuena emocionalmente en nosotros es solo porque adquirir altura y comprender  forma parte de nuestro modo de ser en un sentido muy profundo, algo así como un deseo que precede a la misma tarea reflexiva. Kant hablaba de los “intereses de la razón”, y hacía notar que  ni los animales, carentes de razón, ni un ser puramente intelectual, carente de impulsos sensibles, tendrían lo que nosotros llamamos “intereses”. Si la razón tiene intereses es solo porque se trata de una razón finita, humana: propia de un ser afectado por inclinaciones. Las preguntas que según Kant condensan los intereses últimos de la razón –qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, y en última instancia, qué es el hombre – otorgan sentido al quehacer humano y encuentran expresión simbólica en el vasto mundo de la cultura.

Desde este punto de vista, la sintonía emocional con determinadas obras culturales reflejaría de hecho un especial cultivo de nuestra humanidad, precisamente en lo que se refiere a las cuestiones del valor y del sentido. Esto se debe a la misma naturaleza reflexiva de la emoción, que está en la base de su relación con la identidad.  

Es patente, en efecto, que las emociones de un sujeto cualquiera guardan relación con la naturaleza de dicho sujeto: la vista del lobo provoca distintas reacciones emocionales en la oveja y en el oso. Algo similar hasta cierto punto cabe decir de los distintos seres humanos: personas diversas reaccionan de manera distinta ante la misma melodía (de hecho algunas no reaccionan en absoluto), no solo en función de causas orgánicas, sino también en función de experiencias y educación previas.  Ciertamente, las reacciones emocionales ante una determinada pieza musical pueden depender de muchas causas; no es la menor el tener alguna cultura musical. Que, como ha argumentado Bourdieu, tener o no dicha cultura, sea también indicativo de otras cosas –posición social, status, etc, que otorgan familiaridad con las reglas de juego a las que se debe la definición de un determinado campo artístico— es otra cuestión. Es patente que, quien, en determinados contextos, afirma que le gusta la música de Falla dice muchas cosas de sí mismo, de quién es o de quién pretende ser, que no necesariamente tienen que ver ya con la música de Falla per se, sino con las asociaciones de estatus cultural o social que ese gusto evoca.

Los contextos y las prácticas culturales predisponen nuestras reacciones emocionales en un sentido o en otro. Que la entrada en un museo nos predisponga a valorar una pieza como obra de arte, mientras que esa misma pieza en la calle nos deja indiferentes, ciertamente nos habla de prácticas culturales que nos predisponen de una determinada manera, y, de paso, cuestiona expectativas convencionales sobre el arte –por ejemplo, que haya de limitarse a reproducir cosas bellas en  lugares y tiempos predeterminados—. Sin embargo, el hecho de que el arte contemporáneo venga cuestionando estas expectativas de forma consistente, es indicativo de cómo, suscitando determinadas emociones, persigue ante todo provocar una reflexión y una conversación sobre las prácticas que, como sociedad, damos por supuestas. De este modo, convocando a su público, contribuye a recrear la sociedad.