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Patrimonio e identidad (48). De anciano somnoliento a adulto vigoroso y con fuerza moral: San José en el arte navarro

22/03/2021

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Si algún santo ha tenido una transformación física y moral a partir del siglo XVI, ése es san José. Como es sabido, en la Edad Media, su figura no fue relevante, ni mucho menos. Se le representa en algunos pasajes de la infancia de Cristo, generalmente en capiteles, claves de portadas y claustros y miniaturas, como un anciano somnoliento. El teatro sagrado del Medioevo agregó a la provecta edad, su torpeza y aspecto de anciano pasmado, en diferentes actos de carácter familiar: sea al lavar los pañales o en el momento de realizar otras tareas domésticas. Todo ello hacía que el santo fuese objeto de cierta mofa, al aparecer desaliñado y torpe. En ocasiones, se le achacaba cierta avaricia, propia de los ancianos, al retirar rápidamente los dones de los Magos y ponerlos a buen recaudo en una alhacena.

Los capiteles del claustro de Tudela o de la portada de San Miguel de Estella son buenos ejemplos del Románico, en tanto que la clave del claustro de Pamplona y la miniatura del Breviario catedralicio de 1332, nos remiten al mismo modelo en época gótica, si bien es estos últimos ejemplos, al menos no dormita.

Su imagen cambió radicalmente con la llegada de los siglos de la Modernidad, dejando atrás un modelo iconográfico legendario, acorde con algunos textos que lo presentaban con ochenta o noventa años, por un adulto de aspecto vigoroso y con gran fuerza moral, en consonancia con una nueva visión en torno a su papel como padre adoptivo de Cristo. Su figura comenzó a tener importancia en la liturgia y en el culto, destacando su sencillez y ternura. Como consecuencia, su proyección en las artes no tardó en llegar. En el ámbito hispano, una autora tan leída como la Madre Ágreda, afirma que se casó a los treinta y tres años, en sintonía con el único que había defendido la juventud del santo anteriormente, que no era sino san Jerónimo.

Los responsables del cambio de imagen

Cuatro fueron los responsables de aquella transformación y todos ellos de gran autoridad. El primero fue, nada menos, que el canciller de la Universidad de París, el agustino francés Jean Gerson (1363-1429), conocido como el doctor christianissimus, que escribió un poema titulado “Josephina”, reivindicando su figura. El segundo fue el dominico Isidoro Isolano, de mayor proyección, con su libro editado en Pavía en 1522, con el título de “Suma de los dones de San José”. En su texto glosó al padre adoptivo de Cristo como varón adornado de todo tipo de perfecciones, entre ellas los siete dones del Espíritu Santo y las ocho bienaventuranzas.

El tercer aporte, esta ocasión en clave femenina, fue la especial devoción de santa Teresa de Jesús, que le dedicó la mayor parte de sus fundaciones y escribió así sobre él: "No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra (que como tenía el nombre de padre, siendo ayo, le podía mandar), así en el cielo hace cuanto le pide”.

En plena sintonía con el testimonio de la santa de Ávila, hemos de señalar en cuarto lugar, al que fuera su gran amigo y confidente, al padre Jerónimo Gracián, que escribió el Sumario de las Excelencias del Glorioso San Joseph, esposo de la Virgen María, publicado en Roma y dedicado a sus carpinteros, en 1597. En su texto, amén de elogiar las múltiples virtudes del santo, afirma que contrajo matrimonio a los cuarenta años y que se dedicó a las artes de la madera, habiendo realizado diferentes trabajos, como obras vivas (norias, arados y carros) y muertas (mesas, bancos … etc.), de obra prima o de entalladura, e incluso las trazas o modelos, tareas estas últimas propias de “carpinteros viejos”.

A través de esos textos y de un creciente culto se prodigaron sus imágenes como hombre fuerte y vigoroso, capaz de proteger y amparar a su familia. Sus representaciones en solitario abundarán sobremanera, acompañándose del Niño Jesús, con algún utensilio de su oficio, sin que, de ordinario, faltase la vara florida que es su atributo, por excelencia, procedente de los Apócrifos.

Fechas destacadas: 1621 y 1870

La historia del culto y veneración del santo posee dos momentos muy especiales. La primera es el año 1621, cuando el papa Gregorio XV ordenó que la fiesta del santo se celebrara en toda la Iglesia el 19 de marzo. La provisión del obispo de Pamplona, declarando la fiesta de precepto, se publicó en un edicto que lleva fecha de 5 de marzo de 1622.

Posteriormente, en 1870, Pío IX lo proclamó patrono de la Iglesia Universal y más recientemente, en 1955, Pío XII lo declaró protector de los trabajadores por su condición de carpintero, celebrándose esta fiesta el 1 de mayo.

Para entonces, en Pamplona y su diócesis ya venía celebrándose de manera particular. En 1518 su oficio figura en la catedral y, a petición de los sínodos de 1524 y 1531, se extendió su oficio para toda la diócesis. Además, el gremio de San José de carpinteros de Pamplona lo venía festejando de tiempo atrás, contando en el templo catedralicio con retablo, realizado en torno a 1560, del que queda su titular, obra de Miguel de Espinal I. Los gremios de Tudela, Estella, Sangüesa, Corella, Fitero, Cascante y Corella, entre otros, también lo ensalzaron adecuadamente.

Junto a estas asociaciones de corte profesional, también se fundaron otras cofradías de marcado carácter devocional, entre las que destacaron las de Pamplona y Tudela, todas ellas en el siglo XVIII. La de Tudela radicaba en el convento del Carmen Calzado y se fundó en 1731.

En el convento del Carmen de la capital navarra se constituyó su cofradía en 1716. Su imagen titular –hoy en la parroquia de San Agustín- fue la única que se estampó en un grabado ya en la segunda mitad del siglo XVIII. En su organización contaba con un prior, dos diputados, dos enfermeros y cuatro mayordomos y dos monitores, cargos que se elegían anualmente. Al igual que en otras cofradías, si un hermano enfermaba era socorrido espiritual y económicamente. La fiesta se celebraba con gran solemnidad en lo litúrgico y en lo lúdico, con hogueras y voladores. Otra cofradía dedicada a San José y los Desposorios tuvo su sede en San Saturnino desde 1717, año en que Pedro Castellos regaló la imagen del santo.

Las siguientes localidades, según el estudio de Eduardo Morales, también contaron con cofradías bajo su advocación: Alsasua, Aranaz, Beinza-Labayen, Ciordia, Elizondo, Goizueta, Lacunza, Lesaca, Olazagutía, Puente la Reina, Urdax, Vera de Bidasoa y Zugarramurdi en la merindad de Pamplona. En tierras tudelanas, se documentan las de Cascante, Fitero, Corella y Villafranca. En la merindad de Sangüesa figuran las de Aoiz, Burgui, Jaurrieta, Lumbier, Ochagavía, Sangüesa, Urroz y Valcarlos y en la de Estella las de Andosilla, Estella, Lodosa y Viana.

Toda esa extensión de su culto estuvo relacionada, en muchas ocasiones, con la devoción al santo, en el momento de la muerte. Su tránsito, genialmente pintado por Vicente Berdusán en el Carmen de Tudela, en 1673, gozó de gran popularidad, ya que, en al tiempo de partir de este mundo, estuvo acompañado nada menos por la Virgen María y Cristo. Aquella muerte era la más deseable. La oración al santo era para obtener la defensa del enemigo que acecha al alma en el último momento, con lo que san José se convirtió en modelo de bien morir y abogado de la buena muerte.

 La declaración en 1870, antes mencionada, se tradujo en la llegada a Navarra de numerosas esculturas de los talleres de Olot, si bien la mayor parte adolecen de calidad y maestría.

Algunas imágenes singulares en Navarra

El 20 de marzo de 2015, publicamos en este periódico un artículo en relación con este tema. A él nos remitimos, resumiendo su contenido y añadiendo otras consideraciones y reflexiones, así como otros ejemplos señeros.

Entre las representaciones renacentistas, destacaremos la de su retablo en la catedral de Pamplona, a la que hemos aludido y una tabla en el retablo de la Visitación de la parroquia de San Pedro de Tafalla y, sobre todo, la de la sacristía de la capilla del Espíritu Santo de la catedral de Tudela, obra interesante por distintos motivos. En primer lugar por su datación, en torno a 1540 y, sobre todo por acompañarse de un matrimonio -aún sin identificar-, en el que él, con aspecto de funcionario, porta un libro verde,  que quizás se pueda identificar con el Libro Verde de Aragón que, como se sabe, era un manuscrito de 1507, muy difundido a lo largo del Quinientos, en el que aparecían todas las genealogías de familias aragonesas con antecedentes conversos.

Como consecuencia de la extensión de su fiesta con carácter universal, hay que situar numerosas imágenes. Mencionemos tres, la delicada de Ablitas, obra de Juan de Biniés, con rasgos ya de cierto naturalismo del primer Barroco; la de San Juan de Estella, seguramente obra de Juan III Imberto y la del retablo mayor de Subiza, obra de Domingo de Lusa. En este último caso, llama la atención porque entre el niño y el santo sostienen un compás, no una sierra, ni una escuadra. Su presencia obedece a la del oficio, considerado más intelectual que manual, como un simple carpintero. Nada más ilustrativo que leer el texto del padre Gracián, cuando glosa el oficio de san José, como arquitecto y tracista: “Suele un gran maestro que quiere labrar un suntuoso palacio escoger oficiales que le ayuden, peones que sirvan, y buscar los materiales convenientes para la fábrica; mas primero que ponga mano a la obra, ni ordene ni mande a los oficiales que han de labrar, busca un carpintero viejo y experimentado y trata con él el edificio que pretende hacer. Y los dos a solas dibujan la planta, hacen el diseño, fabrican el modelo y, después de todo prevenido, apuntado y concertado, se ponen las manos a la labor”.

Los ejemplos decididamente barrocos, de gran calidad, los podemos contemplar en Recoletas, San Agustín -procedente del Carmen Calzado- y San Saturnino, todos ellos en Pamplona. Destacan también las esculturas del Museo de Corella, Santa María de Tafalla y Cintruénigo.  No faltan algunas de origen foráneo: Arizcun y Azpilcueta, obras de Luis Salvador Carmona; las de Araceli de Corella y parroquia de Arizcun, realizadas por Diego de Camporredondo, y las de Comendadoras de Puente la Reina y desaparecida de Carmelitas de Lesaca, obras estas dos últimas del aragonés José Ramírez de Arellano. La escultura del Carmen de Tudela sigue plenamente el dibujo del santo en una bella sanguina que se conserva en el Museo del Prado de Juan Antonio Salvador Carmona. Las tallas del coro bajo de Recoletas de Pamplona y de la sacristía de la catedral de Tudela, son piezas importadas de Nápoles.  La de Aranaz llegó desde Indias, remitida por don Martín de Aróstegui, caballero de Santiago y presidente de la Compañía de Comercio de La Habana, en 1736.

A estas señeras imágenes, añadiremos la que el mencionado Luis Salvador Carmona hizo para San Fermín de los Navarros, en 1746, que era valorada por un librito editado en Pamplona por los Herederos de Martínez en 1756 y dedicado a san José, como protector de los terremotos, “de tal bella escultura, que consolaba su hermosura al más afligido corazón”.

Una serie de seis lienzos en los Carmelitas de Pamplona

Respecto a los ciclos, el único que se conserva actualmente es el que decora la nave de la iglesia de los Carmelitas Descalzos de la capital navarra, realizado bajo el cuidado de fray Bernardo de la Madre de Dios, prior de Pamplona en varias ocasiones y provincial. El conjunto fue posible gracias a una copiosa limosna que le había remitido su hermano don José Francisco Bigüézal, obispo de Ciudad Rodrigo entre 1756 y 1762. La realización se debió retrasar hasta 1765, a juzgar por algún pleito que los frailes mantuvieron en relación con el patrono de una de las capillas de la iglesia. Su autor fue Pedro de Rada, pintor establecido en Pamplona en el segundo tercio del siglo XVIII y con amplia obra, tanto en la sacristía de la catedral, como en diversos encargos de las instituciones del Reino.

En el ciclo se incluyeron cinco pasajes que figuran en el Nuevo Testamento: la Adoración de los pastores (Lc 2, 8-20), la Circuncisión del Niño Jesús (Lc 2, 21), la Presentación del Niño Jesús en el Templo (Lc 2, 22-40), la Huida a Egipto (Mt 2, 13-15, 19-23) y el Niño Jesús perdido y hallado en el Templo (Lc 2, 41-52). A esas escenas se añadió una sexta, con el tema de la muerte de san José, narrado en los Apócrifos y otros textos publicados a partir del siglo XVI.

El pintor, como otros muchos, se basó para realizar todas aquellas composiciones en estampas grabadas. Sin embargo, pese a lo que pudiéramos pensar, no se utilizó una serie concreta de estampas, sino que en cada uno de los pasajes se copió de diferentes calcografías que, muy probablemente, entregaron los propios carmelitas a Pedro de Rada.