Publicado en
Diario de Navarra
Ricardo Fernández Gracia |
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Los muros de numerosos edificios, durante otras tantas épocas, se revistieron de color, cuando no de escultura monumental, muchas veces, policromada. No hay sino echar la vista hacia la portada de Santa María de Olite o las pinturas murales del periodo gótico para percatarse que nada más lejos de la piedra descarnada, que hoy muestran muchas fábricas por intervenciones, harto desafortunadas. Durante el Renacimiento, los interiores de iglesias y conjuntos palaciegos contaron asimismo con revestimientos, como auténtica epidermis de un concepto de la arquitectura.
Los siglos del Barroco fueron testigos de una especial presencia de color, ornato, ostentación y magnificencia en exteriores y, más aún, en los interiores de iglesias, capillas y camarines, que quisieron generar un auténtico “caelum in terris”. Fue el momento del triunfo de las yeserías y de la pintura decorativa e ilusionista. En cuanto a la temporalidad de un sistema u otro, hay que hacer notar que, desde la segunda década del siglo XVIII, las grandes escenografías pintadas fueron conviviendo con las yeserías, a las que llegarían a sustituir décadas más tarde. Esa “piel de la arquitectura”, en expresión del profesor Alfredo Morales para el caso sevillano, constituye la verdadera esencia para la comprensión del espacio interior del templo, en aras a motivar a los sentidos de los fieles, siempre más vulnerables que el intelecto, en una sociedad mayoritariamente iletrada.
Bajo esos presupuestos, nos detendremos en tres aspectos de la basílica de San Gregorio Ostiense, ubicada en lo alto y, por tanto, símbolo visible de dominio del paisaje y de la naturaleza controlada por el hombre, con un cuidado diseño en su llamativa y buscada silueta.
Un pórtico singular con escultura monumental
A fines del siglo XVII, en 1694, con la oportuna licencia episcopal de 1691, el maestro estellés Vicente Frías recibió el encargo para la realización de la monumental fachada de la basílica, que dejaría sin terminar a su muerte, en 1703. El encargado de finalizarlo, entre 1710 y 1712, fue otro famoso retablista, en este caso del foco de Tudela, José de San Juan y Martín. Su trabajo aportó al conjunto la calidad y el aire de una obra del foco ribero, con su aporte personal. En aras al mayor lucimiento del ornato, utilizó el estuco, más moldeable que la piedra, en contra de lo estipulado. Los tasadores, del conjunto fueron José Ortega, en nombre de la basílica, y Juan Angel Nagusia en representación de San Juan. Ambos maestros denunciaron que ciertas zonas estaban talladas en estuco cuando “era de obligación de dicho Joseph de San Juan ejecutar en piedra todo lo que queda expresado” y además “se halla a la inclemencia del sol, aire y agua”. Sin embargo, también reconocieron que si “los dichos adornos e historias se hubieran ejecutado en los relieves que tenía la dicha obra de piedra no podía quedar con la perfección y hermosura que se halla por haberse fabricado con dicha materia de estuco”.
La piedra elegida fue la blanca, posiblemente de las canteras de Mendaza, para destacar del resto de construcciones de la zona que utiliza la rojiza. El modelo fue una fachada de tres calles, las laterales planas y de menor altura, unidas a la central mediante aletones. Ésta última tiene la peculiaridad de organizarse igual que un retablo cascarón, con una dinámica planta, alzados con sotabanco, banco, dos cuerpos articulados por columnas salomónicas y ático con forma de media naranja.
Gran parte de sus superficies fueron soporte de un profuso ornato, o lo que es un verdadero disfraz que esconde las estructuras. Lamentablemente, gran parte de aquella decoración, principalmente los motivos vegetales y los dos relieves historiados desaparecieron en el pasado siglo.
Respecto a las columnas salomónicas, con una guirnalda en sus gargantas, es posible que tuviesen como fuente de inspiración el tratado de Juan Caramuel sobre arquitectura oblicua (1678), que tanto contribuyó a la barroquización del retablo hispano. Se utilizaron, en Navarra, en contadas ocasiones como el retablo de Santa Catalina de la catedral de Pamplona (1686) o el grabado que representa a las Cortes de Navarra, firmado por Dionisio de Ollo (1686).
La iconografía presenta a los santos Pedro y Pablo a los lados del blasón con los atributos episcopales en el primer cuerpo. El segundo cuerpo está presidido por la figura del titular con sendos relieves hoy perdidos y que podemos identificar gracias a fotografías antiguas. En el de la izquierda se representó el momento previo a la muerte del santo en su lecho en Logroño, en el momento en que se incorporó y bendijo a sus discípulos. El compartimento de la izquierda se reservó a la llegada de la caballería con el ataúd del santo al monte de Piñava, en donde ya había una pequeña iglesia y un ermitaño que, recostado, asiste a la escena. El padre Andrés de Salazar describe este pasaje así en el capítulo décimo octavo de su obra (1624) cuando afirma: “y lo mismo la tercera vez, que vino a ser cerca de donde está ahora la iglesia y basílica deste gloriosísimo santo, que es en la cumbre y cima de una montaña no muy alta, aunque por algunas partes es fragosa …. Estaba para cuando llegó allí el cuerpo santo fundada ya una ermita o iglesia que se llamaba San Salvador de Piñava … En esta dicha iglesia vivía un varón santísimo haciendo vida eremítica, el cual con la devota gente de la tierra y con los de la bendita familia de San Gregorio pusieron su santísimo cuerpo, sin duda alguna, entre otras innumerables reliquias de santos mártires que allí había .….”.
En el cascarón se ubicaba un gran relieve de la Asunción de la Virgen, visible en la obra de Madrazo, publicada en 1886, si bien ya no aparece en la fotografía de 1916. En sus líneas generales seguía el modelo del grupo asuncionista del retablo mayor de Miranda de Arga, obra del mencionado José de San Juan (1700-1704).
Una cabecera rococó con distintos niveles de ornato
Como es bien sabido, el viaje peninsular de la Santa Cabeza de 1756, a petición real, para luchar contra una gran plaga de langosta, posibilitó unas saneadas cuentas con las que se impulsó la construcción de la nueva cabecera y su decoración según los usos del rococó.
Dada la importancia y significado del proyecto, se requirieron, en 1758, planos a fray José de San Juan de la Cruz, carmelita descalzo entonces residente en Logroño, José Marzal y Gil de Tudela y al maestro del colegio de Loyola Fernando Agoiz. El plan elegido fue el del fraile, con una cabecera y brazos del crucero formando un trilóbulo cubiertos por casquetes y gran cúpula sobre tambor en el espacio del crucero. Los muros y, especialmente, las cubiertas se cubren con un orden con yeserías de finas rocallas en un ambiente de iluminación contrastada. Estructuras, ornato y luz convierten a este crucero en un conjunto espectacular y colorista, a lo que colaboran los retablos dorados y los colores de las yeserías sobre fondo blanco. La ejecución material de la obra corrió a cargo de José del Castillo, cantero de Piedramillera, Miguel y Juan José Albéniz, albañiles de Estella y Juan José Murga, escultor de Oteiza, en tanto que la decoración pintada se encargó, en 1765, al dorador de Los Arcos Santiago Zuazo, con condicionado del citado fraile carmelita.
El conjunto de yeserías resulta de enorme efectismo, tanto las de la cúpula como las de las paredes, con gran dominio de los fondos blancos que, aunque es característica de la fase rococó, es posible que no lo fuese de tanta intensidad en el proyecto original. Destacan los santos, evangelistas y, sobre todo, un ciclo de la vida del titular, desarrollado en el anillo de la cúpula, con las escenas más significativas de su historia legendaria. No describiremos nada de ello por haberse hecho en numerosas ocasiones, pero sí destacaremos una del programa que hoy ya ha desaparecido y cuya existencia ha pasado inadvertida. Nos referimos a las pinturas que decoraban los muros de la cabecera, a las que se refiere Madrazo, tomando la nota de la novena del santo escrita, en 1877, por Luis Bermejo y Roncal y editada en diversas ocasiones en Logroño (1880), Pamplona (1888) y Estella (1899). Allí leemos: “Los costados de la capilla mayor tienen figuras pintadas a lo vivo, y lo mismo fuera de ella entre capilla y capilla, simulando en un lado un sacerdote que sale a celebrar misa y en el otro, uno revestido con sobrepelliz”. Todo ello lo juzga Madrazo como “juguetes” impropios de la gravedad y majestad del santuario, si bien fue durante el siglo XVIII cuando se impuso el ilusionismo arquitectónico, que añade a la realidad figuras y arquitecturas fingidas, haciéndola más grandiosa, imaginativa y monumental. Ministros de la liturgia, entrando o saliendo por puertas, ya se habían representado por Francisco del Plano en San Francisco de Viana, décadas atrás. Constituían un procedimiento usual en este tipo de pinturas ilusionistas. Es muy posible que bajo los encalados se encuentren aquellos trampantojos.
La nave con las historias del santo en una serie de 1831
El cuerpo de la nave mayor sufrió una nueva intervención en la última década del siglo XVIII, a raíz de un proyecto que hizo Diego Díaz del Valle (1796), documentado por Víctor Pastor Abaigar, que se llevaría a cabo, finalmente, bajo la dirección del maestro riojano Francisco Sabando, a partir de 1797.
El verdadero carácter del interior de la nave son las pinturas de su cubierta y, sobre todo, los lienzos que pintó el logroñés Ramón Garrido en 1831, en los que se representó un ciclo relativo a la vida del santo y su protección contra plagas del campo. Madrazo fue taxativo sobre su valor artístico cuando afirmaba hace siglo y medio: “¡qué triste desencanto espera al que, por la portada de este templo, de gusto italiano del XVII, se promete hallar dentro de él estatuas y pinturas de los célebres machinisti de la misma edad! (...) Ya que trajeron de fuera quien labrase las bellas estatuas del exterior, ¿por qué no haber traído también, para pintar sus bóvedas y sus paredes, fresquistas como los Lanfrancos, los Marattas y los Cortonas?”. Dos de los lienzos narran la aflicción de las gentes ante la plaga que devoraba los frutos, cereales y viñedos en Navarra y La Rioja, pidiendo remedio que llegó con la predicación del santo y el arrepentimiento de los fieles. Curiosamente, las personas representadas en ambos casos, lucen trajes e indumentaria del siglo XIX.