Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Patrimonio e identidad (41) ¿Cómo se hacía un retablo de madera policromada?
En un artículo de este mismo periódico, de 27 de octubre de 2017, ofrecimos unas pautas destinadas a la lectura de las imágenes distribuidas en los cuerpos y calles de un retablo. Hoy vamos hacer lo propio sobre la elaboración aquellas enormes estructuras de madera policromada del Renacimiento y el Barroco que, por cobijar en sus compartimentos pinturas, relieves y esculturas, son verdaderas escenografías áureas.
Si nos acercamos físicamente a un retablo, tendremos la oportunidad de observar apuradas, delicadas y costosas técnicas tradicionales de carpintería y comprobar cómo se ensamblaban las piezas, así como el preciosismo de las policromías. En definitiva, todo un conjunto de habilidades y destrezas de diferentes oficios, que nos ayudarán a valorar esas obras que atesoran también aspectos iconográficos, de uso y función e históricos.
Las partes que no vemos del retablo, aquellas que lo sujetan a las paredes de las capillas son interesantísimas, ya que nos muestran cómo se encajaban con vigas, anclajes y entramados de madera, así como restos de ejes y tramoyas para abrir y cerrar los expositores.
Un género híbrido
El retablo se conformó a finales del Medioevo, en una gigantesca máquina de alabastro, piedra, mármol o madera policromada que albergaba ciclos pintados de la vida de Cristo, de la Virgen y de los santos, llegando a ocupar toda la cabecera de la iglesia. En aquellos momentos estaba, por lo general, en manos de los pintores que se encargaban de sus mazonerías o las subarrendaban.
Esta costumbre continuó en el siglo XVI, durante el Renacimiento, aunque los retablos escultóricos y policromados compitieron con los pictóricos y por tanto los pintores dejaron de ser los protagonistas principales en la contratación de aquellas piezas de exorno litúrgico. Los retablos del momento se multiplicaron y adoptaron variadas tipologías, pero siempre con la unión de escultura y policromía con oros y ricos estofados.
Pero fue en el Barroco, durante los siglos XVII y XVIII, cuando el género alcanzó el mayor grado de plenitud y desarrollo. La vibración de sus formas, lo tupido de su decoración y la multiplicidad de sus imágenes confería a los templos españoles de la época, casi siempre de muros rígidos, inertes y cortados en ángulos rectos, una sensación de movilidad y expansión del espacio del que estructuralmente carecían. Los retablos provocaban de ese modo un ilusionismo muy característico del Barroco.
Las trazas dibujadas y los contratos
La presentación de un dibujo, con la traza de la pieza a ejecutar, era una condición previa al acuerdo entre las partes. A veces, se solicitaban varios modelos y una vez elegido el más conveniente se pasaba a firmar el contrato, ordinariamente ante el notario, en el que se fijaban precios, dimensiones, materiales, fianzas, plazos de ejecución y otros aspectos que dejaban a los maestros escasa libertad para introducir cualquier novedad. Generalmente, incorporaban la licencia, el permiso, el remate de candela y el convenio propiamente dicho.
Los modelos dibujados solían incluir no sólo el alzado, sino la planta. Los más complicados, como los de retablos de cascarón, con profundas plantas cóncavas, exigían detallados dibujos, como podemos ver en la traza del retablo de la Virgen del Camino de Pamplona de 1766, en donde su autor hizo gala de gran pericia y conocimiento de la geometría, en unos momentos en que la Academia de San Fernando denunciaba la falta de preparación de los maestros de los gremios. Excepcionalmente, se conservan dibujos a color, como ocurre en el proyecto de Juan de Ursularre para las Agustinas Recoletas de Pamplona. Los dibujos conservados no son abundantes, pero constituyen un interesante material de estudio sobre la creatividad y la evolución de las formas.
De ordinario, los contratos se firmaban con un maestro que contaba en su taller con un número suficiente de oficiales y aprendices para acometer el proyecto. Sin embargo, también existió otro modo de proceder, el de aquellas personas o instituciones que no quisieron dejar la responsabilidad en un taller más o menos conocido. Así hizo el canónigo navarro Juan Miguel Mortela, natural de Sorauren, en el retablo de la Inmaculada de la catedral de Calahorra, haciendo montar un taller a su gusto con artífices procedentes de Navarra, Guipúzcoa, La Rioja y Aragón, lo que habla de su conocimiento del ambiente artístico en distintos lugares. Este método de trabajo, a jornal diario, con oficiales destacados por su pericia no debió ser tan infrecuente y se utilizó, como veremos, en Corella.
Madera en su mayor parte de Roncal
La profesora García Gaínza señala cómo en la etapa romanista se reservó el nogal para las obras de primera clase; dejando el tilo y el pino para trabajos menos importantes. Se optaba por la madera de los bosques cercanos a los pueblos, como ocurrió en Ochagavía.
Durante los siglos XVII y XVIII, la mayor parte se realizaron con madera de Roncal conducida por las almadías, aunque en ocasiones también se trajo de Soria o Segovia. Veamos algunos ejemplos del potente taller tudelano. Francisco Gurrea, en el retablo mayor de Caparroso (1691), se comprometió a utilizar “pino de ley de el que baja de las montañas de Aragón y el que se trae de la tierra de Soria, sin que se pueda mezclar en molduras, ensamblaje ni talla, los pinos bordes de estas Bardenas Reales de Navarra”. Para el mayor de Cárcar, José de San Juan se obligó a hacerlo con madera de pino “de ley de la que baja por el río Aragón, teniendo obligación el maestro de cortar la dicha madera en los menguantes de enero, febrero o marzo, por ser los más a propósito para su duración”. Esto último estaba fundamentado en que, en esos meses, se producía el empuje de la primera savia del año y era esencial cortar entonces y dejar secar en el monte con la copa boca abajo, antes de conducir la madera al aserradero.
La costumbre de combinar el pino con el álamo la encontramos en el foco tudelano. Así lo hizo José Serrano en el retablo del Rosario de Ablitas en 1727, con pino “limpio de nudos y libre de resineros” y álamo blanco para las estatuas y columnas. Lo mismo hizo el citado maestro en el de Santa Teresa de Fitero (1730), en donde se fijó el “pino de la montaña de buena calidad y sólo se le podrá admitir que las columnas y alguna talla sea de álamo blanco de buena calidad”.
Los talleres pamploneses también utilizaron en su mayor parte el pino. Juan Barón lo hizo, en 1674, en los retablos de las Clarisas de Estella con “pino abete seco de calidad”. También se impuso en Pamplona, en los retablos de la Virgen del Rosario de los Dominicos (1687), el desaparecido retablo del Carmen Calzado (1672) y el de Santa Catalina de la catedral (1686). En la etapa rococó se siguió utilizando el mismo material como muestran los contratos de los retablos de Goizueta, Elizondo y de la Virgen del Camino de la capital navarra.
Los talleres estelleses combinaron las diversas maderas, pino, roble y nogal principalmente. Gabriel de Berástegui se hizo cargo del retablo de Vidaurre en 1674 con la condición de hacerlo con madera de nogal “seca, cortada en buen tiempo”. Juan Ángel Nagusia hizo otro tanto al contratar con otros maestros de Estella el retablo mayor de Mendigaña en Azcona, en 1713, obligándose a utilizar madera de nogal “seco, cortado en su tiempo, sin que tenga daño de carcoma, ni otra maleza alguna”.
La elaboración en el taller y la división del trabajo: distintas especialidades
Apenas tenemos datos de cuántos artífices intervenían en la construcción de los retablos, porque los documentos siempre los firma el responsable de la obra, el maestro contratante. El profesor Pérez Sánchez denominó un “problema no totalmente resuelto respecto a la paternidad de los retablos”, según el cual, el reparto de responsabilidades en su construcción queda siempre desdibujada. En el proceso intervenían ensambladores, entalladores o tallistas, limpiantes de talla y limpiantes de escultura e imagineros o escultores para los relieves y bultos redondos. El utillaje para el trabajo estaba constituido por hachas, tornos, sierras, escoplos, martillos, cinceles, gubias, abrazaderas, colas y clavos de madera en el siglo XVI y gran parte del XVII, que cedieron paso a los de hierro en el XVIII.
Los ensambladores, como carpinteros especializados, unían las piezas de la arquitectura del conjunto milimétricamente, por el procedimiento de la cola de milano -corte en el extremo de un madero en forma de trapecio, más ancha por la cabeza que por el arranque-, utilizando generalmente clavos de madera. Los torneros hacían lo propio para realizar las columnas salomónicas con sus senos y gargantas. Los entalladores, más tarde llamados tallistas, se encargaban de todas las labores decorativas, abundantes en los retablos del Primer Renacimiento, con grutescos y cartelas y en los de las fases decorativas del Barroco. Por último, para la iconografía se acudía a los pintores, que realizaban las tablas o lienzos, o a los escultores si la pieza exhibía relieves o esculturas de bulto redondo. En este último caso, los aprendices y oficiales realizaban la práctica totalidad de las piezas, dejando al maestro manos y cabezas, como partes que exigían mayor pericia, ya que aportaban expresiones para generar empatía con quienes contemplaban las obras. Al respecto, resultan harto elocuentes las importaciones desde Valladolid de esas partes para diferentes esculturas del colegio de los Jesuitas de Pamplona.
En ocasiones, el maestro que contrataba la obra, subcontrataba parte de la misma, como ocurrió, en 1597, con el escultor González de San Pedro, encargado del retablo de la catedral de Pamplona, que traspasó toda la labor de arquitectura de la pieza al ensamblador Domingo de Bidarte, a excepción de los capiteles corintios y compuestos, que quedarían para entalladores.
Los datos más reveladores acerca de la división del trabajo en uno de los grandes retablos nos los proporciona lo ocurrido en el mayor de San Miguel de Corella. El encargo lo recibió Juan Antonio Gutiérrez en 1718. Las minuciosas cuentas presentadas por Agustín de Sesma, superintendente de la obra, nos permiten saber que a fines de 1719 se colocó el primer cuerpo del sagrario, en mayo de 1720 el escultor Pedro Onofre Coll comenzó a esculpir las imágenes de los santos y los angelitos y, a comienzos de 1721, ya estaban montados todos los elementos hasta la cornisa, con excepción de las columnas, que se estaban trabajando con cuatro maderos traídos de Calahorra. Por fin, el 5 de julio de 1721 se llevó a la iglesia el cascarón y al año siguiente se colocaron las columnas y los santos.
Mayor interés poseen los datos referentes a los ayudantes y oficiales que empleó Juan Antonio Gutiérrez que, jerarquizados por orden de sueldo, fueron: Pedro Onofre Coll, con siete reales y medio; José Andrés y Manuel Ugarte, con cinco reales; Juan Aibar, Pedro Peiró, José Zabala, Francisco Rey y Salvador Villa, con cuatro reales; Martín de Lizarre, José Oraa, José de Aguerri, Francisco Tudela, José de la Dehesa y Manuel Abadía, con tres reales, y el joven Diego de Camporredondo, con dos y medio. Ni qué decir tiene que las especialidades de todos ellos debían de ser en una tercera parte de ensambladores y el resto tallistas, dadas las características del retablo. Algunos de aquellos nombres destacaron por sus proyectos décadas más tarde, de manera especial Pedro Onofre Coll y Diego de Camporredondo. Estos nombres y sus sueldos son excepcionales en el panorama de la documentación de retablos hispanos y se deben equiparar con lo antes comentado sobre el retablo de la Inmaculada de la catedral de Calahorra, costeado por el arcediano navarro Juan Miguel Mortela.
En el caso del retablo mayor de Falces, concluido muy a gusto del patronato de la villa, en 1703, sabemos que intervinieron siete oficiales de su autor, Francisco Gurrea, que recibió “cien reales de a ocho y cincuenta robos de trigo y siete oficiales suyos a cuatro pesos a cada uno”.
El proceso polícromo
La apariencia definitiva del retablo se completaba con su dorado y policromado, que costaba mucho más que la ejecución del mismo, por utilizar el oro como material. Como es sabido, las fases del proceso polícromo son cuatro y de aplicación sucesiva: aparejado, dorado, estofado y encarnación. El tiempo que mediaba entre la terminación de la obra de talla hasta la aplicación de dorado y estofado favorecía el secado de la madera, aproximadamente un año. El dorado a base de panes de oro procedente monedas y joyas, que preparaba el batihojas, se utilizaba mate o bruñido (a pulimento).
Por norma general, los retablos barrocos se policromaron con un periodo que oscilaba entre los cinco y diez años, a partir de la fecha de la conclusión de su arquitectura y escultura, con lo que podemos considerar a la obra resultante un arte unitario. Durante el Renacimiento, detalladamente estudiado por el profesor Pedro Echeverría, esta coetaneidad entre escultura y policromía resulta más excepcional por lo costoso y dilatado de las labores de estofado. En algunas ocasiones también resultaba normal que se policromasen primero el sagrario y las imágenes, para acometer más tarde el dorado de la arquitectura.
Cuando el retablo se policromó con una gran distancia de tiempo, generalmente por dificultades económicas de parroquias o conventos, la unidad artística de la pieza se resintió, ya que determinadas piezas exigen unas características propias de dorado. En estos casos se puede hablar de fusión de dos lenguajes artísticos distintos, correspondiendo a la policromía el efecto epidérmico final que, a veces, ha inducido a valoraciones equívocas sobre el retablo.