20/05/2025
Publicado en
El Debate
Ramiro Pellitero |
Profesor de la Facultad de Teología
El 20 de mayo el mundo cristiano celebra los 1700 años del Concilio de Nicea, primer concilio ecuménico. En él se declaró que Jesucristo es Dios (verdadero Dios y verdadero hombre), hijo eterno de Dios (homousios = de la misma naturaleza del Padre) y hecho hombre por nuestra salvación. La filiación divina de Jesús nos ha hecho hijos en Él y hermanos entre nosotros, especialmente los cristianos.
Esto ha tenido y sigue teniendo grandes consecuencias para la historia y la cultura, a través de la vida cristiana, como se apunta en el documento de la Comisión Teológica Internacional, “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador: 1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea (325-2025)”. Nos limitamos aquí a señalar algunas implicaciones educativas de las conclusiones del texto (cf. nn 121-124).
Ante todo, el camino de la belleza. Se dice que esta celebración “es una invitación apremiante para que la Iglesia redescubra el tesoro que se le ha confiado y aproveche para compartirlo con alegría, en un nuevo impulso, incluso en una ‘nueva etapa de evangelización’”, con palabras del Papa Francisco. Sin duda con implicaciones educativas.
Lo primero que propone es “dejarnos asombrar por la inmensidad de Cristo para que todos queden maravillados; reavivar el fuego de nuestro amor al Señor Jesús, para que todos puedan arder de amor por él. Nada ni nadie es más hermoso, más vivificante, más necesario que Él”, como ya dijo Dostoievski.
En efecto, ¿cómo es posible acostumbrarse a que Dios se haya unido, en Cristo, a la humanidad para llevarla a la plenitud de la vocación humana, y, además, de modo que nos ha hecho hijos amados y hermanos en la familia de Dios mediante el Espíritu Santo?
Y por eso: “Quienes han visto la gloria (doxa) de Cristo pueden cantarla y dejar que la doxología se convierta en anuncio generoso y fraterno, es decir, en kerigma”.
Segundo, el realismo. Conviene señalar que el mensaje cristiano no es nada ingenuo: no pasa por alto el mal, ni la complejidad de la realidad, ni tampoco olvida nuestra resistencia a los planes divinos.
Señala el documento: “Proclamar a Jesús como nuestra Salvación desde la fe expresada en Nicea no es ignorar la realidad de la humanidad. No da la espalda a los sufrimientos y a las sacudidas que atormentan al mundo y que hoy parecen socavar toda esperanza”.
Así es, porque no se puede decir que Jesús no haya conocido “la violencia del pecado y del rechazo, la soledad del abandono y de la muerte”; pero desde ese abismo del mal, “ha resucitado para llevarnos también a nosotros en su victoria hasta la gloria de la resurrección”.
Además, el anuncio renovado de la salvación obrada por Cristo, “tampoco ignora la cultura y las culturas, al contrario, también aquí con esperanza y caridad las escucha y se enriquece con ellas, las invita a la purificación y las eleva”.
Al mismo tiempo, “entrar en una esperanza tal requiere evidentemente una conversión, en primer lugar, de parte de quien anuncia a Jesús con la vida y con la palabra, porque implica una renovación de la inteligencia según el pensamiento de Cristo”.
Por eso, siendo Nicea “fruto de una transformación del pensamiento que ha sido posible por el acontecimiento Jesucristo”, “solo será posible una etapa nueva de evangelización para aquellos que se dejan renovar por este acontecimiento, para quienes se dejan aferrar por la gloria de Cristo, siempre nueva”.
Tercero, la concreta escuela de la misericordia: “Proclamar a Jesús como nuestra Salvación desde la fe expresada en Nicea significa prestar especial atención a los más pequeños y vulnerables de nuestros hermanos y hermanas”. Nos compromete personal y socialmente: “Proclamar significa aquí “dar de comer”, “dar de beber”, “acoger”, “vestir” e “ir a visitar” (Mt 25,34-40)”. Es decir, con las obras de misericordia, “irradiar la humilde gloria de la fe, de la esperanza y de la caridad para con aquellos en los que no se tiene confianza, de quienes nadie espera nada y que no son amados por el mundo”.
Pero aquí no se habla solo del que hace las obras de misericordia, sino también del que las recibe: “No nos equivoquemos: estos crucificados de la historia son Cristo entre nosotros, en el sentido más fuerte posible: “conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).
Él se identifica con ellos y ellos con Él: “El Crucificado-Resucitado conoce íntimamente sus sufrimientos y ellos conocen los suyos. Son, por tanto, los apóstoles, maestros y evangelizadores de los ricos y de los sanos”.
Finalmente, la fe que viene de Nicea es la fe cristiana que se proclama en el Credo y se vive mediante la liturgia y los sacramentos, y la oración. Y que se testimonia con una conducta centrada en la fraternidad que se funda en Cristo. Por tanto, “el anuncio solo será fructífero si hay consonancia entre la forma del mensaje y su contenido, entre la forma de Cristo y la forma de la evangelización”. Esto requiere seguir a Cristo “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29; cf. Mt 5, 5) y dejarle actuar en nosotros para alcanzar Su victoria.
No es esta, se concluye, una victoria sobre los adversarios (excepto Satanás). No se trata de una batalla que deje perdedores; sino de la configuración con Cristo, que miraba con amor y compasión, dejándose llevar por el Espíritu del Padre.
En efecto, porque, en la vida de los cristianos, se cumple aquello de que el mensajero forma parte de un mensaje que abre siempre de nuevo al asombro.