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Ricardo Fernández Gracia, director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Algunas representaciones de artesanos y artistas en el patrimonio cultural navarro

vie, 18 nov 2016 14:08:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

Artesanos, artistas, artes útiles y liberales

A la hora de tratar sobre la consideración de las artes y los artistas en Occidente, hay que retrotraerse necesariamente a la etapa greco-romana para su perfecta comprensión. La tradición filosófica occidental formó un concepto genérico de arte, derivado de las nociones aristotélicas y escolásticas: el del ars latina y la técnica griega. Anaxágoras afirmó que el hombre es el más inteligente de los animales, “porque tiene dos manos” y Aristóteles volvió ese axioma del revés, imponiendo su concepción intelectualista, al afirmar que “el hombre trabaja con sus manos porque tiene razón”. Los griegos designaban indiferentemente con aquel término a toda producción realizada por el hombre y a las disciplinas del saber hacer: carpintero, constructor, tejedor, flautista, pintor…, pero pronto apareció una diferenciación entre dos grandes especies y Platón oponía las artes destinadas al placer (plásticas, decorativas y música) y las  útiles. En la civilización latina, las artes eran serviles o liberales se distinguían según exigiesen o no el trabajo corporal: la escultura y la pintura eran serviles (Séneca) y la música liberal, junto a la aritmética y la lógica.

En el Medioevo las artes liberales lo eran aristocráticas, propias de hombres libres e instruidos, e implicaban un ejercicio mental más que manual (gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría, astronomía y música). En un rango inferior estaban las mecánicas, hoy denominadas plásticas. Los artesanos tenían escasísimo o nulo peso social. En época del Gótico y de las ciudades, aparecieron los gremios de carácter corporativo, de auxilio, de control y de exigencia.

El concepto de Bellas Artes es mucho más tardío, de pleno siglo XVIII. Charles Batteaux, en su obra de 1746 Les Beaux-Arts réduits a un méme principe, acuñó el término Bellas Artes, que aplicó originalmente a la danza, la floricultura, la escultura, la música, la pintura y la poesía, añadiendo más tarde la arquitectura y la elocuencia. Posteriormente, la lista sufriría cambios según los distintos autores que añadirán o quitarán artes a esta lista.    

 

Algunos ejemplos medievales

 

En la escultura monumental de nuestros edificios del medioevo encontramos varias representaciones de artesanos, de las que señalaremos algunas, a modo de ejemplo. Una ménsula de la iglesia de la Magdalena de Tudela muestra a un cantero con maceta y puntero. El ábside principal del monasterio de Irache hay dos ménsulas con canteros con sus herramientas, concretamente portando martillo y picos con tallante. En la portada de Santa María de Sangüesa aparece al famoso herrero forjando la espada de Sigfrido. Al respecto, hay que recordar que en el siglo XII, cuando se hicieron estas obras, no había distinciones entre arquitecto, cantero, albañil, tal y como se entienden hoy. Las categorías, a cuya cabeza estaba el maestro, se debían más a una evolución en el proceso de aprendizaje, que a la profesión en sí. El maestro estaba al frente del taller, planificaba y repartía el trabajo y era el responsable tanto de lo escultórico como de lo arquitectónico propiamente dicho.

En la etapa gótica, dentro del siglo XIV, hay que citar dos descriptivos capiteles del claustro de la catedral de Pamplona que narran la construcción del arca de Noé, así como la fábrica de la torre de Babel. El primero comienza con la figura de Dios en una nube hablando a Noé y la construcción del arca propiamente dicha con personajes que trabajan con sierra, hacha y azuela en una viga colocada en un banco de carpintero. El de la torre repite los mismos motivos a ambos lados. En él aparecen operarios con distintos instrumentos de trabajo y destaca sobre todo la subida de materiales a la torre a través de rampas, con una mujer que porta un recipiente de mortero sobre la cabeza, un cantero con un sillar al hombro y un carretero cobrando su salario y la entrega de donativos al comitente de la obra que aparece sentado. En una de las ménsulas de la portada de la capilla Barbazana se narran episodios de la vida de San Pablo. Justamente  detrás del sumo sacerdote que autoriza a Pablo a prender cristianos,  asoma un escultor con una maza y una especie de cincel redondeado.

Una versión pictórica, datada en 1800, de Diego Díaz del Valle, presenta a un escultor trabajando en el siglo XV. Se trata del relicario de San Sebastián de Tafalla, en donde se narra el conocido relato legendario y milagroso de la boina que tuvo como protagonista al maestro Janin de Lome cuando tallaba la escultura del santo allá por 1426. Según se narra en el impreso que acompaña al relicario: “Estando Juan Lome, Cantero, haciendo a San Sebastián el de piedra (que se venera el  Real Convento de S. Francisco de Padres Observantes, y Patrono de la muy Noble y Leal Ciudad de Tafalla) se le ofreció el ir a casa. Al marchar se quitó de su cabeza la Gorra (que es esta misma de la buelta) y se la puso en la cabeza del santo diciendo; SANTO GUARDA GORRA. Llegó después un Pasagero, alargó la mano para llevársela, no pudo Sucedió el milagro año de mil cuatrocientos veinte y seis. Se pintó a devoción de Fr. Bernardo López Marroquin y Sandoval, Religioso Franciscano Observante, y Vicario de Casa de dicho Convento”.

 

El compás y la escuadra con los maestros del Renacimiento

El arte se hizo en el Renacimiento más erudito, conjugando con gran fuerza óptica, geometría, anatomía, fisiognomía, expresión de las pasiones, historia natural, arquitectura, anticuariado y mitología. Las escasas representaciones que tenemos de maestros en el siglo XVI hacen especial hincapié en colocar el compás y la escuadra, para distinguirlos de oficiales, canteros y albañiles.

En el retablo mayor de Ororbia (c.1523-24) encontramos historias pintadas de San Julián el Hospitalario, cuyas fuentes textuales remiten a la Leyenda Dorada. La tabla nos proporciona un crónica de cómo se construía en aquellas décadas, con gran protagonismo de la madera con uso de cimbrias, el andamio, y grúas elementales. En primer plano, el mecenas San Julián conversa con el maestro responsable de la fábrica que ostenta un pequeño y delicado compás con su mano derecha, mientras un oficial corta un sillar, con la escuadra, el compás y una escobilla al lado.

En la sacristía de la capilla del Espíritu Santo de la catedral de Tudela se encuentra una tabla del Primer Renacimiento que representa a San José en uno de los primeros ejemplos en que el santo se figura joven. Se acompaña de un par de donantes y se debe datar en torno a 1540 y de filiación aragonesa. Una gran escuadra identifica al santo como carpintero. Sin embargo, es el compás, situado estratégicamente en la parte central del escaño, junto a los donantes, un elemento que parece querer ir más allá que indicar el oficio del santo. Se trata de una tabla que guarda sus pequeños secretos por resolver y que necesita una investigación muy a fondo.

En el retablo del gremio de carpinteros y albañiles de la catedral, encontramos con su titular San José, a Santo Tomás con la escuadra en un relieve de hacia 1560, perteneciente a un retablo anterior. El santo apóstol, según un apócrifo del siglo III, habría sido arquitecto, recibiendo el encargo de un rey para levantarle un palacio. Tomás recibió el dinero para la construcción y lo distribuyó entre los necesitados. Cuando el rey quiso ver el palacio, Tomás le manifestó que, al dar el dinero a los pobres, le había construido un palacio en el cielo. El rey lo encerró en una prisión, pero más tarde lo perdonó. El relieve representa a Santo Tomás  sedente con su atributo, una enorme escuadra de albañil, la cual responde tanto a la profesión que se le atribuye en la leyenda como al hecho de ser patrón de arquitectos y geómetras.

 

Una excepcional alegoría de la arquitectura en un contexto académico: Luquin 1763

Realmente excepcional es la alegoría de la arquitectura que aparece en el retablo mayor de la parroquia de Luquin, sobre todo por su rareza en un contexto sagrado. El hecho que nos hace comprender su presencia está relacionado con su autor, Lucas de Mena y Martínez, hijo y nieto de retablistas que contrajo matrimonio con la hija de otro artífice, Dionisio de Villodas, en 1761, y acudió a la Real Academia de San Fernando de Madrid para perfeccionar su arte. En aquella institución se matriculó en octubre de 1762, cuando contaba con veinticinco años. A su regreso, con un bagaje cultural y nuevos aires, contrató a fines de 1763 el retablo de Luquin, bajo la supervisión de Silvestre de Soria, obra que entregaría en 1767. Sus líneas arquitectónicas y la calidad de la imaginería hablan per se de un nuevo estilo.

En el banco del retablo encontramos algunas alegorías, destacando la geometría, acompañada de globo y compás  y la arquitectura. Para esta última sigue en su diseño las recomendaciones de Cesare Ripa en su Iconología, cuando la describe como una mujer de edad madura con los brazos desnudos, acompañada de compás y escuadra –instrumentos de la geometría- y un pergamino en el que se dibuja una planta. Se acompaña asimismo de dos geniecillos que le traen un portalápiz, que habla de la importancia del dibujo como padre de todas las artes y una escuadra. La edad de la personificación la explica porque “en la madurez de la edad, para mejor mostrar que la experiencia suele coincidir en el hombre con el más alto grado de ejecución de sus obras más ambiciosas”.

La alegorización está en plena sintonía con la generalización del término “arquitecto” con otras connotaciones que las que hasta entonces había tenido. En España, desde mediados del siglo XVI, fuera del contexto teórico-artístico de algunas minorías, el arquitecto era un ensamblador de calidad, capaz de diseñar y plantear un retablo, una sillería de coro o la fachada de un órgano monumental. Con el oficio de arquitecto, se documentan en todas las regiones a retablistas significados que manejan con habilidad las gubias y, sobre todo, a los que son capaces de trazar y plantear, mediante un diseño, la organización bidimensional o tridimensional de retablos. La elaboración de las trazas cobró tal importancia, que Madrid, como capital de España, se convirtió en el siglo XVII en un lugar especialmente reconocido en su elaboración, dado que era en la Corte en donde mejor arte se consumía. Pero sería en el Siglo de las Luces cuando la disciplina de la arquitectura cobró una nueva dimensión con unos planes de estudio precisos contemplados a raíz de la fundación de la Real Academia de San Fernando. Gracias al control de las academias se acabó imponiendo una arquitectura de estado que, en nombre del buen gusto, condujo a cierta uniformidad, atajando también las peculiaridades regionales. Incluso se impondría el término de arquitecto del rey en sustitución de la caduca y vieja denominación de “maestro de obras reales”.

 

Autorretratos de pintores: dos tempranos ejemplos y su generalización en tiempos contemporáneos

Algunos estudios y especialistas han querido ver autorretratos de pintores en algunas señeras obras de nuestra pintura del Quinientos, desde el retablo de San Saturnino de Artajona, o los mayores de Santa María de Olite o Cintruénigo, obras estas últimas de Pedro de Aponte. No dejan de ser hipótesis que necesitan más pruebas para su correcta lectura e interpretación.

El verdadero retrato de un maestro pintor, tal y como vestían en la segunda mitad del siglo XVI, aparece en el retablo de la Asunción del monasterio de Fitero, realizado hacia 1580-1590, que en su día identificamos con Felices de Cáceres, pero que necesita una revisión. En cualquier caso, se trata de un ejemplo especial de época de Felipe II, único en el panorama pictórico navarro y harto raro en el Renacimiento español. El pintor, ataviado tal cual, luce los ropajes que recibían los aprendices del oficio el día de su examen, constituyendo un magnífico ejemplo de cómo se engalanaban los artistas del pincel, con su ropilla, ferreruelo, greguescos, gorra y medias, todo de color negro. La paleta con los colores es otro testimonio importante de la forma del citado objeto en aquellos tiempos.

Sin embargo, para tener un autorretrato con mayor trascendencia, con nombre y apellido de su autor, habrá que esperar al Siglo de las Luces. Un artista corellano que hizo su carrera en Madrid y Europa, Antonio González Ruiz (1711-1788), se hizo uno magnífico. El pintor pasó a la Villa y Corte, tras el fallecimiento de sus padres, con el fin de perfeccionar su arte con Miguel Ángel Houase. Más tarde, permaneció durante cinco años en París, Roma y Nápoles. Su papel en la creación y desarrollo de la Real Academia de San Fernando fue muy destacada. Es autor de retratos reales y de numerosos cartones para ser tejidos en la Real Fábrica de Santa Bárbara. El autorretrato  se conserva en la Real Academia de San Fernando de Madrid y es una obra excelente que destaca por su equilibrio compositivo y correcto dibujo. Se representa de medio cuerpo con casaca morada y peluca rizada, rostro vivaz y mirada penetrante. Como académico profeso, porta una carpeta repleta de papeles y un portalápiz con carboncillo y clarión para insistir en la importancia del dibujo en la enseñanza de las artes. El autorretrato ha sido datado en 1760 por Arrese y en 1766 por Pérez Sánchez.

En los siglos XIX y XX son más abundantes los autorretratos de pintores, en un contexto de consideración del pintor socialmente, algo que a Navarra llegó con mucho retraso respecto a otros países de Europa y a otros territorios peninsulares. El siglo XVII había significado el paso de los profesionales de los pinceles desde status de artesano al de artista. Los pintores firmaban sus obras, como gesto de autoafirmación en su profesión e incluso se retrataron, pero eso no significó que los establecidos en Navarra como Vicente Berdusán, José Eleizegui, Pedro Antonio de Rada o Diego Díaz del Valle -el único de todos ellos que practicó el género del retrato- se hiciesen un autorretrato. Tendrían que soplar otros aires ligados a los valores de la etapa contemporánea para que en verdadera prueba afirmativa de su nueva situación, tomasen los pinceles para dejarnos sus propios retratos.

Entre los autorretratos más significativos y de calidad en su ejecución y percepción hay que mencionar, entre otros, los de Javier Ciga, Emilio Sánchez Cayuela “Gutxi”, Gerardo Sacristán, Gustavo de Maeztu, Martín Caro o Juan José Aquerreta.