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Ricardo Fernández Gracia |
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Si algún santo experimentó una transformación física y moral a partir del siglo XVI, ése fue san José. Como es sabido, durante la Edad Media, su figura apenas tuvo relevancia. Durante el Románico y el Gótico se le representaba en algunos pasajes de la infancia de Cristo, generalmente en capiteles, claves, portadas y claustros y miniaturas, como un anciano somnoliento. Su imagen cambió radicalmente con la llegada de los siglos de la Modernidad, dejando atrás un modelo iconográfico legendario, acorde con algunos textos que lo presentaban con ochenta o noventa años. A partir del siglo XVI lo encontramos como un adulto vigoroso y con gran fuerza moral, en consonancia con una nueva visión en torno a su papel como padre adoptivo de Cristo. Su figura comenzó a ganar importancia en la liturgia y en el culto, destacando en los textos su silencio, sencillez y ternura.
Cuatro fueron los responsables de aquella transformación y todos ellos de gran autoridad. El primero fue, nada menos, que el canciller de la Universidad de París, el agustino francés Jean Gerson (1363-1429), conocido como el doctor christianissimus, que escribió un poema titulado “Josephina”, reivindicando su figura. El segundo fue el dominico Isidoro Isolano, de mayor proyección, con su libro, editado en Pavía en 1522, con el título de “Suma de los dones de San José”. En su texto glosó al padre adoptivo de Cristo como varón adornado de todo tipo de perfecciones, entre ellas los siete dones del Espíritu Santo y las ocho bienaventuranzas.
El tercer aporte, en esta ocasión en clave femenina, fue la especial querencia de santa Teresa de Jesús, que le dedicó la mayor parte de sus fundaciones y escribió así sobre él: "No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra (que como tenía el nombre de padre, siendo ayo, le podía mandar), así en el cielo hace cuanto le pide”.
En plena sintonía con el testimonio de la santa de Ávila, hemos de señalar en cuarto lugar, al que fuera su gran amigo y confidente, al padre carmelita descalzo Jerónimo Gracián, que escribió el Sumario de las Excelencias del Glorioso San Joseph, esposo de la Virgen María, publicado en Roma y dedicado a sus carpinteros, en 1597.
A través de esos textos y de un creciente culto se prodigaron sus imágenes como hombre fuerte y vigoroso, capaz de proteger y amparar a su familia. Sus representaciones en solitario se multiplicaron, acompañándose del Niño Jesús, con algún utensilio de su oficio, sin que, de ordinario, falte la vara florida, que es su atributo por excelencia, procedente de los Apócrifos.
La iconografía de san José es rica en Navarra. Sus pinturas y, más aún, sus esculturas que son abundantes a lo largo de la geografía foral, tuvieron un antes y un después a raíz de la determinación de 1621 del papa Gregorio XV, ordenando que su fiesta se celebrara en toda la Iglesia el 19 de marzo. Los siglos del Barroco supusieron, en todas las artes, un desarrollo sin precedentes de su iconografía y sus cofradías.
El mecenas
Respecto a los ciclos con pasajes en los que su figura aparece con mayor o menor protagonismo, el único que se conserva actualmente es el que decora la nave de la iglesia de los Carmelitas Descalzos de la capital navarra, realizado bajo el cuidado de fray Bernardo de la Madre de Dios (Bigüézal Díaz, 1696-1767), que tomó el hábito en Pamplona en 1715, lector en artes y teología, prior de Logroño y Pamplona y provincial. En su partida de defunción (1767), leemos, textualmente: “Fue singularmente devoto de N. P. S. Joseph y como por última expresión de su afecto cooperó con una buena limosna que su hermano el señor Obispo de Ciudad Rodrigo le envió para los gastos de seis cuadros muy / grandes y primorosos, con sus marcos y talla todo dorado, que con la Historia del Santo se han colocado en la iglesia de este Colegio”.
El conjunto fue posible, por tanto, gracias a la munificencia de don José Francisco Bigüézal (1692-1762), arcediano en la catedral de Astorga y obispo de Ciudad Rodrigo entre 1756 y 1762, que elaboró, a petición del rey, una ordenanza sobre la cesárea post mortem. La realización del conjunto de pinturas de Pamplona se debió retrasar hasta 1765, a juzgar por un pleito que los frailes mantuvieron en relación con el patrono de una de las capillas de su iglesia.
El autor de las pinturas
El pintor que llevó a cabo el conjunto fue Pedro Antonio de Rada († 1768), probablemente originario de Calahorra, en donde realizó obras de dorado, al igual que más tarde en Navarra. Pertenecía a una familia de pintores, entre los que destacaremos a Eugenio, activo en Santo Domingo de la Calzada, José y Manuel Lorenzo. Su presencia en Pamplona se documenta desde 1736, cuando recibió el encargo de cuatro grandes lienzos para la capilla de San Fermín, actualmente no conservados. Su actividad se vio muy ligada al obispo Gaspar de Miranda y Argáiz, quien realizó multitud de encargos a su protegido, tanto pinturas sobre lienzo como labores de policromía y dorado. Su obra más relevante fue la decoración de lienzos pintados de los lunetos de la sacristía rococó de la catedral de Pamplona (1762), en este caso bajo el mecenazgo del arcediano de la Cámara, el baztanés Pedro Fermín de Jáuregui. Compaginó los encargos episcopales y municipales, con los que le llegaron desde las instituciones del Reino, destacando algunos retratos reales. Trabajó para distintas poblaciones navarras, para Tarazona y La Rioja.
Las fuentes literarias y gráficas
No cabe duda que fueron los carmelitas los que eligieron los temas, en base a su conocimiento de las escrituras, optando por aquellos en los que san José había tenido un protagonismo especial, si bien añadieron uno de gran tradición en los carmelos teresianos y de origen apócrifo.
En el conjunto se incluyeron cinco pasajes que figuran en el Nuevo Testamento: la Adoración de los pastores (Lc 2, 8-20), la Circuncisión del Niño Jesús (Lc 2, 21), la Presentación del Niño Jesús en el Templo (Lc 2, 22-40), la Huida a Egipto (Mt 2, 13-15, 19-23) y el Niño Jesús perdido y hallado en el Templo (Lc 2, 41-52). A esas escenas se añadió una sexta, con el tema de la muerte de san José, narrado en los Apócrifos y otros textos bastante difundidos a partir del siglo XVI, especialmente por el mencionado padre Gracián y la mismísima María Jesús de Ágreda en su Mística Ciudad de Dios, obra muy leída en los refectorios conventuales.
El pintor, como otros muchos, se basó para realizar todas aquellas composiciones en estampas grabadas. Sin embargo, pese a lo que pudiéramos pensar, no se utilizó una serie concreta de estampas, sino que, en cada uno de los pasajes, copió de diferentes calcografías.
Para la Adoración de los pastores se utilizó un grabado flamenco del tema, muy difundido, según composición de Rubens, datada poco después de 1620. Distintos grabadores copiaron lo fundamental del cuadro del pintor flamenco y cualquiera de ellos pudo servir a Pedro de Rada para ejecutar la obra.
El lienzo de la Presentación del Niño Jesús en el templo copia literalmente la estampa calcográfica del mismo tema, realizada por François Louvemont, según pintura de Carlo Maratta, publicada por Giovanni Giacomo de Rossi, 1660-1690. En el caso de la Huida a Egipto, nos encontramos con un esquema muy difundido para la representación del mencionado pasaje en toda la pintura desde el Seiscientos. Para la pintura de Jesús entre los doctores, se sirvió del grabado de Pedro Perret, según invención de Heyndrick Withouck, con que se ilustró la Historia infantiae Christi, Amberes, 1591, en su segunda edición de París, 1591.
La última pintura del ciclo, dedicada como no podía ser de otro modo a la muerte del santo, es copia total del grabado del tema que hizo Nicolás Dorigny, según modelo de Carlo Maratta, 1688, en un esquema compositivo con un gran escorzo, que gozó de gran popularidad, porque devocionalmente fue muy requerido al ser invocado san José como patrono de la buena muerte. El pasaje de la muerte de san José era de inexcusable presencia en aquel ambiente carmelitano y josefino, en donde se invocaba al santo como abogado de la buena muerte, dado que al momento de partir de este mundo estuvo acompañado nada menos que por María y Cristo.
Al igual que otras series, ésta de los Carmelitas Descalzos de la capital navarra, no sólo sirvió para decorar el templo en su nave central, sino también para fijar la vista en distintos misterios ligados a la vida del padre adoptivo de Cristo y, en consecuencia, para imitar aquel devenir lleno de silencio y aceptación de la voluntad de Dios, tal y como se ocuparon de escribir y predicar sus numerosos panegiristas a lo largo de los siglos pasados, en un proceso que no dejó de crecer hasta que, en 1870, san José fue declarado patrono de la iglesia universal.
La pintura de la Circuncisión excepcional por su interpretación iconográfica
Para el lienzo de la Circuncisión, junto al Nombre de Jesús en la parte superior, utilizó lo fundamental del grabado de Cornelis Schut, que copia la pintura del mismo autor para los jesuitas de Amberes. Se trata de la única representación del citado pasaje que tenemos en Navarra y que transcurre fuera del templo, sin el Sumo Sacerdote y los elementos retóricos usuales en vestimentas y adornos del templo. En cuando al lugar, presencia de la Virgen, san José y el mohel arrodillado, dispuesto a hacer la circuncisión, se sigue lo que prescribe el mercedario fray Juan Interián de Ayala en su obra El pintor cristiano y erudito (1730). Este autor defiende que tuvo lugar en Belén y sin la presencia del Sumo Sacerdote, con numerosos argumentos, siguiendo a san Epifanio y otros autores. Refuta la posibilidad de que fuese en el templo, añadiendo a continuación todo lo referente al nombre de Jesús entre resplandores, tal y como encontramos en el lienzo. A diferencia del grabado de Schut, el que ejecuta la operación no es san José, sino un ministro especial -el mohel- tal y como defiende Interián. Todas esas circunstancias hacen de esta pintura algo sumamente excepcional en su tratamiento iconográfico en tierras navarras. La colección de las Escuelas Pías de Madrid conserva un cobre con el mismo contenido y ligeras variantes y que juzgamos como novohispano del siglo XVIII, aunque está clasificado en el siglo anterior.
El tema de la Circuncisión de Cristo fue considerado como uno de los siete dolores de la Virgen y la orden de los carmelitas contribuyó a la difusión de la devoción porque consideraron al Monte Carmelo como el Mons Circuncisionis Vitiorum. Los jesuitas convirtieron a la fiesta en algo principal, por lo que muchos de sus templos tienen como tema destacado en los retablos principales el de la Circuncisión.