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¿Qué fue la ‘tercera España’?

17/07/2025

Publicado en

The Conversation

Santiago de Navascués |

Profesor de la Facultad de Filosofía y letras

En junio de 1962, un variado grupo de españoles se reunió en Múnich para celebrar el IV Congreso del Movimiento Europeo, una organización fundada en 1947 que tenía como objetivo promover la integración europea.

Lo que comenzó como un encuentro político terminó como uno de los hitos de la reconciliación nacional más memorables de las últimas décadas: por primera vez en muchos años una mayoría antifranquista dejaba al margen sus diferencias para apostar por un proyecto en común.

El nacimiento de una idea

Cuando se proclamó la Segunda República española en abril de 1931, pocos podían intuir la tragedia que se avecinaba. Para una amplia mayoría de intelectuales –periodistas, escritores, profesores de universidad– la “niña bonita” simbolizaba un saludable cambio político para poner fin a los problemas endémicos de España.

Nombres señeros de la cultura, como José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, se movilizaron para formar la Agrupación al Servicio de la República con vistas a defender el nuevo régimen. Cuando apenas cinco años más tarde estalló la Guerra Civil, una gran parte de ellos había renegado de él.

En los tres años que duró el conflicto bélico, muchos de ellos se exiliaron en Europa o en América, y desde allí manifestaron posturas diversas sobre la legitimidad de los combatientes. Una de las más reconocibles fue la denominada “tercera España”, un maleable concepto que evocaba un rechazo tanto hacia el militarismo y el fascismo de los sublevados como hacia los métodos de los revolucionarios del lado republicano.

El diplomático Salvador de Madariaga, quien dio mayor difusión a esta posición equidistante, se postuló como mediador por la paz y la reconciliación durante la guerra. Por ello recibió críticas tanto de la izquierda, que lo acusó de traición a la República, como de la derecha, que lo tildó de “lacayo de Londres” y las potencias extranjeras.

Otros, como José Castillejo, pedagogo y profesor de la Institución Libre de Enseñanza, denunciaron el fracaso de la Segunda República por su incapacidad para crear una base social con valores afines, un proyecto en común para los españoles de todos los colores políticos.

La teorización de Madariaga

Para muchos de ellos, la Segunda República fue una república sin republicanos: llegó de forma inesperada en 1931, sin referéndum ni consulta popular, y encontró a sus principales actores políticos divididos. La derecha seguía siendo monárquica y la izquierda, cada vez más influida por el modelo soviético, prefería la vía revolucionaria. Más que un régimen democrático, la República funcionó desde el principio como un proyecto ideológico de ruptura, impulsado por sectores que entendían la legalidad como un instrumento transitorio para consolidar el poder. Los verdaderos republicanos eran minoría, como quedó claro en 1936.

En un contexto europeo marcado por crisis, fascismos y dictaduras, la República fue vista por muchos como un régimen transitorio o indeseable. Para unos fue la antesala de la revolución; para otros, una república burguesa que debía ser destruida. De ahí la sucesión de golpes, huelgas y conspiraciones que acabarían llevándola al colapso.

La idea de formar una “tercera España”, lejos de ser un simple intento de reconciliación, aspiraba a una mediación activa entre las polaridades de la sociedad española, buscando un espacio intermedio de encuentro y diálogo entre ciudadanos de tendencias diversas.

Para Madariaga, la “tercera España” tenía dos sentidos fundamentales: por un lado, como una clave interpretativa de la historia española que cuestionaba la dicotomía de las “dos Españas” y condenaba explícitamente tanto las sublevaciones de izquierda durante la República como el golpe de Estado de 1936. Por otro lado, y con mayor fuerza en esta etapa, como una actitud proyectiva y una propuesta orientada al ideal de reconciliación y a una solución práctica para la restauración política.

En la posguerra, la variedad de exiliados por oposición al régimen de Franco era insoslayable: monárquicos liberales, republicanos, democratacristianos, socialistas, socialdemócratas, nacionalistas vascos y catalanes. Para superar el franquismo, que se alimentaba de la exclusión de la anti-España, proclamar una reconciliación entre todas estas tendencias era clave.

El exilio y la búsqueda de consenso

Si la tercera España tuvo una cierta operatividad en la vida pública fue siguiendo una nueva vía, clave para distinguirse del aislacionismo franquista tanto como de los bloques comunista y americano que se habían consolidado en la Guerra Fría: la integración en Europa.

En cierto sentido, el aislamiento español había evitado que el país sufriera los embates de las dos guerras mundiales. Pero el ostracismo internacional en los años cincuenta solo perpetuaba un régimen cada vez más anacrónico.

Salvador de Madariaga, líder clave del europeísmo, enfatizó la necesidad de insertar a España en las Comunidades Europeas.

Así, con ocasión de la participación en el IV Congreso del Movimiento Europeo de Múnich en 1962, se consiguió reconciliar simbólicamente a diversos grupos antifranquistas con la vía de consenso. Allí estaban exfalangistas como Dionisio Ridruejo, poumistas como Julián Gorkin, monárquicos como Gil Robles y socialistas como Rodolfo Llopis.

En la clausura del Congreso, Madariaga expresó la sensación compartida de que en la ciudad alemana había terminado simbólicamente la Guerra Civil. El régimen franquista reaccionó con virulencia para evitar que aquella imagen de unidad entre exiliados tomara forma política o simbólica dentro del país. De inmediato calificó el encuentro como una conspiración subversiva, orquestada por “rojos y separatistas”, y desató una campaña de propaganda que lo presentó como un “contubernio antiespañol”. El gobierno sancionó a los participantes españoles con detenciones, destierros internos como el envío forzoso a Canarias, retirada de pasaportes y vigilancia policial.

Sin embargo, Múnich impulsó una cultura de consenso y reconciliación que posteriormente fue recuperada y resignificada durante la Transición española, promoviendo movimientos políticos para aproximar a socialistas y monárquicos en el exilio.

Una lección para el presente

A pesar de que no constituyó una fuerza con capacidad movilizadora de masas ni contó con estructuras formales, la tercera España dejó huella en varias dimensiones.

Por un lado, proporcionó un marco ético alternativo a la confrontación excluyente de la guerra y postuló la coexistencia necesaria de los españoles. Como comentaba socarronamente el escritor Josep Pla, no puede cortarse un queso por la mitad y que una parte sea de bola y la otra de gruyer. Por otro lado, al hacer de la reconciliación un imperativo tras el fratricidio, preparó el terreno para la reforma política. Incubó así los pactos de consenso que cristalizarían en la Constitución de 1978.

Hoy, cuando las sociedades vuelven a experimentar formas de antagonismo extremo, la experiencia de la “tercera España” invita a reconsiderar la viabilidad de un espacio político basado en el diálogo y el reconocimiento mutuo de posiciones antes irreconciliables. Este grupo heterogéneo se unió precisamente en el rechazo al triste fatalismo de las “dos Españas”. Aunque nunca se tradujo en un proyecto político, su legado cultural proporcionó un anteproyecto clave para la convivencia plural en los albores de la España democrática.