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Ricardo Fernández Gracia, Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro Universidad de Navarra

Algo de antroponimia: tres nombres y un apellido en Navarra

mié, 12 nov 2014 13:42:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

La antroponimia es la rama de la onomástica que estudia los nombres propios de persona, incluyendo los apellidos. El origen de muchos de ellos nos lleva a realidades históricas bien diversas. Los romanos no tenían un largo elenco de nombres propios, por lo que cuando se les acababan daban a sus hijos los nombres de números como Quintus, Sextus, Septimius, Octavius, etc. El cristianismo extendió la costumbre de imponer nombres bíblicos y de virtudes morales en los bautismos, mientras los pueblos bárbaros utilizaban aquellos relacionados con el mérito guerrero.

En nuestro contexto occidental y católico, los nombres han sido un auténtico espejo de las devociones que se abrían paso y triunfaban en un momento determinado. Los nombres de los santos, con gran floración iconográfica desde el periodo gótico se popularizaron en gran manera y particularmente los de algunos, así como los de las advocaciones marianas locales, a partir de la Contrarreforma. Los nuevos santos, como ideales de nuevos modelos de santidad, también supusieron novedades entre los nombres masculinos y femeninos. Por ejemplo, el nombre de Javier, tan conocido a partir de la canonización de San Francisco Javier, se popularizó en el siglo XVIII. También hay que considerar que las propias advocaciones de la parroquias hacían que los bautizados en ellas llevasen el nombre de su santo titular.

Veamos qué ocurrió con tres nombres y un apellido en el contexto de los siglos XVII y XVIII, siempre con la provisionalidad propia de un tema apenas tratado en la investigación histórica de nuestras tierras.

El primer Joaquín de Pamplona
En pleno siglo XVII residió en la capital Navarra un hermano lego carmelita, el hermano Juan de Jesús San Joaquín (15901669), natural de Añorbe, cuya vida se popularizó al poco de fallecer por haberse llevado a la imprenta en 1684. Desde entonces hasta hace un siglo el texto seiscentista se ha venido reeditando en varias ocasiones. Entre los numerosos sucesos, algunos de carácter maravillosista, muy en sintonía con aquel siglo XVII, se nos narra en su biografía todo lo referente a la extensión del culto a San Joaquín, tarea que tomó muy en serio el citado lego. Como no podía ser menos, la imposición del nombre de Joaquín se popularizó y de modo especial a niños que nacían de matrimonios con grandes problemas para obtener sucesión.

El autor del libro que citamos, el Padre Bartolomé de Santa María trata largamente sobre el hipotético primer caso con el citado nombre, en Navarra, ¿y probablemente de toda España, en donde desde entonces se multiplicaron los Joaquines. Esto fue el año 1636". Los protagonistas del hecho fueron el matrimonio conformado por don Juan de Aguirre, oidor del Real Consejo de Navarra y doña Dionisia de Álava y Santamaría, su sobrina, que casaron tras encomendar el asunto a San Joaquín a través del hermano.

Después de tener varias hijas, don Juan dijo al hermano Juan que "rogase al santo que, pues los había casado, les diese un hijo. Ofreciólo y a los pocos días dijo a don Juan: -Ya tiene usted hijo. -Qué ya le tenemos replicó don Juan, doña Dionisia ha tenido señales en contra. -Ya le tienen replicó el hermano, de tres días a esta parte: tengan cuidado y hallarán que es así". El relato es muy largo y finaliza con el nacimiento de don Joaquín de Aguirre Álava y Santamaría. El padre de la criatura quiso saber cómo el lego tuvo tal acierto y convicción, a lo que éste le contestó que "fue el santo el que le había asegurado la concepción, y cuando fue a verlos, vio a doña Dionisia que salía de casa a misa, y delante de ella el niño que había de nacer".

No fue éste caso el más famoso, sino otro Joaquín, hijo de los virreyes de Navarra, de
Oropesa, al que se impuso el nombre de Manuel Joaquín, en Pamplona el día de Reyes del año 1644, y cuyo natalicio perpetuó Antonio de Solís en una comedia titulada Eurídice y Orfeo y popularizó José María Iribarren en su libro De Pascuas a Ramos.

El jesuita Juan Bautista León, en dos tomos dedicados al culto a San Joaquín, nos habla también de otros sucesos acaecidos con el hermano lego de Añorbe y de la extensión del culto al santo y dedicación de templos y retablos a partir de su capilla en los carmelitas descalzos de Pamplona por Tarazona, Toro, Valencia, Jumilla, Monovar, Villena, Ávila, Bilbao, Játiva y Sicilia. En Navarra algunas de las ermitas dedicadas a San Joaquín arrancan precisamente de la figura del hermano Juan.

Advocaciones marianas: Camino y Puy
Coincidiendo con aquel fervor de la ciudad de Pamplona a la Virgen del Camino, algunos matrimonios decidieron imponer el nombre de Camino a sus hijos. En paralelo con la construcción de la capilla y su dotación artística (1757-1776), se fue propagando en la ciudad el nombre de la advocación mariana. La primera niña que se documenta es el bautizo de Mª Camino Sierra y Ayerra (22IV-1769), apadrinada por don Miguel Jerónimo Elizalde, secretario del Consejo de Guerra. La segunda bautizada fue Mª Camino Zamarquilla en mayo de 1773 y en los días siguientes a la colocación de la Virgen del Camino (25VIII-1776) encontramos cuatro niñas, una de ellas la hija de los marqueses de Vesolla. Desde entonces, todos los años se registraban varias niñas y algún niño con el nombre, especialmente en torno a la Octava.

En Estella ocurrió algo parecido con la Virgen del Puy. El catálogo documental de la parroquia de San Juan de Estella, realizado por don José María Lacarra, recoge en el mes de abril de 1750 sendas partidas en las que por primera vez se impone a la bautizada el nombre de María Puy. Por aquellos años de la década de los cincuenta del siglo XVIII la basílica del Puy estaba dotándose de obras tan importantes como el nuevo retablo, el camarín, la sacristía y el órgano, lo cual habla de hitos en la devoción secular de los estelleses a la imagen.

El apellido Goñi, a los niños expósitos
Don Mariano Arigita al tratar de la genealogía de los Goñi, en su estudio sobre San Miguel de Aralar, afirma "no hay en Navarra un apellido, cuya genealogía haya de tejerse, mas difícil de justificar su enlace con la casa o rama principal que el de Goñi. Creyendo los administradores del hospital general de Pamplona prestar un tributo fehaciente de gratitud al piadoso don Remiro de Goñi, su fundador, comenzaron a poner este apellido a todos los expósitos que entraban en dicho establecimiento benéfico, con lo cual se ha extendido tanto el apellido, que apenas hay pueblo de Navarra donde no haya alguno que lo lleve, y sobre todo en Pamplona, donde lo tienen personas de todas las clases y condiciones".

Como es sabido don Remiro de Goñi, agramontés, hermano del palaciano de Goñi, fue arcediano de la Tabla de su catedral, una de las dignidades más pingües de su cabildo e insigne canonista, un prototipo de hombre benemérito del arte, de la ciencia y de la beneficencia, perteneció al Consejo Real y compuso sendas obras de su especialidad, publicadas en Toulouse y Lyon en 1549 y 1550. Como buen hijo del siglo del Humanismo, preocupado por la res publica, cooperó, decisivamente, a la construcción del Hospital General, aportando desde sus inicios de su fábrica, entre 1545 hasta su conclusión en 1551, la cantidad de 7.000 ducados, a los que se sumaron otras cantidades entregadas por el virrey, el Regimiento de la ciudad, varios canónigos y personas a título particular de diferentes puntos de Navarra.

Su apellido, de legendarias resonancias por la aparición de San Miguel a don Teodosio, fue impuesto a numerosos niños expósitos que se recogían en el citado Hospital y tan sólo dejó de hacerse en torno a 1807, según anotó el docto párroco de San Cernin y mejor conocedor de la historia de la parroquia, don Juan Albizu y Sainz de Murieta.

En aquellos inicios del siglo XIX, ya habían calado algunas reformas ilustradas tocantes a la honorabilidad de las personas y la dignificación del tr abajo personal y manual. No hacía muchos años, en 1783, se había retirado del muro del crucero de la catedral de Tudela la famosa manta, en la que figuraba el censo con el nombre y apellidos de los conversos que decidieron quedarse, tras la expulsión de los judíos de la ciudad, para su público descrédito frente a los cristianos viejos. Aunque el motivo puntual fue estético y el cabildo obtuvo el beneplácito para trasladar la manta a un lugar más discreto -la capilla del Cristo del Perdón-, no se nos escapa la fuerza que algunas ideas ilustradas estaban tomando en la capital de la Ribera.

La propia parroquia de San Saturnino, a la que hemos aludido, vivió aquellos años la renuncia de su vicario don Juan Bautista Ciga, en 1806, en lo que el mencionado don Juan Albizu denomina como circunstancias religioso-político-sociales adversas. Se procedió a la elección de un nuevo vicario que duró poco más de tres meses, y quedó vacante el puesto hasta 1815, desempeñando interinamente sus funciones sacerdotes comisionados por la autoridad diocesana, precisamente en el momento en que el apellido Goñi dejó de imponerse a los expósitos.