Juan M. Otxotorena, Profesor de la Escuela de Arquitectura
Carlos Sobrini Marín, arquitecto y maestro
Baztanés y navarro de pro, en el sentido más literal del término, Carlos Sobrini se incorporó desde el principio a la enseñanza regular de la Escuela de Arquitectura de Pamplona —fundada en 1964—, como Catedrático de Proyectos. Viajaba desde Madrid cada semana para impartir su magisterio, al tiempo que atendía los numerosos encargos profesionales que recibía en su tierra, donde gozó siempre de un mítico prestigio y un férreo anclaje social. Tremendas desgracias familiares —enfermedades, accidentes— jalonaron una vida recia, autoexigente y austera; con una dedicación a la docencia que tenía, en vista de sus circunstancias, un ingrediente humano de irrepetible densidad. Daba clase a los alumnos mayores, de cursos superiores; y estos valoraban su obra con una admiración unánime. Se jubiló a finales de los 90, cuando la Universidad puso en marcha los inevitables mecanismos del relevo generacional, con homenajes sentidos y expresiones de agradecimiento apenas balbucientes, poco capaces de situarse a la altura de las exigencias de la justicia cabal, el reconocimiento obligado y el afecto profundo.
Pragmático y responsable, un gran sentido del humor adornó siempre su cordialidad expansiva y cálida. Severo y socarrón, abierto y muy humano, solía ser el primero en decir a los estudiantes recién titulados que pasasen a tratarle de tú, ahora que ya eran colegas. Lo hacía en cuanto les daba las notas como presidente del tribunal del Proyecto Fin de Carrera, función que desempeñó durante largos años. Y no era una pose: si no lo hacían les corregía con ese desenfado nada remilgado, y hasta algo retador, que en tiempos se definiría como típico de las nobles gentes de esta tierra.
Lideró y presidió durante años la activa asociación de Navarros en Madrid cuya identidad gira, a no pocos efectos, en torno a la famosa iglesia de San Fermín de los Navarros, un clásico punto de encuentro de la alta sociedad capitalina: no en vano es una de sus predilectas para bodas y celebraciones de boato. Y ha vuelto de tanto en tanto, como de visita, a dejarse rozar como de soslayo por el afecto de quienes aún le recuerdan en una institución de caras cambiantes y en unos tiempos tan reacios a entretenerse en la preservación del pasado y el ejercicio de la memoria. Hombre marcado a fuego por su pasión por su entorno familiar, hablaba siempre de sus hijos y nietos; y ellos le han cuidado con ejemplar cariño en estos años pasados, en una larga etapa de progresivo deterioro de su salud.
Sobrini es sin duda uno de los arquitectos navarros más notables de su época, una época que ha visto crecer día a día la competencia y en que el número de los colegas colegiados en esta demarcación ha llegado a multiplicarse por cien. Su trabajo serio y elegante, sensato y juicioso, ilusionado y creativo, ha dejado una importante huella construida en Navarra: sólida y de entidad; con obras tan personales y meritorias como el célebre Hotel Baztán de Elizondo y la Urbanización Entrecaminos de Cizur Menor, un condominio residencial de indudable clase, marcado en su concepción y diseño por una ambición y originalidad de esas que ya no se ven por mucho que evolucione el lenguaje. Y ha encontrado también una representación destacada en la propia ciudad de Pamplona. En el campus, donde es autor de dos de los edificios más emblemáticos de la Universidad de Navarra: el de Ciencias —conocido como ‘el exágono’— y el de la propia Escuela de Arquitectura; y en pleno casco urbano, en el mismo centro, donde firma algunos emblemáticos edificios de viviendas en la Avenida de San Ignacio, la calle Aoíz o el Paseo de Sarasate (el edificio del antiguo Banco Atlántico).
Nunca se daba importancia, ni se entretenía a recrearse en las imágenes de sus obras o ponderar los posibles aciertos de su diseño. Presentaba sus opciones como las lógicas y obvias, con argumentos sólidos para respaldarlas una a una, a conciencia; y no dejaba de destacar sus errores, reconociendo sus dudas y poniendo en valor posibles alternativas que acaso hubieran dado un resultado mejor.
Sus edificios han soportado con enorme dignidad el paso del tiempo, con sus vicisitudes a veces comprometedoras: incluidos los cambios de distribución y unas afluencias de gente bastante mayores que las previstas. Su revisión resitúa hoy sin duda nuestra idea de profesionalidad, con una eficacia que reivindica el magnífico saber hacer de la generación de nuestros maestros. Ella se vuelve por eso también una suerte de gran legado deontológico, marcado por la llamada a la asunción creativa y ética del oficio de arquitecto como una misión comprometida con la configuración de un entorno para la vida de muchas personas. Su recuerdo evoca sin duda, para quienes pudimos aprender de él y quienes quizá sin saberlo disfrutamos de su denso y discreto legado, construido y humano, la autoridad de quien constituye un modelo de empeño y honestidad intelectual, de pasión por su trabajo y de humanismo y magnanimidad.