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José Benigno Freire, Profesor de la Facultad de Educación y Psicología

Rehacer mi vida…

lun, 10 oct 2016 11:37:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

La primacía de las maneras y los comportamientos juveniles, incluso entre gentes ya talluditas, compone una de las notas inconfundibles de la sociocultura actual. De ahí la exaltación de la instantaneidad, característica típica de la adolescencia: apurar ardorosa y despreocupadamente el hoy, desconectándolo del resto de la existencia. De esa actitud derivan estas manoseadas lindeces: “no me arrepiento de nada”; “simples experiencias”; “de todo se aprende”; “he evolucionado”… La más representativa sea, tal vez, rehacer mi vida…

Frases que se suelen escuchar tras experiencias de tono tristón: desengaños, frustraciones, fracasos, deslealtades, desilusiones… Guardan en común el afán por anular o suprimir el pasado, ¡cómo si no hubiese ocurrido! Representan, sin más, una rabietilla adolescente, aunque se pronuncien con pretendida sinceridad. ¡Y, además, son psicológicamente insostenibles!, al menos por dos razones:

Primera. La psicología adolescente juzga los instantes como entidades inconexas, independientes. ¡Grueso error! La vida es única, irrepetible e irreversible. Lo hecho…, hecho queda: y su eco retumba, incesantemente, en la historia personal. Ley inexorable. Los menudos instantes de la existencia se encuentran engarzados, trenzando la vida en un continuo fluir entre pasado, presente y futuro. 

Segundo. A las acciones humanas –hasta las más sesudas- acompaña siempre una huella emocional. Esa huella se archiva en la memoria o gambetea en la imaginación. Por lo tanto, los actos se almacenan también en clave afectiva, con mayor o menor consciencia, con más o menos intensidad. Perdura el suceso real y la emoción que suscitó.

Al descansar sobre un sedimento afectivo, los recuerdos pueden presentarse o despertarse al margen de las cadencias racionales o las decisiones voluntarias. Afloran inesperada e inadvertidamente, por sorpresa, con escaso margen al autocontrol; con frecuencia como moscas carroñeras en torno a resonancias doloridas. Y ese repiqueteo del pasado abruma o aturde, pesa como un lastre afectivo. 

A la apasionada inmadurez adolescente le exaspera ese eco y huyen de él como gato escaldado. Anhelaron ardorosamente satisfacer el deseo del instante, pero sin aceptar las consecuencias derivadas de sus actos. Sin embargo, la realidad es rocosa y tozuda, y ese choque les exaspera. Para evadirse improvisan pintorescos mecanismos de escape: hacer tabula rasa con el pasado; buscar chivos expiatorios para anestesiar la propia responsabilidad; zambullirse en el bullicio externo que insonorice la conciencia; apurar el placer actual como revancha o compensación de la recarga afectiva del pasado; pensar exclusivamente el hoy, sin proyectarlo en el futuro…

En una sociedad con gustos adolescentes, inmadura, arraigan esos mecanismos de escape que engendran unas vidas sin finalidad, con el único propósito de huir hacia adelante alocadamente, escudándose en una explosión de libertad. Sin embargo, los hechos permanecen cincelados en la biografía, como dicta el sentido común. Por ello, la actitud madura es aceptar el pasado con un escrupuloso realismo. Aceptar lo sucedido, y sus secuelas, con responsabilidad personal; hasta aquellos sucesos o situaciones en las que resultamos atropellados o víctimas. Así fue, así ocurrió…, con ello, y desde ahí, hemos de construir nuestra felicidad…

En una personalidad sana y normal el rumor del pasado resuena, intermitentemente, en la intimidad, y ejerce un influjo equilibrado en sus actos y decisiones actuales. Ahora bien, una vez asumido, conviene no hurgar demasiado, no manosearlo más: dormirlo…, pues en algún momento quizá precisemos despertarlo.

¿Y en los pasados risueños?, que evidentemente existen. Hay pasados luminosos y estimulantes, que esponjan el ánimo y generan ganas de vivir. Pese a ello, a esos también hemos de aplicarle los criterios anteriores. La imaginación tiende a guardar los sucesos en un escenario ideal, sin acompañarlos de las aristas de lo real. Y ese recuerdo idealizado genera un clima psíquico de cierta desilusión o desencanto.

En definitiva, sea cual sea el sentido y el signo del pasado, la actitud básica hacia la felicidad consiste en aferrarse al momento presente, con su borbotear de alegrías y tristezas, asperezas y esperanzas…: ¡la vida normal! El humus de la felicidad es el presente.

Siempre entorpece mirar hacia atrás con nostalgia o amargor, porque atenaza o acurruca el ánimo, y desfigura al presente como revancha de antiguas frustraciones o nostalgias de tiempos mejores. Aferrarse, responsablemente, al hoy: “Si de noche lloráis por el sol, nunca veréis las estrellas” (Tagore). Así es, disfrutar…: la belleza de cielos oscuros, donde no se sabe si hay más estrellas que noche o más noche que estrellas; el embrujo de lo habitual bajo el resplandor de la luna; lo enigmático de la sombra entre las sombras… Y la inmensidad del horizonte nocturno que templa y serena el ánimo.

Aunque la noche, coquetona, esconde una embaucadora golosina: ¡amanece de nuevo! Pero nunca amanece ayer, siempre amanece hoy… Y hoy es un tiempo a estrenar, para emborracharse de vida. Disfrutar la existencia exige aceptar el pasado para proyectar el futuro desde el hoy, actitud que Séneca razonaba así: “También después de una mala [buena] cosecha hay que volver a sembrar”…