César Izquierdo, Profesor de la Facultad de Teología
Un concilio para la renovación de la Iglesia
El 28 de octubre de 1958 fue elegido Juan XXIII como sucesor de Pío XII. El nuevo Papa tenía 77 años de edad, por lo que se pensaba que su Pontificado sería más breve, como una transición a otro más estable. No eran, por tanto, de esperar grandes cambios. Pero no habían pasado ni tres meses cuando el Papa Roncalli sorprendió a todos con un anuncio inesperado.
En efecto, el 25 de enero de 1959 dio a conocer su propósito de celebrar un concilio ecuménico. Estas fueron sus palabras: "Con un poco de temblor por la emoción, pero al mismo tiempo con una humilde resolución en cuanto al objetivo, pronunciamos delante de vosotros el nombre de la doble celebración que nos proponemos: un sínodo diocesano para Roma y un concilio ecuménico para la Iglesia universal". El anuncio conmovió a los católicos, empezando por la propia curia romana. Pero Juan XXIII estaba decidido e impulsó sin tardanza la puesta en marcha de la compleja organización de la futura asamblea.
En el siglo XX, tanto Pío XII como sobre todo Pío XI habían considerado seriamente el proyecto de convocar un concilio ecuménico. A Pío XI (1922-1939) le atraía la idea de volver a tomar los trabajos del Vaticano I. De hecho el 21 de marzo de 1923 quiso visitar las dos estancias del Vaticano (para lo cual fue necesaria una ardua búsqueda de las llaves que permitían el acceso a ellas) donde se guardaban los archivos conciliares. La anécdota de esa visita fue que, como no había luz eléctrica en esas habitaciones, fue necesario utilizar velas; una de las primeras decisiones del Papa fue que se instalara luz eléctrica y se hiciera un inventario de los documentos conservados en ese lugar.
A continuación el Papa constituyó un pequeño grupo de prelados y teólogos que, sin ser instituido oficialmente, recibió el nombre de Comisión para el Concilio Ecuménico. En el mismo año de 1923, el Papa encargó hacer una consulta a los obispos sobre la oportunidad de reabrir el concilio Vaticano I. La respuesta fue mayoritariamente a favor. Por diversas razones Pío XI no se decidió a seguir con la preparación del concilio y en 1924 se suspendió la Comisión. Pío XII (1939-1958) también consideró la idea de convocar un concilio ecuménico, pero decidió renunciar a ese proyecto.
Tras la sorpresa inicial por el anuncio del concilio, Juan XXIII manifestó su propósito de llevarlo a término sin retrasos innecesarios, y no como la continuación del Vaticano I, sino como un concilio nuevo –su nombre sería concilio Vaticano II– con su propia agenda y su desarrollo autónomo. Sería, además, un concilio "pastoral" en el sentido de que no se proponía definir nuevas doctrinas sino alentar a la Iglesia a su renovación teniendo en cuenta las circunstancias del mundo del siglo XX.
A partir del 17 de mayo de 1959 y hasta junio del año siguiente tuvo lugar la fase llamada antepreparatoria en la que se hizo una consulta a los obispos de todo el mundo, a los superiores de institutos religiosos y a las universidades católicas sobre los temas que desearían que tratara el concilio. Se recibieron 2.109 respuestas que sirvieron para una ordenación de los trabajos en 70 esquemas. En junio de 1960 comenzó la fase preparatoria en la que actuaba una comisión central, diez comisiones y tres secretariados.
Las comisiones reproducían las competencias de los dicasterios de la curia romana y estaban presididas por los cardenales responsables de cada una de las congregaciones romanas. El concilio, finalmente, fue inaugurado el 11 de octubre de 1962. En las comisiones conciliares se comenzaron a preparar los textos particulares sobre los que trabajarían los Padres a lo largo del concilio. Los participantes en el concilio fueron los dos Papas (Juan XXIII, hasta su muerte y Pablo VI a partir de su elección), los Padres conciliares, los peritos, los auditores y los observadores de iglesias y confesiones cristianas. Los Padres fueron más de 2.300 obispos provenientes de todo el mundo. Este número y los lugares de procedencia eran algo completamente desconocido.
Piénsese, por ejemplo, que en el concilio anterior participaron menos de 700 obispos, de los cuales 200 eran italianos, unos 150 de lengua inglesa, 30 de América Latina, 40 de países germánicos y 50 del oriente. En el Vaticano II, los obispos procedían de 79 países, y de ellos el 38% eran europeos, el 31% americanos, el 20% procedían de Asia y Oceanía, y el 10% eran africanos. En cuanto a países, Italia seguía ostentando la presencia más numerosa, con 300 obispos; pero casi igual número eran los brasileños, y algo menos los norteamericanos. Los obispos españoles fueron 80.
Los peritos, o expertos, conciliares eran de dos clases: los oficiales que participaban en las sesiones generales sin voto deliberativo y los que muchos obispos trajeron como consejeros teológicos personales. Gerardo Cardarapoli cifra el número de peritos entre 419 y 1964. Además, había 101 observadores de iglesias y confesiones no cristianas y, a partir de la segunda sesión, hubo también 28 auditores laicos a los que a partir de la tercera sesión se unieron 23 auditoras (religiosas y seglares). A la luz de estos datos se entiende que nunca hasta entonces el término "ecuménico" había tenido un significado tan pleno.
El concilio se inauguró oficialmente el 11 de octubre de 1962, fecha en la que comenzó también el primer periodo de sesiones de los Padres conciliares, que duró hasta el 8 de diciembre del mismo año. A este siguieron otros tres periodos de sesiones que tenían lugar en el cuarto trimestre de cada año. Durante ese tiempo, los obispos estaban en Roma, y el resto del tiempo en sus respectivas diócesis.
Los trabajos del concilio, sin embargo, no se interrumpían a nivel de comisiones, para enviar con tiempo a los Padres los diversos textos y preparar la reunión plenaria siguiente. El resultado doctrinal del Vaticano II se contiene en 16 documentos, que incluyen cuatro constituciones –los textos conciliares de mayor rango–: Lumen gentium, sobre el misterio de la Iglesia; Dei Verbum sobre la revelación divina; una constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et spes; y la Sacrosanctum concilium sobre la liturgia.
Pablo VI clausuró el Concilio Vaticano II el 8 de octubre de 1965. A partir de ese momento comenzó la lenta difusión y asimilación de la doctrina conciliar. Los organismos de la Santa Sede que habían recibido algún encargo del concilio empezaron a trabajar y en poco tiempo hubo ya resultados.
La renovación traída por el Concilio Vaticano II –en la que estamos todavía– trajo a la Iglesia una transformación profunda en muchos aspectos de su vida: teológica, canónica, disciplinar, pastoral, en su relación con el mundo.
Ha sido considerado como el acontecimiento más importante de la Iglesia en el siglo XX. L os cambios más veloces fueron los cambios introducidos en la liturgia. A veces los fieles tenían la percepción de que "todo había cambiado" porque viejos ritos fueron sustituidos por otros más nuevos.
Ciertamente un aire de cambio se fue extendiendo por todas partes, aunque este cambio fuera muchas veces más bien superficial. Dos términos hicieron especialmente fortuna; el aggiornamento citado así, en italiano, es decir, la actualización o puesta al día, y el calificativo posconciliar. El significado que se les atribuía era con frecuencia muy impreciso, y lo mismo podían servir para cobijar verdaderas reformas que experiencias sin fundamento.
No pasó mucho tiempo sin que aparecieran dos tendencias en la interpretación del concilio: una de tipo tradicionalista que veía en las enseñanzas conciliares una ruptura con la tradición de la Iglesia, y otra opuesta, progresista, que valoraba la enseñanza del Vaticano II sobre todo como un punto de partida para nuevos planteamientos y experiencias. En algunos casos, se alegaba espíritu del concilio como algo que iba claramente más allá de la letra, y al apelar a este último se justificaba todo un replanteamiento de doctrinas y prácticas de la Iglesia que afectaban en ocasiones a cuestiones fundamentales de la fe y de la moral.
Benedicto XVI se refirió directamente a la correcta interpretación del concilio en un discurso a la Curia romana el 22 de diciembre de 2005. Distinguía entre la hermenéutica de la ruptura y la hermenéutica de la reforma. Urge volver a los documentos del concilio. En muchos casos sería un primer acercamiento a lo que el Vaticano II ha enseñado para la Iglesia. Como han afirmado Juan Pablo II, y Benedicto XVI, la aplicación del Concilio en la Iglesia sigue siendo una tarea pendiente.