07/05/2025
Published in
El Confidencial
Jacobo Ramos |
Profesor del Departamento de Ciencia Política y Sociología
La Iglesia Católica, con más de mil millones de fieles, no solo es una institución espiritual; es también un actor geopolítico de primer orden. Lo demostró Juan Pablo II, cuya firme postura contra el comunismo jugó un papel crucial en la caída del Muro de Berlín — y lo ha reafirmado el Papa Francisco con una voz distinta, más cercana al Sur Global, más incómoda para las potencias hegemónicas.
Con el fallecimiento del Papa Francisco se abre un periodo de reflexión y de maniobra. La elección de su sucesor no es únicamente un asunto interno del Vaticano; es también una cuestión geopolítica. ¿Quién ocupará el trono de San Pedro en un momento en que la religión vuelve a ser instrumentalizada, las democracias retroceden y los polos globales se alejan peligrosamente?
Francisco: una voz incómoda en la escena internacional
Durante su pontificado, Francisco priorizó a los olvidados: los pobres, los migrantes, los pueblos indígenas, los marginados por un sistema global profundamente desigual. Y lo hizo no solo con gestos, sino con una doctrina clara centrada en posicionar a la Iglesia como defensora de la justicia social y ambiental. Su encíclica Laudato si, publicada en 2015, fue un hito en la relación entre religión y cambio climático, convirtiendo al Vaticano en un inesperado aliado de la agenda ambientalista global.
Pero el Papa Francisco también ha sido una figura incómoda para los grandes poderes. Su negativa a alinearse con los planes de la administración Trump para derrocar a Nicolás Maduro en Venezuela, especialmente su distancia respecto a la figura de Juan Guaidó, reflejó un enfoque diplomático más proclive a la mediación que a la confrontación. Este estilo “no alineado” ha sido aplaudido por algunos y criticado por otros, pero sin duda ha reforzado la imagen del Papa como líder moral en tiempos de polarización.
¿Con qué voz hablará el Vaticano a este nuevo mundo?
El nuevo Papa se enfrentará a un mundo aún más polarizado. La religión ha vuelto al primer plano, pero no como espacio de reconciliación, sino como arma política. En Europa y Estados Unidos partidos de extrema derecha instrumentalizan los símbolos cristianos en clave identitaria y excluyente. En América Latina, mientras tanto, el catolicismo pierde fuerza ante el auge evangélico, especialmente en zonas urbanas y populares.
A esto se suma la crisis global de la democracia y un entorno diplomático marcado por el regreso de Donald Trump al centro de la política global. Su estilo de negociación transaccional, basado en el enfrentamiento, representa un desafío directo a las posiciones del Papa Francisco en materias tan relevantes como la inmigración, cambio climático o la cooperación internacional.
En medio de esta reconfiguración global, el nuevo liderazgo vaticano se definirá entre tres posibles caminos: un enfoque más moral que podría ser bien recibido por las derechas identitarias; un Papa asiático que refuerce la proyección geopolítica de la Iglesia; o la continuidad del legado de Francisco, con un pontífice más centrado en lo social y la desigualdad, tanto en Occidente como en el Sur Global.
La Iglesia como puente de un orden global fracturado
Mientras en Occidente la Iglesia parece replegarse, en Asia gana relevancia. Filipinas, India, Corea del Sur y Vietnam muestran una presencia cada vez más activa, y en el caso de China —pese a las tensiones— el Vaticano explora vías para mantener su influencia.
En este contexto de desacoplamiento global entre Occidente y Asia, donde la competencia estratégica ha sustituido al diálogo multilateral, la Iglesia Católica puede desempeñar un papel inesperado: el de puente espiritual y diplomático entre dos bloques que cada vez dialogan menos.
A diferencia de otros actores internacionales, la Iglesia no necesita ejercer poder económico ni militar para ser relevante. Su influencia depende de su credibilidad moral, su capacidad de tender puentes y su voluntad de mantenerse por encima de las lógicas de bloque. Esa singularidad la convierte en un actor geopolítico atípico, pero con una capacidad única para actuar como interlocutor entre bloques enfrentados.
El nuevo pontífice, sea quien sea, deberá navegar entre estas tensiones, revitalizar la institución desde dentro y mantener la voz de la Iglesia como referente moral en un mundo cada vez más fragmentado.
En tiempos de fragmentación, incertidumbre y ruido, el liderazgo moral sigue siendo un bien escaso. Y muy pocos tienen el micrófono global del Papa.