Alfredo Pastor, Profesor del IESE, Universidad de Navarra
Lenta, frágil, desigual
Las previsiones más recientes sobre la evolución de la economía española coinciden: el 2010 no será el año del inicio de la recuperación. El crecimiento será nulo o ligeramente negativo en el conjunto del año, aunque en el último trimestre -¡qué lejos queda aún!- puede cambiar de signo. No es ninguna novedad; estamos donde esperábamos, casi desde el principio de la crisis, que íbamos a terminar: en el inicio de una temporada de crecimiento lento. Hay que decir "esperábamos" porque la cosa hubiera podido ser mucho peor: no olvidemos que, en septiembre del 2008, un colapso generalizado del sistema financiero era algo probable, y hoy ya no lo es, al menos por esta vez.
De "lenta, frágil y desigual" calificaba un ilustre colega, en una reciente conferencia, la recuperación que ha de seguir a esta crisis. ¡Cuánta razón tenía! Será lenta, porque nuestra economía es hoy un vehículo sin motor (agotado el combustible del gasto público), pero con unos frenos potentísimos: la deuda de las familias frena el consumo, la de nuestras empresas la inversión, la del sistema financiero el crédito, la debilidad exterior nuestras exportaciones. Será frágil, porque estamos expuestos a sobresaltos, venidos del exterior (no sabemos cuánto aire hay bajo las cifras de crecimiento de otros países) o nacidos aquí; será desigual, porque no se producirá al mismo ritmo en todos los países (todo indica que estaremos entre los menos ágiles) ni, dentro de cada país, afectará a todos en idéntica proporción.
Perspectiva realista
Adoptemos de una vez esta perspectiva, hoy la más realista: es preferible a esperar -peor aún, a predicar- una recuperación a la vuelta de la esquina; además, la conciencia de que la cosa va en serio ha permitido una tregua limitada en una guerra entre partidos que a nadie beneficiaba. Algo falta todavía: el convencimiento de que poco puede hacer la política económica por cambiar el signo de la coyuntura en lo inmediato. Puede aguantar la demanda, pero no nadar contra corriente: en el terreno de las grandes cifras, su margen de maniobra, haya o no pacto de Estado, ha desaparecido.
Los pactos de Estado no han de ocuparse de subir o bajar el IVA, sino de abordar aquellas reformas que son indispensables para fortalecer nuestra economía y dar cohesión a nuestra sociedad, pero que no se abordan porque pisan muchos callos, aunque algunos merezcan ser pisados sin miramientos. Sí, se trata de las tan gastadas reformas estructurales. Para eso sirve la política.
Abordar hoy esas reformas hará la recuperación un poco (sólo un poco) más próxima, más sólida y más equitativa; pero, sobre todo, dará solidez a nuestra economía, como lo hizo la terrible reconversión industrial de los ochenta.
Demos tres ejemplos: para empezar, la consolidación decidida de nuestro sistema financiero (que cada uno estima necesaria cuando se trata del vecino) no resultará en una bonanza crediticia inmediata, aunque sí dulcificará un poco las restricciones que impiden a muchas entidades dar más crédito, y dará mayor margen a la recuperación de la inversión; pero sobre todo nos dejará un sistema más resistente a futuras crisis. ¿Alguien duda de que los principales obstáculos a esa consolidación sean políticos, es decir, derivados de pugnas de poder entre administraciones distintas, en manos de partidos distintos?
El segundo ejemplo viene, naturalmente, del paro. En una conferencia reciente, uno de nuestros analistas de coyuntura más competentes y a la vez de los más equilibrados decía, literalmente, que había que poner patas arriba el Estatuto de los Trabajadores. Sus palabras eran expresión de la creciente irritación de la sociedad ante la inoperancia de quienes se arrogan el monopolio del debate sobre la cuestión social: Sindicatos y Gobierno, con alguna intervención… ¿de los empresarios? Bueno, de la CEOE. Ya sabemos que aprender a generar más empleo, más productivo y más estable es un asunto muy difícil, pero esto no es una excusa para que, durante los últimos veinte años, el debate se haya planteado siempre en los mismos términos, casi sin progresos visibles.
Me queda la imagen de unos jóvenes dándose palmadas en el trasero ante las cámaras para dar su opinión sobre una propuesta de la CEOE -parece que inexistente- de contrato juvenil sin derechos (me hubiera gustado preguntarles si preferían trabajar con pocos derechos o no trabajar).
Esta sustitución de la palabra por el lenguaje corporal es la consecuencia lógica de un diálogo social que a los jóvenes sin empleo debe parecerles una pantomima; y se lo parece por la conducta de sus protagonistas. ¿No daría este capítulo bastante trabajo a diputados, sindicalistas y hasta a algún director general?
El tercero se refiere a la reforma fiscal. Algo habrá que hacer, por el lado de los impuestos, para ir enjugando el enorme endeudamiento en que nuestra Administración incurre para aliviar la suerte de los parados y arreglar nuestras aceras. Habrá que hacer algo más que jugar con el IVA, porque si a eso nos limitamos tendremos una economía más inflacionaria y una sociedad más desigual. Habrá que reformar los impuestos directos, y eso lleva mucho tiempo de estudio, de discusión, de convencimiento y de negociación. Algo que debería estar en las Cortes hacia el 2015 ¿está ya hoy en marcha? ¿No es esto algo que debería ser objeto de un compromiso de Estado?
Olvidemos los pactos de la Moncloa: la idea era buena, pero la ocasión se ha perdido; además, se hicieron para frenar una economía, no para ponerla en marcha. No estaría mal que los partidos se comprometieran, sencillamente, a trabajar en serio por los asuntos que de verdad preocupan al país, entre los que -uno se atrevería a decir- el futuro de sus políticos ocupa, a lo sumo, un lugar muy discreto.