Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Patrimonio e identidad (28). Un relato novelesco: las reliquias de San Veremundo en la Guerra de la Independencia
La figura histórica de san Veremundo presenta a un abad que gobernó su monasterio de Irache con acierto, posibilitando la adquisición de un rico patrimonio en el tercer cuarto del siglo XI, bajo el reinado de su gran protector, Sancho el de Peñalén (1054-1076), que expidió treinta y dos diplomas a su favor, mientras que sus predecesores Sancho el Mayor (†1035) lo hizo en una ocasión y García el de Nájera (1035-1054) en cuatro. Tierras de cereal, viñas, molinos, pequeños monasterios, bosques y huertos pasaron a pertenecer a su dominio monástico.
Pasados los siglos, su figura sería reivindicada como santo a través de una veneración que fue creciendo desde el siglo XVI, coincidiendo con la incorporación de Irache a la congregación benedictina de Valladolid. Sus restos no podían quedar al margen de su culto. Tras el reconocimiento de su santidad en el siglo XII, según las crónicas monacales, los datos de su culto se documentan desde siglo XVI, y muy especialmente a fines de la centuria, en sintonía con lo que estaba ocurriendo con las reliquias en El Escorial con Felipe II, a donde llegaron, entre 1574 y 1598, desde numerosos lugares de España y sobre todo de Alemania, para evitar su profanación. La particular exaltación de los santos y sus reliquias en el periodo postridentino explican la extensión del culto a san Veremundo y la construcción de las tres arquetas o urnas para sus reliquias, la renacentista de 1584, la argéntea barroca de 1657 y la neoclásica actual, en 1816. Por lo demás, destacados relicarios del santo se conservan en las Benedictinas de Estella (1617) y la parroquia de Villatuerta (1640). Desde 1969 es patrono del camino de Santiago en Navarra.
El arca relicario renacentista de 1584
Esta delicada pieza fue atribuida por Biurrun al escultor Pedro de Troas, dato que se viene repitiendo, si bien fue obra de un escultor de nombre Francisco -posiblemente Francisco de Iciz- que trabajó en ella con su criado cincuenta y un días, maese Martín de Morgota que lo hizo a lo largo de diecisiete días, y Pedro de Gabiria durante veinticinco días, por lo que recibieron pagos en diciembre de 1584 y junio del año siguiente. Pedro de Troas hizo unas figuras de ángeles y un Niño Jesús para la cubierta que no se han conservado. La policromía del conjunto corrió a cargo del prestigioso Juan de Frías Salazar. De Francisco de Iciz sabemos que acudió a la subasta del retablo de San Juan de Estella en 1563, lo que habla de un artista con capacidades y posibilidad de conformar un taller para acometer semejante empresa. En los relieves de sus caras se narran distintos pasajes milagrosos de su vida. En julio de 1613 los monjes mandaron hacer un retablo para que el arca estuviese con mayor dignidad “en el arco de la iglesia, donde está el sepulcro, en frente de la puerta del crucero”.
Arca de plata en un retablo singular dentro una suntuosa capilla barroca
A mediados del siglo XVII se decidió tirar la pared en donde asentaba el sepulcro para construir una opulenta capilla, derribada en 1982, y descrita en su momento, como sacellum novum ac speciosissimum. El responsable y mentor del proyecto fue un abad navarro, que rigió los destinos del monasterio entre 1653 y 1657, fray Pedro de Úriz, monje virtuoso y docto, natural de Sada y antes abad de Nájera, entre 1649 y 1653. El hecho hay que ponerlo en relación con las peticiones a Roma para que la fiesta del santo tuviese mayor rango y se ampliase a Navarra. El monasterio de Irache y su abad, el clero navarro y la Diputación del Reino enviaron al Papa sus peticiones en 1657, el mismo en que el Romano Pontífice había sancionado el copatronato de san Francisco Javier y san Fermín para Navarra. Este hecho y sus prolegómenos hicieron despertar en la abadía de Irache una reivindicación de San Veremundo, por ser natural del Reino y estar en él sus reliquias.
En 1654 y 1655 se firmaron las escrituras para la construcción de su hermosa capilla, con un retablo de diseño madrileño diseñado por el maestro benedictino fray Esteban de Cervera y realizado en 1656. El recinto contó con riquísimas colgaduras de tafetán adquiridas inmediatamente e inventariadas, con todo detalle, en 1680. La urna realizada en plata en 1657 se describe en ese año como “curiosa y rica”. Según el texto de los Bolandistas, era pesadísima y apenas la podían transportar cuatro robustos jóvenes: “pretiosam admirabilis structurae urnam ex puro argento formata, quem portare vix quatuor iuvenes robusti sufficiunt”. Su precio ascendió a 7.580 reales de plata, mientras el retablo dorado costó 8.800 y la construcción de la capilla 19.741.
Entre 1808 y 1813: fingiendo su traslado a Castilla y en Igúzquiza a buen recaudo
Al comenzar la Guerra de la Independencia, cuando los monjes de Irache debieron salir por primera vez de su monasterio, decidieron esconder parte de la plata de su ajuar y la urna argéntea de las reliquias del santo, para “salvarlas del ultraje, sustracción y contingencias a que estaban expuestas en los días turbulentos y licenciosos de la guerra”. El relato que sigue se viene copiando parcialmente, sin muchos detalles, desde que se diera a conocer, en 1899, a través de un texto de Pedro Velasco, sacerdote de Muniáin de la Solana. La consulta de sendos procesos en el Archivo General de Navarra y de otro del Archivo Diocesano de Pamplona en cuya pista nos puso don José Luis Sales, nos han permitido recomponer con nitidez unos hechos reales que parecen extraídos de un relato novelesco.
En septiembre de 1809, antes de la salida de todos los monjes, fray Antonio Mosquera, mayordomo y fray Benito López encomendaron a dos criados del monasterio: José Hugarte, natural de Zúñiga y Antonio Ruiz, de las Montañas de Santander, el traslado del arca y otras piezas de plata (dos lámparas, un incensario y un viril) a casa de don Tomás Sanz, vicario de Igúzquiza. A media noche y con sendas caballerías realizaron su tarea, sin novedad. Para despistar totalmente a posibles testigos, el mencionado fray Antonio Mosquera ya había tomado medidas, pues aprovechó la oportunidad que le dio el comandante Cuevillas (Ignacio Alonso de Cuevillas, 1764-1835) el año anterior de 1808, fingiendo llevarse la urna a Castilla, con lo que suponemos que, entre 1808 y 1809, la pieza estuvo escondida en el monasterio.
En aquella noche otoñal de 1809, el vicario de Igúzquiza recibió la urna y la escondió, provisionalmente, en el pajar. Pero muy pronto, a los seis o siete días, y de acuerdo con el labrador del pueblo Antonio Lisarri, la escondieron en la parte alta de la casa, en una estancia abuhardillada a la que se podía acceder también desde la casa de su vecino Diego Arellano. Tras hacer un agujero en la pared maestra e introducir la urna, tabicaron el lugar, con el máximo secreto.
Allí estuvo hasta fines de septiembre de 1812, en que, por miedo a los franceses, una hija del mencionado Diego Arellano, de nombre Antonia, pasó a esconder algunas piezas en la parte alta de su casa, para lo cual forzó una ventana y acompañada de una vela se introdujo en el lugar oscuro en donde estaba la urna, quedando sorprendida por el hallazgo y el resplandor de la plata. Asustada y por estar sola en casa se fue a buscar a don Gabriel Irisarri, estudiante y ambos regresaron, reconociendo el arca del santo por haberla visto anteriormente en el monasterio, de modo particular Gabriel Irisarri, que había residido en Irache como estudiante y familiar. Inmediatamente, Antonia fue a comunicarlo con el vicario don Tomás Sanz el cual le contestó que “no se admirase tanto, porque él sabía qué era aquello y quienes la habían colocado allí”·
1813: la urna de plata en manos de un patriota, liberador de Mina el Mozo y confidente de Francisco Espoz y Mina
La indiscreción de alguno de los hasta ahora mencionados, hizo que la noticia llegase, en marzo de 1813, a oídos de Hilario Martija, mesonero de Estella, el mismo que el 14 de octubre de 1809 había librado de ser capturado por los franceses a Javier Mina el mozo, escondiéndolo en su casa y proporcionándole disfraz para salir de Estella por la noche camino de Urbasa, lo que le costó larga cárcel en Pamplona. Hilario Martija estaba muy al tanto de todo lo que ocurría en Irache, pues había sido nombrado responsable de la conservación del monasterio por Ramón Espoz, comisionado de los bienes nacionales, en 1813.
Según Martija, siempre procedió por orden del general Francisco Espoz y Mina y con el permiso del provisor don Miguel Marco. Tras asegurarse del paradero de la pieza, se presentó en Igúzquiza, localizándola. Al día siguiente, ordenó al platero pamplonés Miguel de Cildoz, avecindado en Estella, presentarse en el portal de San Nicolás, en donde le esperaría su criado, sin decir a dónde irían y con la única advertencia de ir provisto del utillaje de su profesión de orfebre. Una vez en Igúzquiza, Martija ordenó extraer las reliquias a un mercedario del convento de Estella, fray José Arcaya, mientras el platero recibió el encargo de deshacer la urna de plata, cuyas chapas con otras piezas, se introdujeron en un serón, llevándolas a casa del orfebre en Estella. A la mañana siguiente, se presentaron en la citada casa Hilario Martija y Bernardino Jalón, comprador de la plata, comerciante en Logroño, administrador de don Luis de Múzquiz y Aldunate y de la Real Tabla en Viana y futuro miliciano nacional. El precio de todo ascendió a 11.895 reales fuertes.
En las diligencias judiciales realizadas en 1814, Hilario Martija daba muchas excusas, dejando la última responsabilidad en el general Francisco Espoz y Mina, aunque éste último le negó al vicario de Igúzquiza haber dado aquellas órdenes, limitándose sólo a averiguar el paradero de las reliquias. En un momento determinado, Martija declaró que Espoz y Mina se quiso adelantar a lo que hubiesen hecho los franceses con el producto de la venta de la plata atender a la subsistencia de las tropas. Al final, apretado por el juez, presentó el recibo de 3 de julio de 1813 rubricado por Espoz y Mina en el que constaba la entrega del dinero recibido por la plata. Incluso se revisaron las cuentas de la División de Navarra, en poder del roncalés Melchor Ornat, tesorero de la misma. Estas pruebas le valieron a Martija la revocación de una primera sentencia condenatoria. En su defensa argumentó como atenuante que la urna se había vendido a ocho reales la onza, precio muy superior al que se adjudicaba a las piezas de plata enajenadas de muchas iglesias.
La pérdida del arca se ha de contextualizar en las continuas enajenaciones de plata de las iglesias y monasterios en la contienda estudiadas, entre otros, por J. A. Marcellán e I. Miguéliz. En unos casos se debió a la rapacidad de los franceses, en otros a las contribuciones ordenadas por la autoridad y en otros, finalmente, a la acción de los guerrilleros para subvenir los gastos de la contienda.
La recuperación de las dispersas reliquias
En 1814, los monjes de Irache no sólo se preocuparon de recuperar el arca de plata, sino de rescatar las reliquias de san Veremundo. En esta ocasión el encargado de realizar todo el expediente y examen de testigos fue el vicario de la parroquia de San Juan de Estella que procedió con toda firmeza.
La sagacidad del instructor hizo que una buena parte de las reliquias extraídas en la primavera de 1813 en Igúzquiza por el mercedario fray José Arcaya, volviesen a su sitio. La mayor parte de las reliquias las llevó Martija a casa de don Joaquín Abaroa, beneficiado de San Pedro de la Rúa, que se prestó a guardarlas y de allí se condujeron al santuario del Puy, depositándolas detrás de un tabique del altar del camarín, en una caja de haya que Martija mandó hacer ad hoc. Desde este último lugar se condujeron procesionalmente a la parroquia de San Miguel, en la primavera de 1814, en donde quedaron expuestas a la veneración pública.
Sin embargo, quienes habían manipulado las reliquias, se quedaron con diversos fragmentos que repartieron entre amistades y devotos, llegando a encargar relicarios argénteos a distintos plateros. Martija se quedó con un hueso del tamaño de un cornado que dividió posteriormente para regalar a Teresa Ilundáin, madre de Francisco Espoz y Mina y a este último, añadiendo que “sabe y ha visto que éste por el aprecio y veneración del santo lo lleva consigo en el pecho”. También dispuso de otras partículas para don Pedro Ramón Espoz, administrador de los bienes nacionales y a su secretario don Lucas Tarazona. El mercedario fray José Arcaya también tomó un hueso del tamaño de un huevo que acabaría entregando, por remordimiento, a la abadesa de San Benito sor Josefa Carranza, no sin dar antes algunas partes a otras señoras, entre ellas doña Bernarda de San Pedro y doña Genara Zabala. Joaquín Abaroa también se quedó con una costilla y otras partes “por devoción ciega al santo”, que llegaron a manos de algunas clarisas y otras personas que se identifican.
Los plateros Miguel Cildoz en Estella y Francisco Iturralde, en Arróniz, recibieron encargos para realizar varios relicarios argénteos de viril, por parte de los mencionados fray José Arcaya y, singularmente, Hilario Martija.
Cuando todo se pudo juntar, en marzo de 1815, en vísperas de la fiesta de san Veremundo, se trasladaron a Irache, en una solemne procesión acompañada de las autoridades civiles y religiosas y gremios con sus estandartes. Al año siguiente, el 7 de marzo de 1816, el abad del monasterio colocó todas las reliquias en la nueva urna neoclásica, que es la actual, realizada con ricas maderas y bronces. Con gran probabilidad, la pieza debió ser un regalo de fray Veremundo Arias y Tejeiro monje benedictino, doctor por Irache (1781), obispo de Pamplona hasta 1814 y arzobispo de Valencia. Desde esta última ciudad escribía una carta el 28 de marzo de 1816, con unas expresiones que así parecen probarlo: “celebro que las santas reliquias de mi glorioso santo se hayan colocado ya en su urna, aunque no sea tan preciosa, como la que merece…, yo he hecho más de lo que podía por mi santo y si en ello hubiese algún corto mérito, ya sabrá recompensármelo superabundantemente”.
De la historia posterior de las reliquias, sus traslados, aperturas e intercambio quinquenal entre Villatuerta y Arellano, tenemos noticias por distintas monografías, singularmente las publicadas en 1899, 1926 y 1968 por Pedro Velasco, Miguel Imas y Pablo Rodríguez.