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Las Mujeres en las Artes y las Letras en Navarra (6). El papel de la mujer en el arte del bordado

06/03/2023

Publicado en

Diario de Navarra

Alicia Andueza Pérez |

Doctora en Historia del Arte

Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda, mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, aspectos sobre la relación de la mujer con las artes y las letras en Navarra.

Las llamadas “labores de aguja”, la costura o el bordado, se han relacionado tradicionalmente con las mujeres y con la construcción de la feminidad. Asimismo,  como ocurre con muchas parcelas femeninas, se han asociado a la esfera privada y al ámbito doméstico, al considerarse como actividades idóneas para el desempeño de las mujeres en sus hogares.

Signo de virtud y distinción

Aprenderá, pues, la muchacha…hilar y labrar, que son ejercicios muy honestos…y muy útiles a la conservación de la hacienda y honestidad, que debe ser el principal cuidado de las mujeres. Como recogen estas palabras de Luis Vives en su obra Instrucción de la mujer cristiana (1523), estas labores han formado parte de la educación de la mujer y no sólo eso, sino que han sido distinguidas, desde un punto de vista moral, como armas contra la tentación y la ociosidad, apareciendo como medida de virtud en el ideario colectivo desde la Antigüedad. Federico Luigini, en Il libro della bella Donna (1554), dice que el trabajo de aguja es para todas las mujeres, de alto o bajo nacimiento, pero donde la pobre encuentra utilidad en este arte, la rica y la noble señorita encuentra también honor. Esta dimensión moral explica que las grandes damas, reinas y nobles se dedicaran a estos trabajos, en especial al bordado por su relación con el lujo y la distinción. Unas labores que formaban parte del saber transmitido de madres a hijas, por medio de dechados y muestras de bordado que conformaban un patrimonio afectivo que unía el universo femenino de las distintas generaciones. En concreto, los libros de patrones para el bordado y encaje que vieron la luz a partir del siglo XVI y que recogían letras, animales, formas vegetales o cenefas ornamentales, tuvieron un gran auge y difusión en Alemania, Italia o Francia. Estos repertorios, muchas veces dedicados a grandes damas, fueron utilizados por las mujeres de alto rango y tuvieron un papel importante en la divulgación del arte del bordado y en el intercambio de ideas y diseños decorativos por toda Europa. En ellos, además de los propios patrones textiles que también se usaron en los obradores del arte, se recogen escenas de mujeres bordando, como puede verse en el de Peter Quentel, publicado en Colonia en 1527 o en el Burato: libro de rechami, obra de Alessandro Paganino, editada en Venecia hacia 1530.

Paradójicamente y  a pesar de lo dicho, lo cierto es que profesionalmente y en el ámbito público, los encargados de llevar a cabo las labores de bordado fueron fundamentalmente hombres. Ellos fueron los encargados de dirigir los talleres de bordado erudito, entendiendo por tal el aplicado a los ornamentos litúrgicos y a las denominadas obras de corte, diferenciándolo así del conocido como bordado popular. Así, las mujeres se dedicaron mayormente a bordar tejidos de lienzo y todo lo referente al bordado en blanco, como manteles, colchas, sábanas o almohadas. En atención al género, podríamos decir que cuando los hombres bordaban era arte y cuando las que lo hacían eran las mujeres, sus obras eran consideradas una mera artesanía, una labor específicamente femenina y doméstica.

Los obradores de bordado

De esta forma, debido a la situación social y jurídica de las mujeres en los siglos pasados, al estar siempre en una situación de subordinación al varón, no pudieron desarrollar en la mayoría de los casos los oficios artísticos de manera profesional. Parece ser que esto no siempre fue así, ya que hay referencias en ciudades europeas durante la Edad Media en las que existían mujeres en los talleres de bordado, pero al regularizarse los oficios e instituirse oficialmente los gremios y sus ordenanzas, su papel fue disminuyendo hasta quedar relegadas, como hemos referidos, al ámbito privado.

En el caso concreto de Navarra y aunque la constitución del oficio como tal se dio en los albores del siglo XVI, no conservamos ningún indicio de su reglamento. No obstante, las numerosas noticias documentales nos confirman que fueron maestros bordadores los que estuvieron al frente de los obradores. No tenemos constancia  de la participación de las mujeres en ellos, pero el silencio de las fuentes  no es óbice para pensar que dentro de los talleres seguramente realizaron distintas actividades. Esta situación cambiaba al enviudar, momento en el cual adquirían cierta entidad jurídica y se hacían cargo de los talleres de sus maridos. Pasaban a ser las encargadas de concluir, por medio de acuerdos con otros bordadores, las obras contratadas por sus cónyuges, como puede verse claramente en el caso de Graciosa de Izu, mujer del bordador Juan de Agriano y Salinas que, tras la muerte de su marido y como viuda y heredera del mismo, capitaneó su taller y se concertó con otros artífices para acabar las obras que su esposo había contratado en 1628 con la parroquia de Lodosa. En este sentido, también se hicieron cargo de los aprendices dejados por sus maridos, como parece por el testamento del bordador Juan de Arratia, que dejó por heredera a su esposa y mandó que sus criados, Vicente de Aróstegui y Nicolás de Marchueta, siguieran trabajando en su casa hasta que cumplieran el periodo de aprendizaje estipulado.

Además y respecto al papel de la mujer en los obradores de bordado profesionales, no hay que olvidar que fueron un vínculo de preservación del oficio y de la consolidación del taller a través de las generaciones, ya que son varios los datos de hijas de maestros bordadores que se casaron con otros oficiales del arte, como el caso del artífice Juan de Sarasa, cuyas hijas, Magdalena y Graciana, se desposaron con otros bordadores, Juan Vidal y Andrés de Agriano y Salinas respectivamente.

La “labor de manos” en los conventos

Si hay una excepción al panorama descrito, es el que se dio en los conventos de religiosas navarros. Son numerosos los datos de la dedicación de las monjas, especialmente de clausura, a las labores de bordado, campo en el que alcanzaron una calidad similar y a veces mayor, que la que lograron los artífices profesionales. Durante la Edad Moderna y hasta nuestros días, muchas religiosas trabajaron para sus propias sacristías y también para otros templos navarros, poniendo en práctica la importancia que el trabajo manual, en sintonía con las reglas monásticas, tuvo en las clausuras femeninas. Como antídoto contra la ociosidad y acompañado por el tiempo, la paciencia y la dedicación, fueron muchas las manos ágiles y delicadas las que se dedicaron a estas labores de aguja. En esta suerte de “rezar con las manos”, aprendieron unas de otras y colaboraron en el mantenimiento de sus comunidades, consagrando tan virtuosa tarea a Dios.

Las Carmelitas Descalzas de San José, las Agustinas Recoletas y las Adoratrices, todas ellas de Pamplona, son un buen ejemplo de lo dicho. En cuanto a las primeras, ya a mediados del siglo XVII aparecen, dentro de la estructura del oficio, como adjudicatarias de una licencia para llevar a cabo varios ornamentos litúrgicos para las iglesias de Marcaláin y Garínoain, y como tasadoras, por mandato del obispo de Pamplona, de algunas obras para Villava e Isaba. A esta comunidad religiosa le debemos la hechura de uno de de los conjuntos más significativos que a día de hoy se conservan en Navarra, el Gran Pontifical del antiguo monasterio de Fitero. En su ejecución destacó la carmelita descalza Graciosa de los Ángeles, de la que las crónicas recogen que bordaba con gran primor, como puede comprobarse en el terno referido, obra del segundo cuarto del Seiscientos donde puede apreciarse la calidad y maestría alcanzada en la conjunción del hilo de oro con las sedas de colores. Por otro lado, ya en el siglo XIX, llevaron a cabo distintas reparaciones y composiciones de ornamentos para las parroquias navarras, como la de San Nicolás de Pamplona.

Respecto al papel jugado por las Agustinas Recoletas de Pamplona, en la lectura de sus crónicas se destaca la habilidad que muchas de sus religiosas tuvieron para el bordado y las labores de aguja, especialmente para el servicio de su sacristía, como la madre Josefa de San Francisco o la madre Teresa de los Ángeles, a la que se le debe la llegada del precioso frontal napolitano que se conserva en el convento. Además de la composición y bordado de muchas de las obras que se atesoran en su sacristía, trabajaron para otros templos e instituciones navarras, como ocurrió a finales del siglo XVII cuando llevaron a cabo varias actuaciones en la catedral de Pamplona, como la hechura del terno llamado de Murcia; en 1752, cuando realizaron una capa para San Fermín, o ya en el siglo XIX,  cuando se hicieron cargo del palio del Ayuntamiento de Pamplona que se sacaba en la procesión del Corpus y realizaron una capa pluvial para la parroquia de Echalar y un palio para la iglesia de San Nicolás de Pamplona.

En cuanto a las Adoratrices de Pamplona, desde su llegada a la ciudad a finales del siglo XIX, destacaron en las labores de bordado, reparando obras ya existentes, como cuando en 1907, junto con las Josefinas de Pamplona, restauraron el terno de origen madrileño que el obispo de Pamplona, Lorenzo Igual de Soria, había regalado a la catedral cien años antes; o llevando a cabo obras nuevas, como la hechura en 1960 del actual manto de la Dolorosa, el cual, bordado completamente en oro sobre terciopelo negro muestra una gran calidad, a la altura de la importancia devocional que esta imagen tiene para la ciudad de Pamplona.

Su papel como donantes

Fueron muchas las mujeres que, como signo de piedad y de su posición social, realizaron donaciones de piezas textiles a templos navarros, en ocasiones de sus propios vestidos para que de ellos se hicieran obras bordadas y especialmente a las distintas imágenes de la Virgen. Como muestra de todas ellas, destacan los obsequios regios, como el que realizó a la colegial de Tudela en el siglo XV la reina Leonor, junto con el rey Carlos III, de unas vestiduras y un paño de brocado; los mantos que la reina Catalina donó a la Virgen del Sagrario de la catedral de Pamplona; o el brial de brocado que la reina Leonor, hija de Juan II, donó a la colegiata de Roncesvalles y del que se hizo un manto para la Virgen y una capa pluvial. En el siglo XVIII, se distingue la figura de la reina viuda Mariana de Neoburgo, que obsequió a la Virgen del Camino de Pamplona con un vestido de tela blanca con flores de plata y al convento de las Carmelitas Descalzas de Pamplona con dos vestidos de los que se compuso un terno. También la reina Bárbara de Braganza regaló un manto de terciopelo carmesí bordado en plata a la Virgen de Araceli del convento de las madres Carmelitas Descalzas de Corella, a la que la reina Isabel II obsequió con otro manto, esta vez de terciopelo azul. Ambos se conservan hoy en día como muestra de lujo y devoción y del lugar que también las mujeres ocuparon como donantes y mecenas de piezas textiles.