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Las Mujeres en las Artes y las Letras en Navarra (10). El retrato femenino: la visibilización de las mujeres

05/06/2023

Publicado en

Diario de Navarra

Pilar Andueza Unanua |

Profesora en la Universidad de La Rioja y miembro de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda, mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, aspectos sobre la relación de la mujer con las artes y las letras en Navarra.

Dejando a un lado la pintura y la escultura religiosa y mitológica, donde se prodigó con abundancia la figura femenina, a lo largo de la historia, prácticamente solo el retrato ha sido capaz de convertir a mujeres concretas, con nombres y apellidos, en protagonistas de alguna parcela del ámbito artístico. De hecho, salvo alguna excepción, hasta hace escasas décadas las mujeres han sido silenciadas como artistas, como mecenas y promotoras de las artes, como coleccionistas o como gestoras de talleres artísticos, una secular invisibilización que afortunadamente ha comenzado a revertir al convertirlas en centro de numerosas investigaciones.

Desde la Antigüedad el ser humano mostró su deseo de aparecer representado a través de las artes. La Grecia clásica alumbró un tipo de retrato destinado a vencer a la muerte y perpetuar al individuo a través de la fama y la gloria adquiridas por sus obras. Tras la Edad Media, donde este género decayó enormemente, el Renacimiento, alimentado por el Humanismo, recuperó esta idea de la memoria. Por ello, y merced al poder de las imágenes, el retrato se extendió a partir del siglo XV entre la realeza, la nobleza y la alta jerarquía eclesiástica, abriéndose desde entonces hacia otros grupos sociales, como la burguesía, y dando entrada definitivamente en él a las mujeres, aunque en número significativamente inferior al de los hombres. Verosimilitud, rigor, dignidad y respeto serían las recomendaciones dadas por los tratadistas para su desarrollo.

Las donantes

Los primeros retratos femeninos conservados en Navarra remiten a la Edad Media. Se trata de un limitado conjunto que se manifiesta a través de dos fórmulas: como donante y a través de su efigie sobre su sepulcro.

Patrocinar una obra fue aprovechado por algunas personas notables para representarse junto a una imagen sagrada en un acto propagandístico que mostraba al mismo tiempo sus devociones particulares. Estas representaciones medievales situaban al donante en una zona marginal de la escena, en pequeño tamaño, de perfil, arrodillado, ricamente ataviado y sin pretender parecido físico alguno. Las primeras mujeres retratadas se sitúan en varios retablos góticos pintados de la primera mitad del siglo XV. Aparecen acompañadas de sus maridos, flanqueando al santo titular. Sin ánimo de citar todos los ejemplos, destacamos a Toda Sánchez de Yarza, que figura con su esposo Martín Périz de Eulate, mazonero de las obras reales, tanto en el retablo de San Nicasio y San Sebastián (1402), hoy en el Museo Arqueológico Nacional, como en el dedicado a Santa Elena (1416), que encargaron para la capilla que poseían en la estellesa parroquia de San Miguel, donde situaron también su sepulcro, en el que volvieron a representarse.

Otro ejemplo significativo lo hallamos en la catedral de Tudela que acoge el retablo de Nuestra Señora de la Esperanza, a cuyos pies el pintor Bonanat Zahortiga representó en 1412 a Isabel de Ujué y a su marido, el canciller Francés de Villaespesa, también con destino a su propia capilla funeraria. Este modelo con los donantes se prolongó en el tiempo, como se comprueba en Jerónima de Ezpeleta, que con su marido Gaspar Enríquez de Lacarra, señor de Ablitas, se sitúan en el ático del retablo mayor de su parroquia, adorando al Ecce Homo (1657).

El retrato funerario

La representación del difunto yacente sobre su sarcófago estuvo marcado en la Navarra medieval por las pautas impuestas por los monarcas. En la catedral de Pamplona se halla el espléndido sepulcro exento de Carlos III y de su esposa Leonor, realizado por Jehan Lome entre 1413 y 1419, cuya influencia fue notable en aquellos años. En actitud orante, y bastante hieráticos, los retratos de cuerpo entero se ubican bajo sendos doseles góticos y posan sus pies sobre un león, símbolo de poder, y sobre sendos lebreles que se disputan un hueso, aludiendo con ello a la vida humana roída por el tiempo. Mientras el monarca luce el atuendo ceremonial de su coronación y muestra un rostro de cierto realismo, el de la reina resulta más idealizado. Viste ella saya muy larga y escotada, sobrevesta enriquecida por una franja vertical de orfebrería y se toca con corona bajo la que asoma una redecilla adornada igualmente con orfebrería.

Al mismo ámbito cortesano y a las mismas fechas corresponde el sepulcro de Juana Beunza y su esposo Pere Arnaut de Garro, situado en el claustro de la seo pamplonesa. Nuevamente en actitud orante, él lleva armadura como caballero, mientras ella muestra un largo vestido a la moda, collar doble con un medallón y tocado de cuernos con velo.

Datada en los años veinte del siglo XV, pero ajena a la estética de Lome y en conexión con Aragón, resulta el majestuoso sepulcro policromado de la mencionada Isabel de Ujué y su esposo Villaespesa, ubicado en su capilla tudelana. Ataviado él como letrado, ella se engalana con un vestido largo -hopalanda- ceñido con cinturón, con escote en uve y cuello elevado por detrás, amplias mangas colgantes y un bello tocado de rollo. Entre sus dedos desliza unas cuentas de rezo de dos vueltas rematadas por cruz que cuelgan desde los hombros.

La llegada de la Edad Moderna impulsó una nueva modalidad en los enterramientos, donde el retrato del difunto dejó su posición yacente para pasar a estar arrodillado y orante, siguiendo la tipología impuesta por Pompeo Leoni en los mausoleos de Carlos V y Felipe II en El Escorial. Situados bajo un arcosolio, en Navarra solo contamos con dos ejemplos de este tipo en el que aparezcan efigiadas mujeres. Se trata del monumento funerario de Sancho el Fuerte y su esposa Clemencia de Tolouse, obra de los inicios del siglo XVII conservada en la colegiata de Roncesvalles, y el sepulcro de Martín Carlos de Mencos, almirante del mar Océano y general de la Armada de Nápoles, y su esposa María Turrillos, en el convento de concepcionistas recoletas de Tafalla que ellos patrocinaron. Con gran aparato barroco, este último se fecha en 1739, si bien los retratados visten una indumentaria anacrónica, como los monarcas, propia de la centuria anterior.

El retrato moderno en la pintura

Lamentablemente, los retratos femeninos de la Edad Moderna también son escasísimos. Ajenos ya al ámbito funerario, los más destacados se corresponden a Catalina de Alvarado, marquesa de Montejaso, y a Manuela Munárriz, marquesa de Murillo. Ambos fueron ejecutados en la Villa y Corte de Madrid, junto a los de sus respectivos esposos, Juan de Ciriza, secretario de Felipe III, y Juan Bautista de Iturralde, ministro de Hacienda con Felipe V. Estaban destinados, con una clara finalidad comunicativa, a los conventos que ambos matrimonios patrocinaron en Navarra: el de agustinas recoletas de Pamplona y el de clarisas de Arizkun. De extraordinaria calidad resultan los lienzos de los marqueses de Montejaso firmados por Antonio Rizzi en 1617, quien siguió con precisión la elegancia de los modelos cortesanos. Frente a la austeridad del varón, el de Catalina de Alvarado denota gran virtuosismo y minuciosidad. De rostro realista, aparece con saya negra de mangas acuchilladas bajo las que asoman las manguillas bordadas en plata y rematadas con puños de encaje a juego con la gorguera de gran tamaño. Completa su imagen, como las reinas e infantas, con una diadema y abundantes y extraordinarias joyas. La marquesa, que merced al uso de cotilla y verdugado, transmite un hieratismo mayestático, acaricia un perro blanco, símbolo de fidelidad, situado sobre un bufete vestido con un tapete carmesí. Mucho más sencillo, como el de su esposo, resulta el de Manuela Munárriz, obra atribuida a Antonio González Ruiz, que debió de llegar desde Madrid a Baztán hacia 1739. La señora, sentada frente a una mesa con un gran cortinaje de fondo, luce un vestido de terciopelo verde oscuro adornado con un galón dorado y se enjoya con diadema, pendientes y cruz de pescuezo, todo ello de oro y brillantes. Un libro de oraciones en su mano y una estampa de Santo Domingo sobre la mesa dejan patentes sus profundas convicciones religiosas.

El deseo de mostrar ante la sociedad el prestigio profesional, económico y social alcanzado se observa en los cuadros de quienes formaron parte de “la hora navarra del XVIII”, principalmente hombres de negocios y militares. Al ámbito de estas familias pertenece el retrato de la madrileña Mª Antonia de Goyeneche e Indaburu, de ascendencia baztanesa, hija de los marqueses de Belzunce y condes de Saceda, y nieta de Juan de Goyeneche, que llegó a Pamplona para casarse con Joaquín Vicente Borda y Goyeneche. Fue pintado en Madrid en 1768 por una autor desconocido. De algo más de medio cuerpo y sentada, se atavía con un vestido a la francesa, de tono amarillo anaranjado con flores bordadas. Sin duda, lo más significativo de la pintura son las joyas que porta: una gran piocha adornando el cabello, y un aderezo compuesto por pendientes y pieza de garganta formada por un lazo de diamantes cosido a una cinta de terciopelo negro ceñida al cuello. Dicho aderezo, como el clavel que muestra en su mano -símbolo de la fidelidad-, resultan sorprendentemente similares a los que ofrece Mª Luisa de Parma en el retrato que de ella realizó Anton Raphael Mengs tres años antes.

A lo largo de la Edad Moderna también gozaron de algunas representaciones las clausuras femeninas, a la vez que algunas mujeres se hicieron presentes, aunque de manera muy popular e ingenua, en los exvotos entregados en algunos santuarios.

La llegada de la fotografía

El siglo XIX amplió extraordinariamente el desarrollo del retrato al introducirse la fotografía como técnica artística, favoreciendo con ella la proliferación y extensión de la presencia femenina, bien de manera individual, bien en pareja o dentro del grupo familiar. Fueron realizados inicialmente en estudio, con un telón de fondo fijo, y entre los autores destacaron fotógrafos como Coyné, Dulcloux, Pliego, Zaragüeta, Roldán, Mena, Ibáñez e incluso aficionados como Altadill, quien reflejó a su esposa y otros familiares en numerosas ocasiones. De manera paralela, el retrato femenino siguió su desarrollo, reclamado ahora, como ocurría con la fotografía, por la burguesía. García Asarta, Nicolás Esparza, Enrique Zubiri, Javier Ciga o Miguel Pérez Torres ofrecieron representaciones femeninas, pero es necesario resaltar que su número fue sustancialmente inferior al masculino. El género sería prolongado ya en la segunda mitad del siglo XX por artistas como José María Ascunce o César Muñoz Sola.

En las últimas décadas, las mujeres se ha adentrado también en las galerías de retratos institucionales, una modalidad con muchos siglos de historia que, afortunadamente, tanto el Parlamento como la Diputación Foral supieron recuperar. Mientras Tomás Muñoz Asensio ejecutó los correspondientes a las presidentas del parlamento navarro Lola Eguren y Elena Torres, Monika Aranda efigió a Ainhoa Aznárez. Por su parte, de los pinceles de Elena Goñi salió el retrato de Yolanda Barcina, primera presidenta del gobierno navarro, mientras Iñaki Lazcoz ofreció el de la segunda mujer en el cargo, Uxue Barkos. Nuevos tiempos, nuevas mentalidades, nuevos lenguajes artísticos para un género artístico milenario capaz de hacer justicia con las mujeres.