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Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Patrimonio e identidad (34). La imagen del perro en las artes y el patrimonio navarro

vie, 05 jun 2020 12:40:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

La imagen del perro, al igual que la de otros animales no posee el mismo significado en los diferentes periodos históricos, ni en los diversos contextos en los que se le ha representado. En el panteón grecolatino fue atributo de Diana, la diosa de la caza, de Marte, dios de la guerra por la voracidad del animal y de Plutón, en este caso el cerbero tricefálico, guardián de tres cabezas. Aparece también con otros mitos de cazadores como Adonis, Céfalo y Acteón. En este último recordando al joven que fue transformado en ciervo y devorado por sus canes, por haberse atrevido a observar a Diana y a las ninfas bañándose desnudas.

En Oriente, el perro tuvo mala reputación, como depredador y ladrón. La Biblia lo considera un animal impuro por su costumbre de curarse las heridas lamiéndose con la lengua y de volverse sobre lo que vomita. Con esta última acción se le equiparaba al pecador que sana con la confesión y, tras reconocer sus pecados, vuelve a incurrir en los mismos. El origen de esta interpretación simbólica se encuentra en el Libro de los Proverbios y un texto de una carta de San Pedro que dice: “Volvióse el perro a comer lo que vomitó y la marrana lavada a revolcarse en el cieno”. Algunos autores como Eusebio en su Historia eclesiástica lo llegaron a comparar con el diablo.
 

Con significados antagónicos

La Edad Media, de un lado, rehabilitó su simbolismo, reputando al perro como amigo fiel y leal del hombre, por guardar su casa y rebaños y acompañarle en sus cacerías. De otro lado, se le asimiló con uno de los pecados capitales, la envidia y por derivación con la personificación del hipócrita, lisonjero e ingrato. 

En las metáforas y emblemas desde fines del Medioevo y a lo largo de la Edad Moderna continuaron, e incluso, se diversificaron sus significados positivos o negativos. Serán los contextos los que nos explican su correcta lectura. Así, lo encontraremos asimilado con el buen guía y guardián del rebaño, como alegoría del olfato (en las alegorías de los cinco sentidos), la fidelidad (según Plinio, el perro y el caballo son, de todos los animales, los más fieles al hombre), la memoria (por saber volver a donde partió o reconocer a sus amos), la vigilancia (destinados a la guarda de casas y templos con el aviso de cave canem) y la envidia. En este último caso Cesare Ripa, compilador de personificaciones de vicios y virtudes, alegoriza a la envidia como una mujer vieja con cabellos entreverados de sierpes que se come su mismo corazón, como castigo de su propia envidia. Añade a todo ello un perro delgado “animal envidiosísimo, pues todo lo que pertenece a los otros lo querría para él solamente”.

Como cabría esperar, tanto las connotaciones positivas como negativas estaban muy asimiladas en la sociedad. Entre las primeras y para glosar la fidelidad encontramos célebres pinturas con perros junto a matrimonios (los Arnolfini de Jan Van Eyck o la familia del pintor de Jordaens) o retratos de grandes señores (James Stuart de Van Dyck o el marqués de Legarda y Justino de Neve, de Murillo) e incluso junto a la alegorización una localidad (Madrid en 1808, por Goya). En ciertos casos, como los retratos velazqueños de Felipe IV, el cardenal infante y Baltasar Carlos como cazadores, la presencia del perro obedece a la preparación del monarca para la guerra con el ejercicio de la cinegética, de acuerdo con el lema latino si vis pacem para bellum (si quieres la paz, prepara la guerra).

Entre las negativas no sólo las artes glosaron la envidia con sus imágenes (Mesa de los pecados capitales de El Bosco o la Túnica de José de Velázquez), sino que los insultos han puesto, tradicionalmente, en boca de quien quería ofender el nombre de “perro”, con obvios deseos de afrenta y desprecio, como se puede ver en los testimonios recogidos en el magnífico Diccionario de injurias, editado recientemente por Cristina Tabernero y Jesús M. Usunáriz.

La iconografía religiosa presenta también a perros en escenas navideñas, ya razas populares o cuidados lebreles, según estemos ante los pastores o los magos. La Sagrada Familia y otras escenas de la infancia de Cristo y bíblicas, como el regreso del hijo pródigo, también colocan al perro en la ambientación familiar o paisajística, pese a que la pintura postridentina fue reacia a este tipo de accesorios que distraían del contenido catequético. Al respecto, podemos recordar el contrato de pinturas con parejas de santos para el Escorial, en donde se le dejó bien claro a Navarrete el Mudo que “no ponga gato, ni perro, ni otra figura que sea deshonesta, sino que todos sean santos y provoquen a devoción”, de acuerdo con la estricta norma del IV Concilio de Milán, en que se prohibía la representación anecdótica de animales en pinturas sagradas. Pese a todo, algunos pasajes de la vida de algunos santos, requería la presencia del perro, como la leyenda de san Julián, del que podemos contemplar en Vidaurreta y Ororbia, sendos ejemplos del siglo XVI con la escena en la que el ciervo le habló y comunicó al santo el fatal desenlace del parricidio. También aparece el perro en el pasaje de Tobías con el ángel, amén de encontrarlo junto a Judas, en este caso clarísimamente con un significado negativo, ligado a la traición o la ingratitud. Como atributo de santos figura con san Roque, santa Quiteria y santo Domingo de Guzmán. 


Señeros ejemplos del Gótico navarro y en la divisa de los Evreux

Una de las dovelas de la puerta del Juicio de Tudela, obra del primer tercio del siglo XIII, ilustrando el pecado de la avaricia que lleva a los comerciantes y cambistas a estafar a sus clientes, presenta a un carnicero que engaña en el peso, poniendo la mano en la balanza, además de que la carne que vende podría ser la del perro que se encuentra a su lado. Se censuraba con ello a los mercaderes en la manipulación de la calidad, del peso o de las medidas que ponen a la venta, pero también la mentira y el perjurio, para obtener inmoderadas ganancias 

En la catedral de Pamplona abundan los relieves de  perros en diversas escenas. En el claustro gótico y sus dependencias los encontramos en escenas de caza, acosando a toros o con cazadores. En el refectorio, concluido para 1335, de manera muy gráfica, se muestra en una ménsula policromada a un cazador clavando el largo cuchillo a un jabalí que es mordido por un perro, mientras pisa a otro can. Otra ménsula de la misma dependencia presenta un excelente ejemplo del mancorneo, en la que aparece un fuerte hombre barbado sujetando los cuernos del toro, mientras un perro de presa muerde ferozmente la oreja izquierda del astado. En el interior del templo también se encuentran algunas ilustrativas ménsulas con perros atacando a un jabalí o a un oso.

En algunos sepulcros figuran a los pies de la esposa, significando la fidelidad. En el sepulcro el de Carlos III y doña Leonor en la catedral de Pamplona, obra Johan Lome (1413-1419) encontramos sendos lebreles a los pies de la reina, algo que induce a pensar en la fidelidad, de acuerdo con una norma no general, pero sí muy extendida. Sin embargo, ambos canes aparecen junto a un hueso, algo que en las sillerías de coro de fines del siglo es sinónimo de envidia, en consonancia con fábulas y refranes del momento. Sin embargo, en este contexto funerario, tal y como señala Clara Fernández-Ladreda, en la monografía sobre el arte gótico en Navarra, esos elementos se han de leer como la vida corroída por el paso del tiempo y la acción destructora sobre el devenir humano, sin olvidar que los lebreles tenían un alto significado como divisa de los Evreux y dieron nombre a la orden, fundada por Carlos III. La imposible relación de esas esculturas con el lema adjudicado equivocadamente al Príncipe de Viana (utrimque roditur) y su falta de base histórica ha sido estudiada por Mikel Zuza.

El lebrel fue elegido como divisa por el rey Carlos II y se conservan testimonios de su presencia en obras relacionadas con Carlos III o el Príncipe de Viana, como diversos escudos, pinturas de la catedral de Pamplona, el relicario de san Saturnino, algunas miniaturas, objetos y testimonios documentales y manuscritos. Fue a mediados del siglo XIV cuando Carlos II escogió como divisa al lebrel, quizás jugando con la proximidad fonética con su dinastía de Evreux. María Narbona ha estudiado el tema y vincula el hecho con varias circunstancias de contexto histórico general y particular del monarca. Su sucesor e hijo, Carlos III fundó la orden de caballería de collar de Buena fe y/o del Lebrel blanco, en 1391. Como señala la mencionada profesora, no queda claro si se trata de la misma orden o de dos, pues fue el collar de hojas de castaño y no el lebrel con el lema Bonne foy lo que se vinculó a su collar, si bien es posible que los miembros de la casa real incorporaran al collar el animal emblemático, como ocurría en una preciada joya del Príncipe de Viana.


Atributo de tres santos

Santo Domingo, santa Quiteria y san Roque comparten atributo, si bien es cierto que con connotaciones bien diferentes. En el primer caso, fue por causa de un temprano relato del beato Jordán de Sajonia, sucesor al frente de la orden de santo Domingo,  que escribió en 1233 los Orígenes de la Orden de Predicadores, recogiendo este pasaje difundido en las letras y las imágenes: “A su madre, antes que lo concibiera, se le mostró en visión que llevaba en su vientre un cachorrillo con una tea encendida en la boca y que, al salir de sus entrañas, prendía fuego a todo el mundo: con lo cual se prefiguraba que el hijo que había de concebir sería predicador insigne que, con el ladrido de su santa palabra, excitase a la vigilancia a las almas dormidas…”. La propia denominación de los dominicos tiene su etimología en el santo y el perrillo: canes Dominici.

Santa Quiteria, especial abogada contra la rabia, habría sustituido desde fines de la Edad Media al demonio encadenado por el perro, muchas veces con la actitud de fiereza: ojos furiosos y lengua fuera, orejas tiesas y fauces amenazadoras. Existió un convencimiento de que los perros se tranquilizaban ante la presencia de sus imágenes. En Navarra contó con sendas cofradías en Tudela y Bigüézal. Los gozos de esta última localidad, impresos hace más de un siglo la proclamaban: “Remedio sois desde el cielo / contra la rabia contagiosa /dad a los fieles consuelo / Santa Quiteria gloriosa”. En algunos pueblos, como Urzainqui, existió el hierro de Santa Quiteria con el que se marcaba al fuego a los animales.

Por lo que respecta a san Roque, hace unas semanas explicábamos en esta misma sección que se trataba de un perro nutricio. Tras pasar el santo unos años en Roma, pasó por Piacenza, en donde enfermó y se refugió en un bosque, fuera de la ciudad para no contagiar a nadie, sobreviviendo gracias a una fuente milagrosa, a un ángel que le confortaba y curaba y a un perro que, diariamente, le traía un pan que sustraía de la mesa de su amo, Gottardo Pallastrelli, quien tras observar el comportamiento del can durante varios días, descubrió a Roque, le ayudó y se convirtió en su discípulo. En ocasiones, el perro lame la llaga del santo por paralelismo con la parábola evangélica del pobre Lázaro.


En un exvoto de Arguedas y una memoria de un jardín de Dicastillo

Referenciaremos, finalmente, una pareja de perros en unos ámbitos nada usuales: un exvoto del santuario de la Virgen del Yugo en Arguedas y una memoria funeraria para el que fuera animal de compañía de la condesa de Vega del Pozo, en Dicastillo.

El primero de ellos lleva fecha de 1719 y está en relación con un cazador, al que se representa con la escopeta disparando en el momento de explotarle el arma y desprender fuego. El atuendo del protagonista ha sido modificado posteriormente, ya que no corresponde al de la fecha de la pintura, es más, se aprecia el repinte en la zona de la casaca si se mira con detalle. La historia del acontecimiento se relata en su texto explicativo: “En 13 de setieme de 1719 Dn Diego Martin de Ziga, cazando codornizes en el termino de la Villa de Caderita se le abrio la escopeta desde el culato asta media bara, inboco a Nª Sª del Yugo y quedo sin lesion ninguna”.

El famoso perro Merlín de la condesa de Vega del Pozo en Dicastillo, contó con una memoria funeraria en forma de monumento conmemorativo, en los jardines de de su palacio en Dicastillo, atribuido a Mariano Benlliure, que hizo el mausoleo de Gayarre, en Roncal (1891-1897 y colocado en 1901). La obra de Dicastillo, estudiada por Blanca Sagasti, se conserva parcialmente, ya que el perro está actualmente en una colección madrileña. En la decisión de la aristócrata debieron de pesar tanto la lealtad del animal, como el cariño que le profesaba. Respecto a la fidelidad, hay que recordar que venía siendo defendida desde tiempos clásicos, cuando Plinio narra la historia del romano Tito Labieno, apresado y seguido por su perro. Cuando fue ejecutado el perro no se apartó de él, dando muestras de gran dolor y llevando a la boca de su amo todo alimento que conseguía. Al arrojar el cuerpo de su amo al Tíber, el perro se echó tras él, sosteniéndolo mientras pudo sobre las aguas. En cuanto al cariño, no podemos dejar de mencionar algunos estudios sobre la relación del perro con los humanos, en los que se afirma que la mirada entre ambos aumenta la oxitocina del cerebro, nada menos que la hormona del amor y la felicidad, que se segrega, por ejemplo, cuando una madre y un bebé se miran.