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Patrimonio e identidad (53). En las entrañas de la basílica de Santa Felicia de Labiano

04/06/2021

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Santa Felicia de Labiano ha sido, desde siglos atrás, lugar de romerías y visitas de numerosos devotos. Entre las primeras, han desaparecido las de los valles de Egüés y Unciti, aunque permanecen la del valle de Aranguren y la general del domingo infraoctavo del Corpus. El relato legendario y trágico de su vida, a manos de su hermano Guillermo, con diferencias entre la tradición de Obanos y Labiano, quedó impreso en el corazón de las gentes, transmitiéndose por las plazas y de generación en generación entre familias y romeros. La versión de Labiano defiende el origen de los hermanos, en el seno de la corte francesa y la peregrinación de ambos a Compostela. El relato legendario sirvió para catequizar sobre el abandono de privilegios y la vivencia de la pobreza, así como el perdón obtenido con la vida penitente. 

Una visita a la basílica, sin prisas y con la atención merecida, en lugar repleto de historia e historias, es siempre gratificante por el poético paisaje y por cuanto encierra su patrimonio material e inmaterial. La leyenda, la comunidad de seroras que allí vivió, los pleitos con los patronos y las romerías han sido objeto de estudios de Fernando Pérez Ollo, Roldán Jimeno y Jesús Equiza. No ocurre lo mismo con la basílica y su amueblamiento, singularmente el retablo mayor, la notable y exótica urna de plata, así como las tablas renacentistas inéditas. Hace cuatro años, nos ocupamos en estas mismas páginas del conjunto de exvotos conservados en el santuario, sin duda el mejor de estas tierras (Diario de Navarra, 3 de marzo de 2017).

En esta semana, señalada por la romería del valle de Aranguren y la general, reflexionaremos sobre el especial acervo de su exorno, muy mal conocido, por la inexistencia de documentación. Frente a esa carencia, el historiador del arte ha de aplicar, meticulosamente, sus conocimientos de estilo, técnicas y de contexto de las obras para que éstas “hablen” sobre su origen, mecenazgo, cronología y significado. Esta tarea siempre hay que hacerla, siguiendo el dictamen de un clásico de nuestro Siglo de Oro: “refiriendo lo cierto como cierto, lo verosímil como verosímil, lo dudoso como dudoso”.

A través de estas líneas, deseamos invitar y animar a nuestros lectores a visitar la basílica y recrearse en torno a su patrimonio, contemplándolo como signo de identidad y elemento de cohesión, vertebración y vínculo entre el ayer y hoy.

El edificio y el patronato de los condes de Javier

De la construcción barroca del actual santuario se repite, según dato publicado por Jesús Equiza, que se inauguró en 1753, tras un incendio. Ese testimonio no lo hemos podido corroborar y parece discutible. En cambio, sí que hemos hallado otros documentos que nos hablan de la historia del edificio. El primero corresponde a 1679, cuando el capellán de la basílica convino con el albañil Juan Francisco Pardo la fábrica de una de las dos capillas laterales, la de san Francisco Javier, en la que se ubicarían las reliquias de santa Felicia con su arca, sobre un ara de altar lo suficientemente grande para permitir también la celebración de la misa. Cimientos, estribos y las partes necesarias para la seguridad serían de piedra. Los 140 ducados que importó la fábrica procedían de varias limosnas. Esta capilla se dotó posteriormente, entre 1749 y 1750, de cúpula y linterna por Francisco de Múzquiz, obra aprobada por Manuel de Olóriz. La extracción de piedra del término de Aldaba dio lugar a un pleito entre los vecinos de Labiano y el conde de Javier, que autorizó las obras como patrono del edificio.

Poco más tarde y en aras a dar uniformidad al conjunto, el maestro de obras de Estella, Juan Ángel Igaregui, autor del remate de la torre de Andosilla y de la casa vicarial de Javier, se hizo cargo de la capilla simétrica a la de san Francisco Javier, para lo cual trajo ladrillos y tejas de Pamplona y adquirió diversos materiales, entre ellos algunas maderas a José Coral, del que trataremos más tarde. El importe de las obras alcanzó 1.385 reales. En esa cantidad se incluyó la construcción del pórtico y la cubierta del lugar en “que reventó la mula que traía a la santa, porque amenazaba ruina”.

La documentación de siglos pasados siempre insiste en que las limosnas recogidas en el santuario se invertían en el sostenimiento de las beatas que allí vivían, el culto, limpieza y ornato. Si se producían déficits, los suplían los condes de su caudal privativo.

Una pintura a modo de wundervita

Frente a la puerta de entrada, cuelga una pintura con el tema del martirio de Felicia a manos de su hermano Guillén y otras viñetas alrededor con los pasajes más señeros del relato legendario, con largos textos explicativos. El marco de la pintura data del segundo cuarto del siglo XVII y el lienzo actual, muy repintado, es muy popular. Su realización es posterior a 1841, ya que se menciona la “provincia de Navarra y partido judicial de Aoiz”. Es posible que hubiese un original anterior que se rehízo completamente a mediados del siglo XIX. El contenido de sus inscripciones se ha divulgado en los novenarios de la santa desde fines del siglo XIX. Por su forma podemos imaginar la composición en un pliego de cordel en el que un ciego o un marchante explica la leyenda al dictado de imágenes y textos, invitando a los oyentes a pedir a la santa protección contra los dolores de cabeza y “en accidentes habituales, especialmente en tumores fríos o lamparones”, tal y como recogen algunos impresos.

Se trata, por tanto, de una wundervita o vida maravillosa y admirable, siguiendo modelos grabados de otros santos, popularizados desde fines del siglo XVI. Las pequeñas escenas narradas son ocho. En un lado contemplamos la despedida de los hermanos de sus padres, resolución de Felicia de quedar en Amocain, milagro del pan convertido en piedras y Guillermo en Arnotegui. Las cuatro, al otro lado del martirio, recogen la muerte de la santa, su enterramiento, la mula con el féretro y la llegada a Labiano con la caída de la caballería.

El retablo mayor

Un análisis de la pieza nos lleva a los modelos de los talleres pamploneses de mediados del siglo XVIII y más concretamente al taller de José Coral, un artista valenciano, establecido en la capital navarra desde 1717 hasta su muerte en 1753, y autor de los retablos mayores de Huarte Araquil y Ciáurriz y del Rosario de Larraga.

Avalan esa atribución algunos hechos. De un lado, la remodelación del santuario en aquellos momentos, nada más mediar el siglo XVIII, con lo que era necesario un nuevo retablo acorde a las modas del momento. De otro, hemos de recordar que el duque de Granada de Ega y conde de Javier, don Antonio de Idiáquez emprendió en aquellos mismos momentos la empresa de construir nuevos retablos en las capillas e iglesias de su patronato. Así lo hizo en la abadía de Javier y en los retablos de las capillas del Santo Cristo de los Milagros en la Merced de Pamplona (1750) y de San Pedro Mártir en los Dominicos de la misma ciudad (1743-1750). Estos dos últimos retablos fueron encargados por el duque al mencionado José Coral en 1750.

No cabe duda alguna que el noble deseó proyectar su imagen en todos aquellos espacios religiosos, dejando claras sus muestras de munificencia y sus devociones. Don Antonio de Idiáquez Garnica y Córdoba (1686-1754), casó en 1708 con la condesa titular de Javier, doña María Isabel Aznárez de Garro. De sus costumbres y vida hizo un retrato el famoso padre Pedro Calatayud en un opúsculo publicado en Pamplona en 1756. Allí pondera su devoción a san Francisco Javier y al Corazón de Jesús y confirma toda su labor de promoción artística con las siguientes palabras: “Las limosnas cotidianas hizo de varios modos a diversas comunidades religiosas, a parroquias y basílicas; en unas costeando y dorando altares, en otras enviando estatuas y ornamentos preciosos, pues en solos cuatro años últimos subían de catorce a quince los ornamentos que hizo para varias iglesias y alguno de ellos subía casi a dos mil pesos. Cónstame que hizo no pocas limosnas gruesas de doscientos, de trescientos, de quinientos, de mil ducados, de mil pesos y hasta de cuatro mil ducados de una vez”.

En el retablo de la basílica de Labiano han desaparecido las columnas o estípites y las pilastras se decoran con motivos vegetales asimétricos, con leves atisbos del rococó, pero concibiendo el conjunto como las grandes máquinas barrocas. El banco está reaprovechado del retablo antiguo, realizado hacia 1690, cuando la santa estaba en la capilla de san Francisco Javier. En él se suceden cuatro escenas de la vida de la santa. En las centrales, que son puertas corredizas para velar la urna, se presenta a la santa despidiéndose de sus padres tras obtener su “licencia y bendición”. A la izquierda del espectador aparecen su martirio, que serviría de modelo en composiciones pictóricas y grabadas y, a la derecha, la llegada de su féretro a Labiano, a lomos de la mula que cae ante el asombro de numerosos personajes. El cuerpo principal alberga tres lienzos de comienzos del siglo XVIII, la conversión de san Pablo, titular de la basílica, san Miguel expulsando a los demonios y los milagros de san Francisco Javier, en presencia de san Ignacio de Loyola. En todos ellos se evidencian las influencias rubenianas a través de estampas grabadas. Las devociones de los condes quedan visibilizadas en esas pinturas, así como en la credencia con un Sagrado Corazón de Jesús en forma de Sagrada Víscera, tal y como se difundió hasta la expulsión de los Jesuitas en 1767.

La urna de plata, obra de platería peruana del siglo XVIII

La urna de plata está, ordinariamente, velada, es decir oculta tras un armario que queda cerrado por las puertas correderas del banco del retablo. Al respecto, hemos de recordar que, en el culto religioso de la época medieval, el “velum”, en forma de cortina o puerta, formaba parte de la escenificación de la imagen de altar. La acción de velar y desvelar concretaba en aquellos tiempos la dialéctica de la presentación de las imágenes, de acuerdo con la función litúrgica y la fiesta a celebrar. 

Resulta significativo que hacia finales del siglo XVI y, sobre todo, en el siglo XVII, el uso religioso de los “vela” desapareció en muchos lugares, cuando los documentos y los lienzos atestiguan la irrupción de la cortina en la presentación de las obras de carácter privado, particularmente en los gabinetes de pintura, en los que la pieza mejor de la colección estaba cubierta para generar curiosidad y expectación entre los visitantes. No obstante, en ciertos ambientes pervivió su valor y función en el terreno religioso, por entender que la facilidad para ver las imágenes no contribuía precisamente a su mayor veneración y culto. Roncesvalles, Codés, el Puy de Estella o la catedral de Pamplona son buenos ejemplos.

La urna de plata, con exuberantes placas repujadas de plata, con decoración de uvas y granadas con pajarillos que picotean, a una con las garras de las patas y, sobre todo, unas máscaras inconfundibles del arte del Altiplano peruano, nos llevan a datar la pieza hacia 1735. Del mismo origen peruano es un cáliz de la misma época conservado en la parroquia, pero perteneciente a la basílica. Sobre el donante, no hay noticias ni documentales, ni de inscripción alguna. Da la impresión de que se quiso ocultar, pese a la originalidad e importancia de la pieza, aunque si la dádiva vino de persona a los patronos, éstos no permitirían exhibición de nombre o heráldica en lugar de su patronato. Sin descartar un allegado de los condes de Javier o algún generoso donante agradecido por su curación, también podríamos pensar en alguien de la “familia” del virrey de Perú, don José Armendáriz y Perurena, que estuvo en aquellas tierras entre 1724 y 1736, y destacó como generoso mecenas de las artes en las benedictinas de Corella, las capillas de San Fermín y la Virgen del Camino y la catedral de Pamplona. El arca de plata es posterior al episcopado de don Juan Camargo (1716-1725), ya que en su visita pastoral al santuario se abrió y se colocó la cabeza en su sitio, al comprobar que estaba mezclada con los restos. Si hubiese sido la urna de cristales ese detalle hubiese sido manifiesto. Seguramente, aún estaba en la gran caja de madera dorada conservada y que la tradición sitúa como la que llegó a lomos de la mula. Esta última es una pieza con rica policromía de mediados del siglo XVI, con deliciosos morescos derivados de patrones textiles. El profesor Pedro Echeverría nos ha hecho notar la dependencia de los modelos de los libros de Francesco Pellegrino (1530) y Balthasar Sylvius (1554).

La urna contiene los restos de santa Felicia que al igual que con los de san Pedro de Usún, se llegaban a sumergir en el agua en tiempos de sequía, algo que condenó como superstición y sacrilegio el canónigo pamplonés Martín de Andosilla, en su obra De Supersticionibus, redactada a fines del siglo XV y editada en Lyon en 1510.

Cinco tablas renacentistas inéditas del pintor Pedro Sarasa

Las sorpresas que depara el santuario, no cesaron en nuestra visita, ya que, tras el examen de la urna, pudimos ver el revestimiento interior de la caja que la cobija, conformado nada más y nada menos que con cinco tablas de pintura renacentista: un Descendimiento y los cuatro evangelistas. Su análisis no ofrece duda alguna en cuanto a su autoría, especialmente después de que el profesor Pedro Echeverría Goñi haya estudiado la figura y producción del pintor Pedro Sarasa y Navardún, activo entre 1530 y 1544 y muy relacionado con la capital aragonesa. Este pintor contrató numerosas obras, muchas desaparecidas, llegándose a comportar como un empresario. Parte de su producción es el resultado de colaboraciones con otros artistas. Las tablas de los Evangelistas son copias de estampas de Agostino Veneziano (1519), en base a pinturas de Julio Romano.

El origen de las tablas es, de momento, desconocido. Sin descartar la localidad de Labiano, no podemos dejar de considerar otras iglesias en las que los condes de Javier ostentaban el patronato.