Gerardo Castillo Ceballos, Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
Educar a los hijos para la vida feliz
Hoy existe una tendencia social a perseguir la felicidad entendida sólo como placer sensible y como satisfacción inmediata de lo que apetece. Aristóteles decía que la felicidad no se puede buscar, ya que es algo que sobreviene; es algo añadido a algunas de las actividades en las que estamos ocupados; es una consecuencia y no algo que se busca en sí mismo. Sólo se consigue cuando no se la busca y persigue. “La felicidad es como una mariposa; cuanto más la persigues, más te eludirá. Pero si vuelves la atención a otras cosas, vendrá y suavemente se posará en tu hombro” (Henry D. Thoreau).
La felicidad es el gozo o dicha que se deriva de haber conseguido un determinado bien, por la plenitud o perfección personal que esto último conlleva. El gozo es la resonancia interior de haber conseguido un bien objetivo, una perfección; por tanto, la felicidad no puede lograrse directamente. Sugiero expresarlo de forma más sencilla y operativa: “a la felicidad por la perfección”.
Decía Séneca que hay que enseñar a los jóvenes a vivir honestamente, conforme a la virtud, porque en la virtud reside el sumo bien y la felicidad del ser humano.
La vida honesta que propone Séneca es similar a la “vida buena” que había propuesto Sócrates cuatro siglos antes. Sócrates optó por la “vida buena”, a costa de sacrificar la “buena vida”, hasta el extremo de morir por defender la verdad sin componendas. La vida buena se orienta a un “mejor vivir” (vida con más calidad moral); la buena vida se orienta, en cambio, a un “vivir mejor” (más bienestar material). Sócrates prefirió la muerte a renunciar a sus convicciones. Fue un ejemplo de vida coherente y un modelo vivo para sus discípulos: enseñaba lo que vivía.
Para Aristóteles la persona necesita una seguridad que no es la que proporciona el exceso de cosas; la seguridad está en el nomos, en la concordia de hombres libres que buscan la “vida buena”. La felicidad no está en lo efímero, sino en la vida virtuosa; por eso aconsejaba vivir y obrar bien (eudaimonía), lo que incluía llevar una vida austera.
J. Pieper sostiene que la suma felicidad del hombre se encuentra en la contemplación. La contemplación es un conocer encendido por el amor. Feliz es quien contempla el bien que ama y quien se entrega a ese bien. Es sólo la presencia de lo amado lo que nos hace felices. Luego el amor es el presupuesto indispensable de la felicidad.
Para Ortega y Gasset “felicidad es la vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación”. La felicidad se produce cuando coincide nuestra “vida proyectada”, que es aquello que queremos ser, con “nuestra vida efectiva”.
Dado que la felicidad es el principal fin de la vida humana y dado que no es fácil alcanzarla, el objetivo fundamental de la educación es preparar para la vida feliz. Lo más adecuado no son las disertaciones sobre la felicidad, sino el ejemplo de unos padres que son felices. “Largo es el camino de los preceptos, pero breve y eficaz el de los ejemplos” (Séneca).
En la familia, ámbito natural de educación, es donde, en principio, existen más posibilidades para aprender a ser feliz. Esto es así porque la familia es un conjunto de personas unidas por lazos de amor que crecen juntas. Es el lugar en el que un hijo puede ser más plenamente el mismo, al sentirse querido por lo que es y no por lo que vale; también porque en la familia se aprende a querer desde la vivencia de sentirse querido.
La persona es un ser de intimidad. La intimidad es el espacio que cada persona necesita para estar consigo misma, encontrarse, poseerse y, como consecuencia, estar abierta a la felicidad. Por eso es fundamental ayudar a los hijos a descubrir y cultivar su riqueza interior, por ejemplo sus sentimientos más nobles o sus talentos ocultos; ese “sacar de dentro afuera” es la tarea del educador.
El camino que lleva a la felicidad se puede enseñar con una educación familiar con características como las que menciono a continuación.
Padres que promueven, con su ejemplo por delante, actitudes positivas frente a las adversidades; que enseñan a afrontar las frustraciones; que fomentan el comportamiento autónomo de los hijos en las sucesivas edades; que ayudan a cada hijo a averiguar qué es lo que quiere en la vida (sin confundirlo con lo que desea o apetece); que crean una relación de confianza con los hijos que posibilita la libre expresión de emociones y sentimientos; que crean ambiente hogareño de optimismo y alegría.