Gerardo Castillo Ceballos, Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
La tentación utilitaria
El utilitarismo es la tendencia a anteponer la utilidad a cualquier otra cualidad o aspecto de las cosas. Es supeditar todo a lo que nos conviene y reducir lo que nos conviene a lo útil. No consiste solamente en afirmar que lo útil es un bien (lo que puede ser admitido con algunas matizaciones); consiste, además, en sostener que el sumo bien es lo útil; todo aquello que es bueno lo sería por la utilidad que puede producir.
No es malo que los padres deseen que sus hijos hagan una carrera con más posibilidades de ingresos económicos que otras; si lo sería en cambio, reducir la preparación para la vida a la adquisición de conocimientos útiles. “No basta especializar a los jóvenes para un oficio; no basta preparar técnicos, sino que, además, hay que formar personalidades. Se trata de formar hombres completos, y de presentar el estudio y el trabajo profesional como medios para encontrarse a sí mismo y para realizarse a sí mismo y para realizar la vocación que corresponde a cada vida”. (Juan Pablo II).
El utilitarismo sitúa la utilidad por encima de los valores más propiamente humanos: la verdad, la libertad, la justicia… Lo que interesa no es la verdad de lo real, la verdad del ser, sino la verdad que se desea, que apetece o que conviene en cada ocasión; lo que importa no es la verdad, sino “mi verdad”; también la verdad de la mayoría. Esta última “verdad” cambia en función de los votos obtenidos en cada caso. Ese falso criterio de verdad podría rebatirse con una ironía quizá nada fina: “coma basura, porque un millón de moscas no pueden equivocarse”. Unos conocidos versos de Antonio Machado son muy clarificadores en este tema:
“¿Tu verdad?/no, la verdad;/y ven conmigo a buscarla./la tuya guárdatela”.
Para Julián Marías, “la tentación utilitaria está invadiendo los reductos más íntimos y valiosos de la vida: la relación entre maestros y discípulos, la amistad y el amor”. Añade que “esta invasión es muy preocupante, ya que la amistad y el amor requieren una actitud desinteresada, generosa y efusiva, que es incompatible con la mentalidad utilitaria”.
Al reducirlo todo a utilidad, el utilitarismo minusvalora las motivaciones más nobles del ser humano y prescinde de los valores más importantes: la generosidad, la solidaridad, la honestidad, etc. Condena así al hombre a una vida individualista, insolidaria, de pocos horizontes y probablemente infeliz.
Uno de los principales errores del utilitarismo es considerar todas las realidades solamente como medios para conseguir un resultado práctico. Se ignora así que hay realidades que jamás podrán ser tomadas como medios (por ejemplo, la realidad “persona”, que tiene carácter de fin y no de medio). Como los resultados prácticos se logran con medios, suele surgir una fe ilimitada en la técnica. La técnica es necesaria; es un importante factor del progreso en todos los sectores de la vida (la salud, el trabajo, las comunicaciones, etc.). Pero la técnica es para el hombre, y no el hombre para la técnica.
No estoy criticando la técnica sino la mitificación de la técnica, la soberbia técnica, que puede engañar al ser humano haciéndole creer que con la técnica en sus manos es omnipotente. La idolatría de la técnica está considerada como una de las principales causas del ateísmo moderno.
Hay que usar los recursos técnicos o tecnológicos, pero dándoles un valor instrumental y no un valor absoluto; con esta condición contribuyen a una vida más humana. Pensemos, por ejemplo, en las consecuencias que tuvo para el transporte la máquina de vapor; para la cultura la imprenta y para las tareas domésticas los electrodomésticos.
¿Cuál es el mejor lugar para prevenir y/o superar la tentación utilitaria? La familia, el ámbito familiar, porque en ella cada miembro es considerado como totalidad. Los hijos necesitan y reciben ayudas educativas en forma no de valores teóricos sino de valores vividos.
La familia no se fundamenta en las leyes ni en la utilidad; es una comunidad natural de amor y de solidaridad insustituible en la transmisión de los valores esenciales para el desarrollo personal de sus miembros. Cada uno de ellos es aceptado y querido de forma incondicional, no por lo que vale y aporta, sino por lo que es. Esto no suele darse fuera de la familia.
En la familia se educa a los hijos no con lecciones y clases, sino promoviendo día a día, con el buen ejemplo de los padres, las virtudes que llevan a la madurez y a la felicidad. Esta posibilidad se debe a que es una comunidad educativa con carácter formativo, con valores vividos que se contagian como por ósmosis o impregnación y que se acaban haciendo propios.