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Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Los trabajos y los días en el arte navarro (18). Patrimonio, monacato y vida conventual

vie, 02 feb 2018 11:32:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

Desde hace siglos, hubo personas que decidieron dedicar su vida a Dios bien de forma aislada, en completa soledad, o agrupados en pequeñas comunidades. En este último caso fue necesario crear un pequeño microcosmos propio, autosuficiente y bien organizado para posibilitar el culto divino y cubrir las necesidades vitales. De ese modo nació la arquitectura monacal a lo largo de la Edad Media y se desarrolló con las órdenes mendicantes y reformadas más tarde en las distintas tipologías conventuales.

El libro de Braunfels sobre La arquitectura monacal en Occidente resulta fundamental para entender y comprender todo aquel fenómeno. La Edad Moderna, con la eclosión de numerosas fundaciones, Pamplona y Tudela se conformaron en ciudades-convento, obedeciendo a una de las características del urbanismo hispano del siglo XVII.

Lo fundamental para recrear la vida conventual son los grandes conjuntos arquitectónicos que nos hablan de una vida en común con sus refectorios, cocinas, bibliotecas, dormitorios, iglesias, locutorios y huertas. Incluso la fotografía escasea en un contexto que, en general, la consideraba poco edificante y pudorosa, más bien banal y reñida con los ideales de humildad y desasimiento de la vida religiosa.

 

Monumentales testigos: de los conjuntos cistercienses a los conventos barrocos

Navarra cuenta con grandes conjuntos de arquitectura de los hijos de san Bernardo. Grandes especialistas se han preguntado si existió un estilo cistercienses. En lo formal y estructural hay que responder negativamente, aunque desde el punto de vista de la organización de un monasterio, la contestación debe ser afirmativa. Precisamente sobre los planos de sus abadías ha escrito Braunfels: “El plano del monasterio cisterciense ideal representa un organismo muy madurado, en el cual se ha previsto todo, donde se ha evitado cualquier detalle superfluo, capaz de ser construido por elementos de iguales características y donde el templo sólo ocupa un lugar de honor gracias a sus mayores dimensiones. La severidad y la claridad dominan la estructura de la planta”.

La austeridad y el equilibrio entre la oración, la lectura y el trabajo manual marcaron la vida de los monjes blancos, que desde Portugal a Cataluña crearon 75 monasterios masculinos. Navarra ocupó un lugar destacado en este panorama, con las casas de Fitero (1140),  La Oliva (1149), Iranzu (1178), Leire (1237) y Marcilla (1407), junto al femenino de Tulebras (1153).

De los conjuntos de órdenes mendicantes que existieron, lo más destacable es el conjunto del convento de Predicadores de Estella que, a juicio del profesor Martínez de Aguirre, no sólo es la obra más importante de la arquitectura mendicante medieval navarra, sino también el convento dominico de mayor relevancia en el panorama peninsular del siglo XIII.

El otro gran conjunto de arquitectura conventual lo constituyen los edificios barrocos, fundamentalmente de carmelitas descalzos en sus ramas masculina y femenina. Con esquemas repetitivos destacan Recoletas de Pamplona, con planos del propio Juan Gómez de Mora, los Carmelitas Descalzos de Pamplona, Benedictinas de Corella, Concepcionistas de Tafalla, Dominicas de Tudela y Franciscanos de Viana, entre otros ejemplos del siglo XVII. En la siguiente centuria se erigieron destacados ejemplos como las Clarisas de Arizcun, los Franciscanos de Olite o las Carmelitas de Lesaca, del que conservamos los planos originales del arquitecto de la orden fray José de San Juan de La Cruz.

El elemento organizador de todos aquellos microcosmos que eran los monasterios y conventos, desde el punto de vista tipológico y de organización, fue el claustro, presente en la arquitectura monacal desde la segunda mitad del siglo XI y que se fue configurando como centro neurálgico de los monasterios, ya que daba paso a la iglesia, al capítulo, al refectorio y a las grandes escaleras que comunicaban con las ricas bibliotecas, dormitorios y otras estancias ubicadas en el piso superior.

 

Ora et labora: las horas canónicas y el trabajo manual

Las ediciones de las reglas monásticas y algunos manuscritos con indicaciones precisas acerca del devenir diario, dan cuenta de horarios, comidas, vigilias y cultos de la vida en común, en invierno, verano y en los diferentes tiempos litúrgicos, particularmente en adviento y cuaresma. Los distintos carismas hacían que la vida regular se adaptase a los mismos. Así los capuchinos de Extramuros de Pamplona, dedicaban gran parte del tiempo a las confesiones, a ayudar a bien morir, a la predicación y las misiones. De las Agustinas Recoletas de Pamplona sabemos que en el siglo XVII se levantaban desde la Santa Cruz de septiembre a la de mayo a las cinco y media, realizando el Oficio Parvo de Nuestra Señora, oración mental, meditación, misa, tercia y todas las horas canónicas alternándolas con el trabajo manual. En verano la hora de levantarse era las cuatro y media, pero había siesta de doce a una. El tiempo de ayuno iba desde la Santa Cruz de septiembre a Navidad y desde septuagésima hasta Pascua Florida. En Tulebras la jornada iba desde las 4,40  a las 20,45 en una jornada perfectamente repleta de rezos, trabajo y un descanso.

Sillerías, instrumentos musicales, estantes repletos de libros en sus bibliotecas, alacenas con partituras, ajuar y amueblamiento litúrgico han formado parte de los conjuntos medievales y modernos y nos hablan de patrimonio material e inmaterial. Parte de ello aún se conserva, algo que no deja de llamar la atención, si tenemos en cuentas las funestas consecuencias de la desamortización decimonónica y la precariedad de medios con la que han tenido que sobrevivir muchas de las comunidades.

La pequeña campana con su yugo ubicada cerca de la portería marcaba el ritmo de oración, trabajo, visitas, llamadas a un religioso o una religiosa con unos toques que cualquier miembro de la comunidad conocía perfectamente, diferenciados por número de campanadas y secuenciación de los mismos. Las Capuchinas de Tudela, siguiendo una costumbre de la orden de gran austeridad, utilizaban en vez de la campana una teja que con su sonido más ronco ponía su particular nota a la vida comunitaria.

 

Dos celdas vistas por un pintor y un texto de una carmelita visionaria

Entre los fondos del Museo Diocesano de Pamplona se guarda una pintura sobre soporte de hoja de lata seguramente importada de Flandes. Representa la celda de San Francisco de Asís, que aparece postrado en su lecho acompañado del ángel y otros frailes que presencian la escena. Una mesa con un Crucificado y una ventana a la izquierda  y unas estanterías a la derecha, junto con la cama y las puertas marcan las líneas de fuga. Numerosos objetos de todo tipo, pajarillos, productos de la huerta y un cordero completan la escena. No faltan el Crucificado y la calavera, elementos imprescindibles para la meditación sobre la muerte. Varios animalitos, como unas palomas y una oveja o cordero recuerdan además la filosofía del santo franciscano en relación con la naturaleza. Nada más lejos de una austera celda franciscana que esta visión pictórica del siglo XVII, muy acorde con el naturalismo y la retórica del Barroco.

Respecto a la abundancia de objetos, podemos recordar un texto de la Madre Francisca del Santísimo Sacramento, carmelita descalza del convento de San José de Pamplona y autora de un libro con numerosas visiones de almas del purgatorio. Al referirse a un agustino conventual de Pamplona, afirma que era “de mucha virtud y suposición” y murió, tras haber disfrutado de una elevada renta de 200 ducados de por vida que empleaba en “relicarios, pinturas y cosas curiosas para adornar su celda … pero cebóse tanto en esto que gastaba mucho tiempo y le halló la muerte en casa de un seglar en busca de dos cofres que le llevaban de Castilla llenos de estas curiosidades. Aparecióse luego a la Madre Francisca, puesto en grandes penas, rodeado de todos aquellos relicarios, pirámides, pinturas, flores y curiosidades, hechas fuego, en que tan desordenadamente ocupó el corazón a título de que resultaría en utilidad de su casa; y entonces eran las que más le atormentaban. Pidióla  que le encomendase a Dios porque estaba con grande necesidad y trabajo, y desapareció diciendo lo que todos: Cuán engañados vivimos y cuán caro se paga ….”.

 

Retratos colectivos y particulares

El más antiguo de los colectivos se ubica en un sepulcro de la actual parroquia de la Virgen del Río de Pamplona (mediados del siglo XIV), antes iglesia de las Agustinas de San Pedro de Ribas, en el que se pintó a un caballero y unos grupos en segundo plano, destacando el de cuatro monjas que rezan y comentan entre sí.

Las Carmelitas de San José de Pamplona y de Araceli de Corella guardan sendos lienzos que reproducen en retratos colectivos a toda la comunidad a mediados del siglo XVII y comienzos del siglo XIX, respectivamente. Ambas pinturas obedecen, desde el punto de vista iconográfico a la imagen de la Virgen de Misericordia o del Patrocinio, cuyo origen radica en un pasaje del Dialogus miraculorum, escrito hacia 1220 por el cisterciense Cesáreo de Heisterbach, en donde narra la visión de un monje que vio en el reino de los cielos a la orden del Cister bajo el manto de María. A partir de aquella visión se sucedieron diferentes versiones en las artes figurativas tendentes a expresar el efecto de la misericordia de la Virgen para con sus hijos predilectos. De los cistercienses pasaría a otras órdenes religiosas y de éstas a cofradías, a los fieles en general,  los pecadores y las almas del purgatorio.

En el de Pamplona acompañan a la Virgen, San José y Santa Teresa. Fue realizado durante el priorato de la Madre Fausta Gregoria del Santísimo Sacramento (Arbizu Garro Xavier), emparentada con San Francisco Javier y fallecida en 1678. En su carta necrológica se afirma que “mandó hacer un cuadro y en él puso la imagen de Nuestra Señora del Carmen, asistida de nuestro Padre San José y nuestra Madre Santa Teresa y debajo del manto o capa de la Virgen a todas las religiosas desta casa, a los pies de la gran Reina, la priora entregándole los corazones de todas las hijas”. La pintura se relaciona con unas cartas del entonces obispo Juan de Palafox dirigidas a la comunidad y su priora allá por 1659.

El de Corella está firmado por el cascantino Diego Díaz del Valle en 1816 para  la portería conventual. Resulta tan ingenuo como interesante al incorporar  los retratos de las ventiún religiosas, tres de ellas novicias con el velo blanco.

La aversión por dejarse retratar por los religiosos, particularmente, radicaban en razones de incompatibilidad con la modestia y la humildad propias de la vida conventual. Los de religiosos son más abundantes que los de las monjas. Entre los contados ejemplos de estas últimas figuran los de las Agustinas Recoletas de Pamplona, la fundadora de las Capuchinas de Tudela y las afamadas carmelitas descalzas de San José de Pamplona. Causas de fama de santidad, visiones o fundadoras justificaban aquellos retratos individuales. Las Capuchinas de Tudela conservaban el de sor Lucía Margarita Cerro que fue una de las fundadoras que llegaron desde Toledo a la capital de la Ribera en 1736 para la fundación de la casa. En la cuarta década del siglo XIX se ha de datar una delicada acuarela atribuida a Valentín Carderera de la Madre Ángela Urtasus, religiosa de Tulebras que se conserva en la Biblioteca Nacional.

 

La muerte

Un capítulo especial en el mundo hispano conventual y de modo especial en Nueva España lo constituyen los retratos de religiosas virtuosas difuntas coronadas. En Navarra contamos con un ejemplo excepcional, el de la Madre Josefa de San Francisco de las Agustinas Recoletas de Pamplona, fallecida en 1665, a los setenta años. La pintura se centra en el velatorio del cadáver con hábito de su orden, abrazando un crucifijo y una palma, como signos de victoria sobre la muerte corporal y la cabeza coronada. Siguiendo otros modelos, el cadáver yace sobre una mesa vestida con rica tela e iluminado por velas de ricas llamas colocadas en candeleros seiscentistas con amplia base y astil moldurado. La retratada, Josefa de San Francisco (Elejalde Idiáquez), siempre con la salud achacosa, era profesa del convento de Eibar, “de talento vivo y buen entendimiento”, según las crónicas. Fue una de las fundadoras del convento de Pamplona y su priora entre 1637 y 1665. El cronista Villerino, en 1690, escribía acerca de sus dotes para las artesanías, señalando que “fue la primera que enseñó a hacer flores en su convento y asimismo enseñó a sus hijas a hacer los ternos y demás cosas del servicio de la sacristía y a cortar el vestuario que llevan y coserlo, pues todo esto se hace en el convento…”.