01/05/2022
Publicado en
The Conversation
Ignacio López-Goñi |
Catedrático de Microbiología, Universidad de Navarra
En paralelo con la pandemia de la covid-19, se han difundido una enorme cantidad de bulos, principalmente a través de las redes sociales. Este fenómeno alcanzó tal envergadura que la OMS lo describió como una “infodemia masiva”, la “otra pandemia” de desinformación. Advirtió, además, de sus peligros, sobre todo porque impide que el público acceda a información fiable sobre la enfermedad. Muchos de esos bulos estaban relacionados con temas científicos y de salud.
En lengua inglesa se distingue entre disinformation, que se refiere a la transmisión voluntaria de falsedades y bulos, y misinformation, que es cuando se transmiten errores pero de forma involuntaria. Nos preocupa más la primera. Y por eso, un grupo de investigadores de la Universidad de Navarra, acabamos de publicar en PLOS ONE un estudio sobre la desinformación (intencionada) de bulos relacionados con la salud y la ciencia sobre la covid-19 en España.
La ciencia y la salud, muy susceptibles a los bulos
En el estudio analizamos un total de 533 bulos publicados en las webs de las tres principales organizaciones de verificación de datos de España (Maldita, Newtral y EFE Verifica). Estas son las únicas organizaciones españolas certificadas por la International Fact-Checking Network (IFCN), entidad que evalúa la calidad del trabajo de las organizaciones de verificación en todo el mundo.
Se han analizado los bulos durante un período de tres meses, desde el 11 de marzo (día que la OMS declaró la pandemia de covid-19) al 10 de junio de 2020.
Pues bien, los resultados muestran que más de un tercio de todos esos bulos (187) estuvieron relacionados con temas de salud y ciencia. La mayoría de ellos (el 55%) se transmitieron durante el primer mes del estado de alarma, probablemente porque la situación que estábamos viviendo era nueva, el nivel de incertidumbre muy alto y la falta de información tremenda.
En el estudio hemos analizado, entre otras cosas, en qué tipo de plataforma se distribuyeron (redes sociales u otras), el formato (texto, foto, video…), la extensión geográfica (internacional, nacional o local), el tipo de desinformación (broma, exageración, descontextualización o un engaño puro y duro), el tipo de fuente (si era real, anónima o falsa) y si estaba relacionado con investigaciones científicas, con temas de política científica o gestión sanitaria. También nos fijamos en los bulos relacionados con consejos falsos al público.
Los resultados han demostrado que más del 50% de los bulos de ciencia y salud se han distribuido por redes sociales. Sorprende que más del 25% se transmitieron vía WhatsApp, una red de mensajería que hasta entonces solo habíamos empleado para comunicarnos de manera rápida en entornos familiares y de amigos. Los bulos también se movieron vía Twitter (12%), Facebook (8%), YouTube (5,5%) e Instagram (2%).
Este resultado concuerda con algo que ya sabíamos: que el uso de las redes sociales aumentó significativamente durante el confinamiento. Respecto al tipo de desinformación, más del 60% eran auténticos bulos o engaños, un 23% eran afirmaciones fuera de contexto, un 14% exageraciones y solo un 1% eran bromas (algunas de tan mal gusto como “¿Quiere usted contagiarse del coronavirus? Por sólo 60 euros le infectamos”).
Un tercio de los bulos estaban relacionados con la investigación científica, la mayoría de ellos sobre el origen del virus (42%), pero también sobre otros temas como falsos tratamientos (25%), vacunas (15%), la tasa de mortalidad (5%) o la transmisibilidad del virus (5%).
Algunos de los bulos más curiosos, a modo de ejemplo, fueron: el 5G es el responsable de la propagación del virus, fumar te protege contra el coronavirus, consumir alimentos alcalinos cura la enfermedad, tomar el sol previene la covid-19, consumir café cura la enfermedad, etc.
La ciencia exprés acelerada
Aunque había bulos sin ninguna base científica, otros estaban relacionado con investigaciones que todavía estaban en su estado inicial o eran estudios preliminares. A veces se debían a malas interpretaciones, lecturas sacadas de contexto o interpretaciones erróneas por personal no especializado. Otras, a la difusión de prepublicaciones (preprints) que se habían hecho públicas pero que todavía no estaban revisadas.
Parte del problema ha sido la necesidad de compartir resultados en tiempo real, lo que hemos denominado “la ciencia apresurada, exprés o a alta velocidad”. Sin ir más lejos, a finales de enero de 2020 la revista Nature publicó un comentario en que su autora se asombraba de que en menos de veinte días desde que se había anunciado la existencia del nuevo coronavirus chino se hubieran publicado más de 50 artículos científicos. Ya entonces esa cifra era impresionante.
A día de hoy, hay más de 240 000 artículos científicos sobre el virus SARS-CoV-2 o la enfermedad covid-19 en PubMed, superando los que aparecen bajo el epígrafe de “malaria”, por ejemplo. El número de publicaciones científicas durante la pandemia, y especialmente el de preprints, ha sido de tal envergadura que no solo los propios científicos, sino también las editoriales y las revistas especializadas se han visto desbordados.
La covid-19 ha sido una tormenta perfecta para difundir tanto informaciones erróneas como noticias deliberadamente falsas o bulos.
El bulo del origen artificial del SARS-CoV-2
Un ejemplo de las consecuencias de esta “ciencia apresurada” fue un artículo que proponía que el SARS-CoV-2 era una mezcla artificial generada por ingeniería genética en un laboratorio entre un coronavirus y el retrovirus VIH que causa el SIDA. Fue publicado como preprint el 30 de enero de 2020 y retirado por los propios autores el 2 de febrero al comprobar que había errores en sus análisis bioinformáticos y en su interpretación. Sin embargo, el artículo llegó a descargarse más de 1,6 millones de veces y fue uno de los más comentado en las redes sociales, promoviendo el bulo del origen artificial del SARS-CoV-2.
Desgraciadamente, Luc Montagnier, Premio Nobel de Medicina en 2008 por haber sido el codescubridor del virus VIH, se hizo eco de este bulo. Conviene recordar aquí que, en los últimos años, el prestigio de este investigador se ha visto ensombrecido por su apoyo a los movimientos antivacunas y a favor de la medicina homeopática.
Este caso lo podemos relacionar con el problema de lo que denominamos “autoridad ampliada”. Así se denomina cuando personajes reales o incluso ficticios, con la excusa de su autoridad, se dedican a transmitir falsedades y se convierten en fuente muy grave de desinformación, poniendo en peligro la salud de mucha gente. Médicos o biólogos “por la verdad” son un ejemplo de ello.
Nunca hemos tenido tanto conocimiento científico ni tanta capacidad técnica para enfrentarnos a una pandemia como este momento. Pero la ciencia necesita reposo, tiempo, repetir experimentos, que otros confirmen los mismos resultados y que unos científicos evalúen a otros. El quehacer científico a veces no es compatible con la inmediatez de la noticia.
El escándalo de la hidroxicloroquina
Quizá el caso más escandaloso ha sido el de la hidroxicloroquina. Estudios preliminares habían demostrado que este compuesto era capaz de inhibir la multiplicación del SARS-CoV-2 in vitro en cultivos celulares en el laboratorio.
Estos resultados hicieron que la hidroxicloroquina fuera uno de los antivirales que primero empezaron a ensayarse en los casos más graves de covid-19. Un famoso (y también peculiar) microbiólogo francés, Didier Raoult, asesor del Gobierno de Francia en la lucha contra la pandemia, rápidamente publicó que este compuesto era eficaz en humanos contra el coronavirus.
La OMS incluyó la hidroxicloroquina en el ensayo clínico Solidaridad. Sin embargo, algunos científicos criticaron el trabajo de Raoult y alertaron de posibles efectos secundarios y de no haber encontrado beneficios significativos en los pacientes. El propio Raoult denunció un complot y acusó al Consejo Científico de Francia y al laboratorio norteamericano Gilead de frenar el uso de la hidroxicloroquina que, por ser un remedio disponible y barato, resultaba poco lucrativo para las grandes farmacéuticas.
Este asunto se enturbió todavía más cuando el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, reveló en una rueda de prensa que estaba tomando hidroxicloroquina para prevenir el coronavirus. La consecuencia de aquella excentricidad fue que, en algunos lugares, hubo desabastecimiento del producto, por lo que algunos enfermos que realmente lo necesitaban tuvieron problemas para conseguirla. La eficacia de la hidroxicloroquina se volvió un asunto político, con unos a favor y otros en contra, por motivos más ideológicos que científicos.
Para complicar más el asunto, un artículo publicado en una de las revistas más prestigiosas del ámbito de la biomedicina, The Lancet, advertía de que la hidroxicloroquina no solo era inútil sino que estaba relacionada con efectos adversos graves y con un incremento del riesgo de muerte.
El trabajo no era experimental, los autores se basaban en datos estadísticos de más de 96 000 pacientes de 671 hospitales de todo el mundo. Basándose en este estudio, la OMS decidió suspender el empleo de la hidroxicloroquina. Sin embargo, posteriormente un grupo de 120 científicos de 24 países cuestionaron a su vez estos resultados y analizaron minuciosamente los datos publicados en The Lancet, que demostraron no ser fiables. Se confirmó que el trabajo era un fraude y que incluso algunos de los autores ya habían sido denunciados por mala práctica con anterioridad. La revista The Lancet tuvo que retirar el artículo dos semanas después de su publicación y este suceso fue denominado #TheLancetGate.
La ciencia ha ido a alta velocidad, pero afortunadamente las rectificaciones también han sido exprés: la revista retiró el polémico artículo de la hidroxicloroquina en tan solo dos semanas.
Cómo detectar y evitar un bulo
Para que detectar la desinformación nos resulte más sencillo, dentro del proyecto RRSS Salud hemos creado una “Guía para esquivar la desinformación en salud”.
Algunas ideas básicas son:
→ Analice la fuente: busque la fuente de la información y compárela con otras fuentes alternativas sobre el mismo tema o noticia. Desconfíe de la información si es anónima, si carece de referencias externas o no las identificar de forma concreta y expresa.
→ Analice el estilo y el contenido: desconfíe de titulares sensacionalistas o alarmistas, pero también de imágenes o vídeos fuera de contexto.
→ Analice la argumentación: desconfíe de informaciones con argumentación inexistente, débil, incompleta o contradictoria, y si hay evidencias falsas o errores.
→ Analice los sesgos ideológicos: tenga en cuenta que la información puede tener sesgos ideológicos, a favor o en contra de determinados planteamientos políticos, económicos, sociales, etc.
→ Analice cómo se ha hecho la difusión: la distribución automatizada de información a veces también se emplea para difundir desinformación, por lo que debería desconfiar de difusiones sospechosas. Desconfíe de las redes sociales y de mensajería.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.