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Patrimonio cultural e identidad


FotoCedida/Portada de la Memoria de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro (2008)

No es aconsejable sacar los textos fuera de contexto, ya que corren el riesgo de convertirse en pretextos. Pero voy a partir de un sugerente título que I. Gabilondo utilizó para una de sus colaboraciones periodísticas: “Una sociedad sin puntos en común, es una sociedad sin sentido común”. Viene muy bien para reflexionar sobre el patrimonio cultural como signo de identidad común y elemento de cohesión y vertebración de nuestros pueblos y ciudades.

Recientemente, el año 2018 fue declarado como Año Europeo del Patrimonio Cultural, con el objetivo de animar a descubrir y comprometerse con el rico acervo recibido de nuestros mayores, reforzando el sentimiento de pertenencia a un espacio común. El lema adoptado fue “Nuestro patrimonio: donde el pasado se encuentra con el futuro”

Patrimonio, tradición e identidad son tres conceptos que se relacionan pero que poseen su propio ámbito. El patrimonio, material e inmaterial, constituye la expresión de la cultura de un grupo humano y establece un vínculo entre generaciones Por tradición entendemos lo que se nos ha transmitido del pasado, aunque hay que tener en cuenta que no es inmóvil e inalterable, sino dinámico, cambiante y adaptativo. La identidad se refiere a la tradición y al patrimonio, teniendo siempre en cuenta que el ser humano es gregario y busca coincidencias, en aras a sentirse miembro de un colectivo, desarrollando el sentido de pertenencia.

La identidad de nuestros pueblos unida a su patrimonio

La identidad cultural de un pueblo viene definida a través de múltiples aspectos en los que se plasma su cultura, como el legado histórico-artístico, la lengua, las relaciones sociales, los ritos, las ceremonias propias, los comportamientos sociales y otros elementos inmateriales. Monumentos y objetos resultan específicamente eficaces como condensadores de valores. Por su presencia material y singular, como bienes culturales concretos, poseen un elevado significado simbólico, que asumen y resumen el carácter esencial de su contexto histórico. Los bienes culturales ayudan a profundizar en la historia de los pueblos y perfilan su propia identidad, personal y colectiva.

El concepto e idea de patrimonio se configuraron en el siglo XIX, tras las experiencias de destrucción a causa de las guerras y revoluciones, que hicieron desaparecer muchas huellas de un pasado aborrecido que quería borrar. Una circular de la Convención Nacional Francesa de 1794, tras las múltiples destrucciones, recordaba: “Vosotros no sois mas que los depositarios del bien donado a la gran familia, la que tiene derecho a pediros cuenta. Los bárbaros y los esclavos detestan las ciencias y destruyen los monumentos artísticos. Los hombres libres los aman y los conservan”. En España, tras las desastrosas consecuencias de la Desamortización de Mendizábal, no tardaron en surgir las Comisiones de Monumentos provinciales para tratar de frenar una catástrofe en el patrimonio, mueble e inmueble, bibliográfico, musical y documental.

Al apreciar nuestro patrimonio cultural, podemos descubrir nuestra diversidad e iniciar un diálogo intercultural sobre lo que tenemos en común con otras realidades. Al respecto, nada mejor que recordar esta reflexión de Mahatma Gandhi: “No quiero mi casa amurallada por todos lados ni mis ventanas selladas. Yo quiero que las culturas de todo el mundo soplen sobre mi casa tan libremente como sea posible. Pero me niego a ser barrido por ninguna de ellas”.


Dibujo a lápiz del arcedianato de la catedral de Pamplona, comienzos del siglo XX. Colección Particular

El pasado de un pueblo y su patrimonio pertenecen a todos sus habitantes

En la presentación de este blog, recordamos la reflexión de Julio Valdeón cuando recuerda que la historia de un pueblo es de todos sus habitantes y constituye el mejor soporte para saber hacia dónde se camina. Si ese pasado se enlaza con testimonios materiales, la conciencia colectiva será mucho más fuerte. Alex de Tocqueville expresó esa idea con este pensamiento: “Si el pasado no ilumina ya el futuro, el espíritu camina en tinieblas”. Octavio Paz afirmaba que “la arquitectura es el testigo menos sobornable de la historia” y Francisco Umbral escribió que “La pintura es la gran pizarra de la historia”. Estos dos últimos pensamientos son extrapolables al resto de las artes y del patrimonio cultural.

Perder las referencias del pasado equivale a borrar el camino y favorecer la desorientación. Faustino Menéndez Pidal recordaba en una de sus reflexiones que “el pueblo que no conoce su pasado, que ignora las vías por donde llegó a estar donde está y a ser lo que es, queda a merced del que quiera mostrarle una historia falsificada con fines sectarios. La instalación en la historia es la más sólida base del hombre, porque condiciona todas las estructuras que le sitúan en la sociedad. Cuando la pierde, queda sin raíces, privado de elementos de juicio y de elección”. Al respecto, hay que tener presente que la historia y el propio patrimonio también han sido utilizados por el poder político, en numerosas ocasiones, como fuente de legitimación y justificación, ya que el pasado se reescribe, no pocas veces, en función de las necesidades e intereses del momento. 

Los monumentos, las piezas y objetos que hemos recibido desafían al tiempo, constituyen una puerta hacia el pasado y son una forma de viaje por la historia que, en muchas ocasiones, conllevan algo trascendente. Sin todos esos testimonios del pasado, el ciudadano corre el riesgo de perderse en un mundo falto de referencias tangibles, en donde el presente puede parecer eterno. Contemplar, pensar y razonar en torno a los bienes culturales ayuda a entender el pasado, vivir el presente y proyectarse hacia el futuro sin complejos.

El patrimonio histórico, como testimonio más importante de la identidad cultural de un pueblo, es una riqueza no renovable y constituye una prueba sólida de la existencia de vínculos con el pasado porque constituye la memoria sobre la que se ha de reconstruir la propia historia. J. A. Alzate escribía en México, en 1790, la siguiente reflexión: “los monumentos de arquitectura de las naciones antiguas que permanecen, a pesar de las injurias del tiempo, sirven de grande recurso para reconocer el carácter de los que los fabricaron…, como también para suplir a la omisión o mala fe de los historiadores”.

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