Eduardo Valpuesta, Catedrático de Derecho Mercantil, Universidad de Navarra
Reforma concursal; tardía y desorientada
La Ley de reforma del proceso concursal se ha publicado por fin en el BOE, después de su aprobación el pasado 22 de septiembre. Era una reforma necesaria y esperada, dado el crecimiento del número de procesos concursales (el primer medio año de 2011 ha sido el de mayor número de declaraciones de concurso). Aunque los titulares de la reforma los copen cuestiones 'menores' (como la regla de que los clubes deportivos que no paguen a sus jugadores descenderán de categoría), hay muchos aspectos que suponen mejoras técnicas relevantes (como la regulación más completa de los 'acuerdos de refinanciación', de los concursos conexos, de la comunicación electrónica de los créditos, o de los concursos sin masa). Además, en otros puntos la ley cambia las 'líneas de fuerza' de la regulación anterior, en un intento desesperado -uno más- de encontrar la clave para agilizar un proceso que se ha demostrado bastante poco útil. En esta tendencia se inscribe la configuración de la administración concursal como unipersonal, o la posible apertura de la liquidación en cualquier momento.
El proceso concursal ha demostrado hasta ahora, y posiblemente también a partir de la reforma, su absoluta falta de eficiencia. Debería lograr bien que los acreedores cobren la máxima parte posible de sus créditos, bien que se llegue a un acuerdo si esto fuese posible, y cualquiera que sea la solución que se alcance pronto y a costes razonables. En vez de esto, sigue siendo un proceso muy largo y muy caro. La media de duración de los concursos es de dos años, y en cuanto al coste económico basta señalar que en buena parte de los supuestos todo este mastodóntico proceso judicial sólo sirve para crear una serie de gastos que engullen el poco dinero del que disponía el empresario. El pequeño acreedor, desde luego, no cobra un euro, mientras asiste al espectáculo sarcástico de cómo se reparten los dineros los acreedores profesionales y los técnicos intervinientes en el proceso. A esto contribuye, en no poca medida, el actual colapso de los juzgados de lo mercantil, que materialmente no pueden dar abasto al cúmulo de concursos declarados, y de cuestiones planteadas en cada concurso, además de los demás pleitos para cuyo enjuiciamiento son competentes. En esta situación, más que 'mejorar' un proceso que ya ha demostrado su inoperancia para lograr un cobro ordenado o un convenio, posiblemente habría sido más útil explorar otras vías alternativas. De nada sirve gozar de la garantía de un proceso judicial cuando a través del mismo una mayoría de acreedores no cobra. Además, la solución a la crisis de las empresas y, no lo olvidemos, de los consumidores, lo que precisa es tomar medidas en otras cuestiones.
Por ejemplo, que la administración pública pague a tiempo sus compromisos -¡cuántas insolvencias empresariales no serán debidas a la falta de pago de deudas públicas, pese a que los impuestos sí se devengan y cobran por esa misma administración puntualmente!-. Por ende, la reforma no ha regulado cuestiones harto complicadas, y además contra el interés de las entidades financieras, como la posible condonación de las deudas pendientes de los consumidores cuando se agote su patrimonio. Es más fácil regular los aspectos técnicos (los procesos judiciales para resolver el problema de un deudor insolvente) que los materiales (las causas de la crisis y algunas posibles soluciones 'valientes' para la misma).
En definitiva, con la reforma concursal tendremos, posiblemente, un proceso concursal mejor diseñado. Pero es muy dudoso que vayamos a resolver los problemas que supone la crisis de un deudor, y quizás no sea más que una reforma 'políticamente correcta' (un simple 'parche') que evita entrar a fondo en la búsqueda de soluciones realistas al problema de la crisis económica de empresas y particulares.