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Fernando Simón Yarza,, Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Navarra y Visiting Fellow de la Universidad de Princeton

'Charlie Hebdo' y la ambigüedad de las libertades

El autor requiere que, al hilo del atentado sufrido por la revista francesa y en aras a una paz social, debería reflexionarse sobre los límites de la tolerancia.

mar, 24 feb 2015 11:57:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

Un año antes de su prematura muerte, acaecida en 1918, el profesor de jurisprudencia Wesley N Hohfeld culminó un ambicioso proyecto publicando en el Yale Law Journal sus Conceptos jurídicos fundamentales, una de las mayores contribuciones al análisis jurídico de la primera mitad del siglo veinte. Con extraordinaria precisión analítica, Hohfeld diseccionó en esta obra las categorías jurídicas más elementales. En su clasificación distinguía un derecho que podríamos calificar como «débil» de otro que podríamos calificar como «fuerte». El primero, que denominaba «derecho-pretensión» (claim right), es el correlato de un deber de otra persona, por ejemplo, del deber de no impedirme realizar una conducta. En este sentido débil cabría afirmar, incluso, que tengo el «derecho» a hacer el mal siempre que la sociedad tenga la obligación de no impedírmelo. Es éste, insisto, el simple «reflejo» de un deber ajeno, deber que puede obedecer a diversas razones. El derecho en sentido fuerte -que Hohfeld denominaba «derecho-privilegio» (privilege-right), y que suele denominarse también «derecho-libertad» (liberty right)- es aquel que se funda en la inexistencia de un «deber» propio. Tengo derecho a hacer todo aquello que no tengo el deber de omitir.

Como han advertido algunos filósofos del Derecho, el análisis de Hohfeld es útil tanto para el discurso de los derechos legales como para el discurso -más importante todavía- de los derechos morales. Y en un sentido moral, Charlie Hebdo no ejerció -hay que decirlo lisa y llanamente- su libertad de expresión, dado que transgredió los más elementales límites que impone el deber moral. Puesto que existe un deber moral de no insultar ni blasfemar, hablar de una auténtica libertad moral o de un derecho moral estricto en sentido contrario repugna a la razón. Abraham Lincoln fue muy consciente de ello cuando, en contra de quienes afirmaban que el problema de la moralidad de la esclavitud no tenía nada que ver con el derecho a tener esclavos, dijo lapidariamente: «por lógica, no se puede afirmar que alguien tiene el derecho a hacer el mal».

Es muy importante dejar claro que Charlie no ejercía una libertad en sentido moral, porque el fin nuclear de los derechos fundamentales de la Constitución es, precisamente, proteger libertades morales básicas. La libertad de Charlie Hebdo constituye, en su caso, el correlato del «deber jurídico» de tolerancia que nuestra sociedad admite en las penumbras de esa libertad constitucional. Un residuo de tolerancia de la maldad que sólo tendría sentido aceptar, por cierto, para evitar males mayores. En román paladino, Charlie no se ampara en un derecho propio, sino en una restricción jurídica autoimpuesta, en aras de la preservación de la democracia, de digerir sus excrementos verbales.

Todas estas disquisiciones no son simples artificios, sino reflexiones al hilo de un debate que, como casi todo debate político, suele plantearse en términos más bien simplistas. Es justo llorar a las víctimas de Charlie Hebdo, porque son víctimas del terrorismo fanático: je ne suis pas un terroriste! Ahora bien, habríamos de tentarnos un poco más la ropa a la hora de calificarlas como víctimas de la libertad de expresión. No, las víctimas de la libertad de expresión de Charlie son los titulares del deber de tolerancia en que se cifra esa libertad: principalmente -aunque no sólo- cristianos y musulmanes agredidos por su violencia verbal, y agredidos en Aquel a quien más aman. Posiblemente habría que aliviarles un poco de una carga jurídica basada en una razón, evitar males mayores, que obviamente se ha tambaleado. Así como el Estado absoluto amenaza la libertad, el estado de naturaleza y el «todo vale» amenazan igualmente la paz social.

Más allá de las conclusiones prudenciales de cada cual, creo que los términos de la discusión han quedado bien planteados. Los atentados de París exigen ciertamente una reflexión, pero la reflexión no puede consistir -como sugieren muchas expresiones de solidaridad- en «victimizar» el ejercicio de la libertad de expresión de Charlie Hebdo. El tránsito desde la tolerancia a la legitimación moral del escarnio y la blasfemia es repugnante y peligroso: de un lado, degrada a la sociedad; de otro, supone bendecir, parafraseando a Clausewitz, la continuación de la guerra por otros medios. No, la verdadera reflexión ha de consistir en replantearse las consecuencias sociales del abuso de la palabra, consecuencias que una fe excesiva en la capacidad del discurso -sea cual sea su contenido- para producir lo moral nos ha mantenido ocultas durante mucho tiempo. ¿Realmente hemos de aceptar jurídicamente las ofensas verbales más descarnadas para no caer en el Estado opresor? Tal vez, la propia paz social está exigiendo que se revisen los límites de la tolerancia.