Santiago Álvarez de Mon, Profesor del IESE, Universidad de Navarra
Las dos caras del deporte
Por tradición familiar, ambiente colegial y círculo de amistades, siempre me ha gustado el deporte. Como practicante, es una escuela divertida y exigente que propicia el cultivo de habilidades y valores importantes para la vida. El trabajo en equipo, el sentido del compañerismo, la paciencia y constancia para automatizar una determinada técnica, el descubrimiento de talentos naturales encuentran en el deporte una vía de expresión y gozo. La alternativa victoria- derrota, inherente a la competición, te enseña a perder con dignidad, a levantarte cuando te has caído, a ganar con elegancia y humildad, a asumir tu responsabilidad, a gestionar tu soledad. Los partidos más difíciles muestran tu potencial, tu capacidad de estirar el umbral de dolor, tu fortaleza mental para permanecer concentrado en el proceso sin obsesionarse con el resultado. Después de una buena contienda, estrujados los músculos, al salir de la ducha reparadora los mismos problemas y desafíos se ven con ojos más espabilados y optimistas. Como espectador, sólo cabe celebrar años espectaculares. A los genios individuales, siempre presentes en nuestra historia –Santana, Ángel Nieto, Ballesteros, Induráin, Nadal, Gasol, Alonso...–, se han unido éxitos gratificantes en deportes de equipo.
Siendo inmenso el caudal de aprendizaje y placer que el deporte puede arrojar, me preocupa la deriva que últimamente está tomando en nuestro país. Como padre ejerciente, un mix de chófer, entrenador y masajista, alucino con algunas escenas familiares. Chicos malcriados que adulteran la esencia de una actividad lúdica y noble, y padres que proyectan sus frustraciones y sueños sobre hijos innecesariamente presionados son cuadros habituales en canchas y campos destinados a otra cosa! Qué decir del ámbito profesional! Todavía recuerdo un viaje a Bilbao con mi padre, tendría 12 años. Vimos un Athleti-Real Madrid inolvidable. Ambiente impresionante, cánticos estilo británico, deportividad exquisita, lo de menos fuera que perdiera mi equipo del alma. Ya adulto, mi mente viaja al Nou Camp. Victoria del Madrid 0-2, estoy viendo el coliseo azulgrana aplaudiendo con señorío a Cuningham, aquel jugador de color. Más cerca en el túnel del tiempo, estaba en el Bernabéu cuando éste se levantó para aplaudir la joya del tercer gol de Ronaldinho. He disfrutado cuando Xavi o Iniesta han sido tratados como lo que son, jóvenes sanos y deportistas extraordinarios. Desgraciadamente, no es ésta la tónica habitual. El deporte empieza a ser un hervidero de emociones tóxicas y sentimientos agresivos. Los cánticos y simbología de los más radicales contagian a la masa, transformando un estadio en una caldera de fobias e insultos. Hace poco, observé las reacciones que Cristiano Ronaldo puede llegar a despertar. Chuleta, multimillonario, histriónico en su gestos, entiendo que en las filas adversarias no le aplaudan, pero de ahí al odio visceral, media un trecho. A veces, en España, la contienda deportiva parece un campo de batalla entre musulmanes e israelíes, donde la rabia y la ira sientan sus reales. Triste el espectáculo del otro día en la final de baloncesto. En lugar de una fiesta proclive al hermanamiento y la sana rivalidad, se deteriora en un caso de incivismo y mala educación. Pocos líderes como Mandela han utilizado el potencial del deporte como embajador que tiende puentes. En Factor humano, un libro oportuno, John Carlin describe su órdago. "No quería aplastar a sus enemigos. No quería humillarlos. No quería pagarlos con la misma moneda. Solo quería que le tratasen con respeto". Líder visionario, estadista generoso, imagina el deporte como gimnasio ideal para su terapéutica labor de cirujano social. Heridas profundas, cicatrices viejas, necesitan del ejercicio físico y mental para sanar un país partido en dos. Ése es mi sueño. Sin pretender transformar el deporte en un concierto de música clásica, nos empobrecemos cuando se convierte en teatro de nuestros prejuicios y pasiones más bajas. La clase política puede obtener ciertas ganancias, así nos tienen distraídos. También los medios de comunicación, las audiencias aumentan echando carnaza a la multitud hambrienta. Sin embargo, la sociedad pierde por goleada. No es tiempo para hooligans parasitarios, violentos e ignorantes, sino para ciudadanos leídos, trabajados y sudorosos, ganen o pierdan.