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Patrimonio e identidad (64) ¿Cuánto costaba un retablo?

23/05/2022

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Los aspectos socioeconómicos que contextualizan los bienes culturales interesan sobremanera, ya que ayudan al conocimiento de los mismos en su integridad. A partir del siglo XVI, poseemos numerosos datos que nos ilustran sobre el valor económico de muchas obras, también de los géneros escultóricos, entre los que se incluyen los retablos. En anteriores colaboraciones en este mismo periódico nos ocupamos de su lectura (17-X-2017) y del modo de proceder en su realización (20-XI-2021). En esta ocasión pasaremos revista a sus costes, valiéndonos de algunos ejemplos y datos publicados por M. C. García Gaínza, P. Echeverría Goñi y en nuestras investigaciones.

Recordemos que el retablo evolucionó hasta convertirse, a finales del Medioevo, en una gigantesca máquina, generalmente de madera, que albergaba ciclos iconográficos, en su mayor parte pintados, de la vida de Cristo, de la Virgen y de los santos, llegando a ocupar toda la cabecera de la iglesia. En aquellos momentos el retablo estaba, de ordinario, en manos de los pintores, que se encargaban de sus mazonerías o las subarrendaban.

Aquella praxis continuó durante el siglo XVI, en el Renacimiento, aunque los retablos escultóricos pronto compitieron con los pictóricos y los pintores dejaron de ser los protagonistas principales en la contratación de aquellas piezas de exorno litúrgico. Pero, sin duda, fue en el Barroco, durante los siglos XVII y XVIII, cuando el retablo alcanzó el mayor grado de plenitud y desarrollo.

El más caro del siglo XVI en Cascante

Como hemos señalado, en el Renacimiento, la pintura sobre tabla, como portadora de las iconografías, compitió con la escultura, de modo particular en tierras de la Ribera. A comienzos de aquel siglo, sabemos que la reina navarra doña Catalina costeó el retablo para la catedral de Pamplona, obra que se tasó en 80 florines, distribuidos del siguiente modo: un tercio para la parte de carpintería y decoración en madera, otro tercio para el dorado y el último tercio para la pintura de sus siete tablas.  En proporciones similares se evaluó el retablo de Obanos, en 1531.

A fines de la centuria, en los retablos de tablas pintadas, como el del monasterio de Fitero, aún seguían en esas correlaciones de distribución del gasto. Su coste ascendió a casi 3.000 ducados. Su ensamblaje y esculturas ascendió a 700 ducados y las hermosas tablas de Rolan Mois 2.200, cantidad que el abad del monasterio juzgaba de exorbitado “precio y sólo se hace por la buena opinión que el dicho Rolan Mois tiene en la pintura, se pone condición que todo lo principal de pintura del dicho retablo el dicho Mois lo haya de hacer por su propia mano y para todo lo que es dorar y estofar traiga personas muy inteligentes del arte y con asistencia suya se haga y con colores muy vivos y perfectos como queda capitulado”. El del monasterio de la Oliva, con gran protagonismo pictórico, ascendió a 3.152 ducados y 7 tarjas.

Conforme avanzó la centuria, los artistas de la madera se fueron haciendo con el pingüe negocio de aquel género escultórico, aunque el sobreprecio de las labores de los doradores siempre fue un hecho constatable, por el empleo de los panes de oro.

De más a menos, señalaremos la valuación de algunos. Sin duda, el más caro fue el desaparecido de la parroquia de Santa María de Cascante. Su coste se calculó, en 1594, nada más y nada menos que en 7.500 ducados. Le sigue el de Valtierra, obra dilatada en el tiempo y que, en 1598, se valoraba en 6.247 ducados. En 5.511 se estimó, en 1592, el mayor de Santa María de Tafalla, realizado por Juan de Anchieta y Pedro González de San Pedro. El mayor de Cáseda, obra del mencionado Anchieta, ascendió a 4.200. El de San Juan de Estella lo remató, en 1563, Pierres Picart en 1.340. Eran tiempos en que, como recuerda el profesor Echeverría Goñi, una oveja costaba un ducado, lo mismo que cien panes de oro, en tanto que un robo de trigo se pagaba entre cinco reales y medio y seis, equivalentes a 50 panes de oro.

Los siglos del Barroco

Cuantificar acertadamente las cantidades pagadas resulta, en ocasiones, complicado para valorar la pieza en toda su dimensión. A continuación, presentamos los precios de algunos retablos navarros de la época, no sin apuntar antes algunas cantidades que nos relacionen esos ducados con las rentas de algunas prelacías o precios del momento. Así, sabemos que el obispado de Pamplona rentaba unos 20.000 ducados anuales, que una buena casa alcanzaría los 240 ducados, que el salario de una criada ascendía a 7 ducados anuales más una saya y zapatos; una buena mula, animal muy apreciado, costaba 65 ducados, un caballo 45 y el robo de trigo, medio ducado. Son precios que podemos situar en la segunda mitad del siglo XVII. Los ejemplos los hemos colocado desde el mayor coste.

Los Arcos (1643-1677)

13.590

Pamplona. Recoletas. Retablo mayor y colaterales (1700), contratado en 2000 ducados, aunque se acabaron pagando

3.000

Echarri-Aranaz. Retablo mayor (1687)

2.100

Cárcar. Retablo mayor (1712)

2.000

 

 

Caparroso. Retablo mayor (1691)

1.700

Falces. Retablo mayor (1700)

1.700

Miranda de Arga. Retablo mayor (1696)

1.500

Monasterio de Irache. Retablo mayor (1613)

1.500

Tafalla. Concepcionistas. Retablo mayor (1704)

1.050

Oteiza de la Solana. Retablo mayor (1739)

950

Azcona. Retablo mayor Mendigaña (1713)

740

Estella. Retablo mayor San Miguel (1734)

650

Pamplona. San Nicolás. Retablo mayor (1708)

500

Pitillas. Retablo mayor (1712)

450

Peralta. Retablo de San Blas (1694)

450

Pamplona. Jesuitas. Retablo mayor (1690)

400

Villafranca. Basílica del Portal. Retablo mayor (1695)

350

Pamplona. Catedral. Retablo de San Fermín (1712)

320

Tudela. San Nicolás. Retablo mayor (1688)

210

 

Un somero análisis de estos datos, circunscritos a los años finales del siglo XVII y las primeras décadas del XVIII, nos pone de manifiesto que la calidad de los retablos del taller tudelano estaba en relación con su precio (retablos de Recoletas de Pamplona, Falces, Caparroso o Cárcar). Asimismo, sorprenden la cantidades abonadas en Los Arcos y Echarri-Aranaz, sin duda por ser de grandes proporciones y tener muchísimos relieves, el primero y por la calidad extraordinaria, como obra de los prestigiosos Ursularre, en el segundo caso. Llama la atención que retablos de envergadura, como el mayor de Mendigaña, obra de Juan Angel Nagusia y los maestros estelleses, o uno de los de la girola catedralicia, obra del veedor pamplonés Fermín de Larráinzar, no costasen cantidades especialmente altas, prácticamente lo que venía a valer un rico colateral del taller tudelano.

El oro y la policromía superaba el coste de la propia escultura

Todo el largo proceso de realización de un retablo finalizaba, generalmente, unos años más tarde, con el ajuste de la policromía con algún maestro dorador, con lo que comenzaba otro camino en muchos rasgos similar al de la propia construcción, desde el condicionado, petición de licencia, su concesión, remate, contrato y tasación. 

La policromía constituía un complemento fundamental de la pieza escultórica. Antonio Palomino, en su conocida obra, ya en el siglo XVIII, tratando de las labores de dorado y estofado de las esculturas del pintor Francisco Camilo, afirma que “dándose la mano estas dos facultades, sube mucho de punto la perfección”

En el siglo XVI, en un retablo roncalés, concretamente el de Isaba, el responsable de su policromía, en 1583, el pintor palentino de Becerril de los Campos, Simón Pérez de Cisneros junto a otros maestros, dejaron unas inscripciones. En una de ellas leemos “FECERUNT LUCERE” -hicieron brillar-. El contenido de lucere hay que ponerlo en relación con la estética medieval de Santo Tomás que consideraba bellas las cosas que agradan a la vista: quia visa placent, con tres condiciones: integritas, consonantia et claritas (nitidez, esplendor, luminosidad, resplandor, claridad y brillo.....).

El proceso polícromo del retablo se acometía, por regla general, con un periodo que oscilaba entre los cinco y diez años, a partir de la fecha de la conclusión de su arquitectura y escultura, con lo que podemos considerar a la obra resultante un arte híbrido y unitario. En la época renacentista, esta coetaneidad resulta más excepcional por lo costoso y dilatado de las labores de estofado. En varias ocasiones fue costumbre policromar primero el sagrario y las imágenes, para acometer, más tarde, el dorado de la arquitectura, cuando los fondos de las primicias estaban más recuperados.

Si el retablo se policromaba con una gran distancia de tiempo, la unidad artística quedaba resentida, ya que determinadas piezas exigen unas características propias de dorado. En estos casos, se puede hablar de fusión de dos lenguajes artísticos distintos, correspondiendo a la policromía el efecto epidérmico final que, a veces, ha inducido a valoraciones equívocas sobre los retablos. 

A la postre, en el precio hemos de considerar sendas cantidades, la del importe de la pieza como tal y la de su policromía. Veamos algunos ejemplos y cómo el precio del dorado y policromía superaba con creces al del ensamblaje y sus esculturas, por utilizar como materia fundamental los panes de oro, preparados por el batidor de oro o batihojas que, a través de un lento y complejo proceso, convertía las piezas áureas en finísimas hojas de pan de oro para enriquecer muebles, retablos y otras piezas.

El mencionado retablo de Isaba, obra del escultor Miguel de Gárriz, se valuó en 700 ducados, en 1560, en tanto que su dorado se contrató, en 1583, por 4.610 ducados, casi cuatro veces más. El conjunto de los retablos de Ochagavía, obra del imaginero Miguel de Espinal (1581), fueron tasados en 4.150 ducados, en tanto que su policromía ascendió a la astronómica cifra de 7.825. El mayor de Allo, obra de Bernabé Imberto se estimó, en 1609, en 3.082 ducados, mientras que su dorado se tasaba en 1632 en 4.949. En el mayor de Caparroso, contratado en 1.700 ducados en 1691, su dorado ascendió en 1754 a 1.800 ducados. El conjunto de Recoletas de Pamplona se convino en 2.000 ducados con Francisco Gurrea y su dorado, en 2.800, con Francisco de Aguirre. Los retablos de la girola de la catedral de Pamplona ascendieron a 320 ducados cada uno, mientras que su dorado fue de 520.

Las sumas de ensamblajes, esculturas y policromías alcanzaron sobresalientes cantidades para las que se echó mano de las primicias, limosnas, rifas, donativos, así como de algún arbitrio municipal, en contadas ocasiones. Entre estas últimas, mencionaremos las sisas de trigo y carne o los arrendamientos de caza (Esperanza de Valtierra) o aguardiente (Santiago de Puente la Reina).

En cualquier caso y en lo referente al dorado, conviene tener en cuenta lo que el profesor Echeverría Goñi advierte respecto al precio del mismo, “dependiendo del tamaño de la estructura, la categoría del pintor, la calidad del pan de oro, la existencia o no de labores estofadas y punta de pincel, el número de operarios”. Los contratos dejan buena cuenta de todo ello. Las Comendadoras de Puente la Reina, al contratar el dorado de su retablo mayor en 1759, hicieron constar que los 80.000 panes de oro necesarios se traerían de Madrid, para no desmerecer del oro empleado en el mayor de la parroquia de Santiago de la misma localidad. Las Agustinas Recoletas de Pamplona exigieron a Francisco de Aguirre, en 1709, “dar al dicho retablo las manos que fueren necesarias de bol, el cual ha de ser de Llanes y Arnedillo, mezclando los dos, según buena regla para que salga el oro de buen color, pues según la experiencia no saldrá así si dicho bol se gastare separado el uno del otro a solas”.