17 de diciembre de 2025
Publicado en
Shahana Thankachan |
Profesora de Relaciones Internacionales e investigadora de Global Affairs Center Universidad de Navarra
Vivir en la sociedad japonesa, con su marcado énfasis en las largas jornadas laborales, la etiqueta social, las normas sociales y la búsqueda de la perfección estética, puede ser difícil para cualquiera, pero las presiones se duplican para las mujeres. Aún hoy es común ver a mujeres que, instintivamente, se cubren la boca al reír para ocultar los dientes, un gesto moldeado por las normas culturales de feminidad, recato (hikaeme) y modestia. Estas expectativas de género conllevan desventajas estructurales que dificultan la plena participación de las mujeres en la vida pública.
Japón tiene una de las mayores brechas salariales de género entre las economías avanzadas, y su sistema de promoción empresarial se basa en la permanencia en el puesto, la antigüedad y las largas jornadas laborales, lo que puede resultar agotador para las mujeres, especialmente cuando toman permisos por cuidado de familiares o maternidad. Las mujeres también están infrarrepresentadas en puestos directivos y solo ocupan el 16 % de los escaños parlamentarios, lo que sitúa a Japón en los últimos puestos de los países de la OCDE en términos de igualdad política de género.
En este contexto sociopolítico, una mujer ha ascendido al cargo de primera ministra. Su ascenso es especialmente significativo porque se produjo dentro del Partido Liberal Democrático (PLD), un partido históricamente conocido por su baja representación femenina en comparación con otros partidos en Japón. El chiste recurrente de que el PLD «no es ni liberal ni democrático, ni mucho menos un partido» refleja la frustración ante su rigidez y resistencia al cambio. Llegar a la cima de una organización política de este tipo suele requerir alinearse con su eje ideológico dominante. Esto hace que su éxito sea aún más notable. Además, pertenece a la facción más conservadora dentro del PLD y es la protegida del intransigente ex primer ministro Shinzo Abe. También es inusual porque proviene de un entorno humilde y sin dinastía, algo muy raro en las altas esferas del poder dentro del PLD.
Su ascenso es, por lo tanto, sorprendente y complejo de analizar. Simbólicamente, no cuenta con precedentes. Sin embargo, también se trata de una postura profundamente arraigada en la misma estructura institucional que ha limitado el avance social y político de las mujeres en Japón.
Con todo esto, no sorprende que la recepción de su victoria por parte de las mujeres haya sido dispar. Si bien muchas mujeres, incluidas feministas, han celebrado su triunfo como histórico, otras, entre ellas destacadas feministas, han expresado abiertamente su preferencia por su rival, Shinjiro Koizumi, un hombre de ideología más moderada. Consideraban que su posición política era más favorable para las mujeres. Para comprender esta división, es necesario examinar su postura sobre cuestiones de género. En general, ha evitado proyectarse como defensora de los derechos de las mujeres y ha adoptado posiciones conservadoras en varios temas controvertidos. Se ha opuesto a que las parejas casadas utilicen apellidos diferentes y también a la posibilidad de que las mujeres asciendan al trono imperial japonés. Sin embargo, también se ha comprometido a mejorar el equilibrio de género en Japón hasta alcanzar niveles nórdicos y a favorecer políticas que apoyen a las familias, como deducciones fiscales por los servicios de niñera e incentivos fiscales para las empresas que ofrecen servicios de guardería infantil en sus instalaciones. Además, ha nombrado a una mujer, Satsuki Katayama, para un puesto de gran importancia como ministra de finanzas, y ha confiado otra cartera clave, la de ministra de seguridad económica, a Kimi Onoda.
Es innegable que estas iniciativas son prometedoras. Sin embargo, se quedan muy cortas respecto a lo que se requiere para transformar las profundas desigualdades estructurales que enfrentan las mujeres en Japón. Las reformas abordan los síntomas en lugar de las raíces sistémicas e institucionales subyacentes de la disparidad de género. No obstante, es bastante injusto desestimar su gestión como primera ministra únicamente por su desempeño en temas de género. La responsabilidad de lograr el empoderamiento de las mujeres no debe recaer enteramente sobre ella simplemente por ser mujer. Idealmente, Japón tendría una primera ministra que sitúe los temas de las mujeres en el centro de su agenda. Pero esto no significa que su liderazgo no vaya a tener ningún impacto en la igualdad de género.
Su gestión como primera ministra representa un profundo cambio simbólico en una sociedad que nunca antes había visto a una mujer ocupar el cargo político más alto. Esto transforma por completo el panorama para las jóvenes, quienes ahora pueden ver que no solo es posible aspirar a tales puestos, sino también alcanzarlos. El cambio simbólico no sustituye a los cambios estructurales, pero sin duda amplía la perspectiva. Y a veces, ahí es donde comienza una profunda transformación.